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Galardonado con el Premio Ribera del Duero de narrativa breve por «La vaga ambición», es autor de una irónica y conmovedora colección de cuentos.
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Galardonado con el Premio Ribera del Duero de narrativa breve por «La vaga ambición», es autor de una irónica y conmovedora colección de cuentos.
Arturo Murray, narrador de «La vaga ambición», relata con el humor del que se ríe de sí mismo la serie de pequeñas desgracias que vive como escritor de mediano éxito: públicos ausentes en charlas y lecturas, rivalidades inconsecuentes entre autores y entrevistas truncadas por el desinterés de los periodistas. En Madrid, en el barrio de Malasaña, Antonio Ortuño, autor de este premiado libro de cuentos, se dispone a conversar sobre su obra. A los pocos minutos de entrevista el ruido estruendoso de un taladro hidráulico se cuela por la ventana. Es casi imposible escucharle, aunque Ortuño se esfuerza por no perder el hilo de la conversación. El taladro continúa y el mexicano no tiene otro remedio que reírse: está viviendo lo que Murray en su libro. Ya en un salón más silencioso conversa sin interrupciones sobre «La vaga ambición» (Páginas de Espuma), Vargas Llosa y su amor por el Atlético de Madrid.
–En su libro, los cuentos comparten un mismo narrador-protagonista. ¿Por qué apostar por ese punto medio entre el relato y la novela?
–Quería una colección de cuantos relacionados, pero que no me obligara a la congruencia interna que requiere la novela. Aunque los une el personaje y la temática, están construidos de una manera muy diferenciada; cambian el tono y la retórica. En una novela eso es, en el mejor de los casos, complicado, cuando no un fracaso absoluto. En definitiva, no es una novela, pero sí trata de aprovechar las resonancias entre los textos.
–Siempre el eterno duelo entre novela y cuento...
–Creo que los lectores –a veces injustamente– le damos más oportunidades a las novelas. Con los relatos somos más impacientes; leemos tres o cuatro, pero si nos falla el quinto ya no leemos más, porque en los libros de cuento cada texto empieza otra vez de cero, hay que volver a crear esa suerte de intimidad con el lector. La idea de que la colección estuviera relacionada era cambiar esa regla de juego.
–A pesar de su brevedad o quizá por ella, el cuento exige mayor intensidad de lectura, ¿también de escritura?
–Una novela que estuviera escrita con la misma intensidad de la primera a la última página sería intolerable. El cuento te obliga a otro tipo de concentración, pero es cierto que, si concede un respiro, pierde. Por eso también quise que los del libro tuvieran tonos diferentes: para no permitirle al lector que se vaya y para que no se canse de recibir lo mismo. Un par de ellos me han dicho que les habrían gustado más páginas, pero eso sería apostarle al tedio. No creo que las necesitara, aunque probablemente termine escribiendo otro, incluso otro par de libros, que tengan a Murray como personaje.
–Murray cuenta las miserias del escritor, pero no con el aire romántico con que las contó Bryce Echenique desde París, por ejemplo...
–En mi generación la gente soñaba con irse a Barcelona, lo que ya implica una renuncia fundamental: ni siquiera te planteas pasar hambre en París, sino que bajas el listón. Yo nunca lo quise hacer, pero muchos amigos sí. Aunque en la inmensa mayoría de los casos eran hambres voluntarias y relativas. Es como la canción «Common People», de Pulp; no tiene ningún mérito el hambre cuando papá puede detenerla. Las miserias del escritor latinoamericano de los sesenta son risibles, porque uno sabe que Bryce era de una familia aristocrática. Para el no aristocrático la vida está llena de las presentaciones con tres personas y las regalías tardías y escasas. Y eso ya implica un nivel de éxito, porque publicaste. Esa dimensión tan poco romántica de la escritura –estar buceando en esas aguas de indignidad o de sencilla mala suerte– me parece profundamente interesante. Soy muy sensible a las cosas ridículas, las veo con claridad y me divierten muchísimo. Un libro como éste es una suerte de ejercicio de autoparodia. El escritor infatuado me repatea el hígado, por eso no me gusta la autoficción y por eso este libro no lo es.
–Pero el lector sospecha que es una versión de su vida...
–Mi vida no es importante en términos literarios, pero muchas cosas que me han pasado son divertidas y se pueden aprovechar. Para que sean literarias uno las estetiza, tuerce y distorsiona, porque escribir es eso. El lenguaje falsea siempre, y está bien que lo haga porque establece sentido donde no lo hay.
–¿La memoria juega un papel parecido?
–La memoria también es una falsificadora, permite volver significativas cosas que uno no sabía que lo eran mientras sucedían y que sólo lo son a posteriori y porque uno lo decide. Uno se inventa a sí mismo. Por eso hay tanta relación entre la locura y la desmemoria, porque perder la memoria es perder el hilo de tu propia historia. El reflejo literario de eso es la posibilidad de crear sentido, de extraerle esas rodajas de carne y decilitros de sangre a la propia vida.
–Para Murray la escritura es también una herramienta de lucha.
–Y de desquite. La ficción te da la posibilidad de desfacer entuertos, en lenguaje cervantino, de reescenificar derrotas privadas y convertirlas en victorias públicas. Las venganzas diminutas que te ofrecen los textos son una maravilla.
–Se trata entonces de reivindicar lo íntimo, no de la figura del escritor como factor de cambio político o social, como un Vargas Llosa, digamos.
–Sí, esencialmente porque no creo en la figura del intelectual del siglo XX todopoderoso, el marqués que se pronuncia sobre los candidatos antes de las elecciones. Hablamos de Vargas Llosa, que se ha convertido en el sucesor de Julio Iglesias en más de un sentido, pero García Márquez, aún con otro ideario político, tampoco fue un personaje para caerse en aplausos. Creo que la literatura puede irritar y molestar y eso es casi lo mejor que puede hacer, pero para mí tiene mucho más que ver con un acto de intimidad. No porque no se tengan que abordar cuestiones públicas, sino porque está relacionada con la individualidad. Además, está la paradoja infinita de que puede haber buenos escritores aunque sean pésimas personas con ideas horrorosas.
–Se ha declarado fan del Atlético de Madrid, cuéntenos por qué.
–Creo que es inútil romantizar la literatura, pero sí se puede ser romántico en cuestiones futbolísticas (lo digo porque no juego fútbol, seguramente sería más pragmático si jugara). Me gustan los equipos deportivos que tienen esa identificación con el esfuerzo y la clase obrera, no las franquicias millonarias. El deporte es la escenificación que nos queda de la épica –cada vez más disminuida y avasallada por los intereses comerciales–, por eso despierta ese fervor que resulta inexplicable para el que no le gusta.