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Cómo robé dos Van Gogh en 3 minutos y 40 segundos

Octave Durham relata en un documental el plan para apropiarse de dos cuadros del genio holandés en 2002, que desde hace unos días vuelven a ser exhibidos en el mismo lugar del que fueron sustraídos. Una aventura que fue de Ámsterdam a Italia y en la que también tomó parte la Camorra
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Octave Durham relata en un documental el plan para apropiarse de dos cuadros del genio holandés en 2002, que desde hace unos días vuelven a ser exhibidos en el mismo lugar del que fueron sustraídos
Robar también puede ser un arte y un destino. «Algunas personas nacen para ser profesores. Otras para ser futbolistas. Yo nací para ser ladrón», aseguró orgulloso Octave Durham en «El hombre que robó dos VanGogh» –«De man die twee Van Goghs stal», en holandés–, un documental de Vincent Verweij en el que confiesa haber hurtado dos cuadros de Van Gogh en el museo del mismo nombre de la ciudad de Ámsterdam el 7 de marzo del año 2002. Las obras ya han vuelto a su lugar originario y esta particular confesión no tendrá consecuencias legales –ya que Durham cumplió una condena de 25 meses por este delito negado incesantemente hasta ahora–, pero constituye uno de los testimonios más curiosos sobre los robos en el mercado del arte y sus vínculos con el crimen organizado.
La confesión de Durham tiene más de vanidosa reivindicación sobre el arte de robar que de acto de contrición. En el filme, proclama que perpetrar este robo tan solo le costó tres minutos y 40 segundos y no deja en demasiado buen lugar a los cuerpos policiales holandeses ya que cuando llegaron al lugar de autos el ladrón seguí allí y según su propio testimonio, «pasé enfrente conduciendo el coche con el que escapé. Me quité la máscara de esquí, bajé la ventanilla y los observé».
Las dos obras se encuentran a día de hoy en buen estado y tienen un valor incalculable. Los precios de los cuadros alcanzan en subasta cifras que oscilan entre los 10 y los 70 millones de dólares. «Vista del mar en Scheveningen» es uno de los paisajes marinos que el genio del pelo rojo pintó durante su estancia en su país de origen y «Congregación saliendo de la iglesia reformada en Nuenen» una estampa que intenta reflejar el día a día de la congregación en la que el padre de Van Gogh ejercía su ministerio de pastor y que el torturado artista regaló a su madre.
El ladrón no eligió estas dos piezas por ningún motivo en concreto, ni artístico ni sentimental. Se trata de lienzos pequeños, fáciles de ocultar y que estaban cerca del agujero que consiguió hacer en la pared. Metió las piezas en una bolsa, se deslizó por una cuerda que había colocado junto a su cómplice y después, cuando llegó a su casa, se deshizo de los marcos, las cubiertas que protegía las pinturas y los chips. Una imagen mil veces vista en las películas de género, pero pocas emuladas en la vida real. El guardia de seguridad se percató del robo casi al momento, pero la prohibición de arremeter contra el asaltante permitió su huida sin demasiados problemas.
El capítulo de la sofisticada picaresca termina aquí para alcanzar tintes más dramáticos. Durham no podía acudir al mercado para vender la obra, pero hizo saber al hampa su nueva posesión. Incluso concertó una cita con Cor Van Hout, condenado por haber secuestrado al magnate del imperio cervecero Alfred H. Heineken. El acuerdo para la compra de estas obras estaba sellado, pero Van Hout fue asesinado el mismo día de la transacción.
Sin embargo, Durham no se arrendó ante este inconveniente y pronto encontró otro comprador: un mafioso italiano que vendía marihuana en uno de los famosos «coffeshop» de la capital holandesa, en los que este consumo es legal. En marzo del año 2003, Raffaele Imperiale accedió a adquirir las dos obrar por 350.000 euros. Según sus abogados, siempre fue consciente de que eran robadas, pero se decidió a comprarlas debido a su querencia por el arte y porque el precio le pareció «una auténtica ganga» y decidió trasladar estas obras a su país de origen: Italia.
Chollo o no, Durham y un cómplice se repartieron el dinero a partes iguales y dilapidaron la cantidad en apenas seis semanas con gastos propios de nuevos ricos. Motos, un Mercedes, joyas y un viaje a Nueva York. El volumen del gasto fue tan desorbitado que puso sobre la pista a los investigadores. Fueron a su apartamento, pero él logró escapar. Su detención se produjo en un resort de Marbella en 2003 y un año después, un equipo de forenses holandeses consiguió cotejar el ADN del ladrón con las muestras encontradas en una visera de béisbol que había olvidado en el lugar del crimen, un pequeño fallo dentro de su perfecto plan. Durham entró en prisión para después ser liberado en 2006, aunque volvió a la cárcel tras un nuevo robo en un banco, que esta vez fracasó. Desde entonces, Durham a su manera ha intentado ser reconocido. Primero se dirigió al Museo Van Gogh para intentar recuperar los cuadros y se puso en contacto con el director del documental con el mismo propósito. En ambos casos alegó su inocencia asegurando que quería colaborar con las instituciones como modo de purgar una vida dedicada a la delincuencia, aunque en ningún momento le creyeron.

En la doble pared

Mientras, los cuadros sustraídos continuaban en Italia custodiados por la Camorra. En agosto de 2016, Imperiale escribió una misiva a una fiscal en la que confesaba estar en posesión de los lienzos robados. El caso dio un vuelco. Ambas obras se encontraron escondidos en el hueco de una doble pared en una casa de Castellamare di Stabia, a 35 kilómetros de Nápoles. Todo indica que la recuperación fue posible gracias al testimonio un arrepentido de la Camorra, Mario Cerrone, socio de Imperiale. Tras el hallazgo, el director del Museo Van Gogh, Alex Rüger, viajó a Italia para comprobar la autoría de los cuadros. «Después de todos estos años –catorce– no teníamos ya el ánimo de hallarlos. Tenemos una gran deuda de gratitud hacia los investigadores. ¡Los cuadros han sido encontrados! No creí que iba a poder pronunciar ya estas palabras», subrayó el director del museo en octubre del año pasado. Uno de los cuadros tenía ligeros daños en una esquina y los dos lienzos tras ser restaurados fueron exhibidos en Nápoles durante tres meses.
Imperiale fue detenido en 2006, pero se encuentra huido de la Justicia en Dubái. Desde los Emiratos Árabes organiza un imperio con ramificaciones en el tráfico de cocaína, el mercado inmobiliario (con posesiones también en España) y, tal y como se ha podido comprobar, el mercado negro del arte. Las autoridades italianas han pedido su extradición.
Desde hace unos días, los dos lienzos vuelven a colgar en los muros del Museo Van Gogh, en Ámsterdam –visitado cada año por miles de turistas y aficionados al arte–. Durham no ha tenido nada que ver en la recuperación de las obras, pero con la emisión del documental reclama sus quince minutos de fama. El director Vincent Verweij reconoce las dudas éticas que plantea su trabajo. Asegura que el enfoque del robo desde los ojos del ladrón resulta difícil de encontrar en el cine documental. «Creo que es una perspectiva única, No significa la glorificación de este tipo», asegura. Debates deontológicos aparte, la mirada única de Van Gogh de la realidad, ejemplificada en estos dos cuadros de valor incalculable, vuelve a estar disponible para los visitantes en su museo.

Caso Gardner: el mayor robo de la historia moderna

Fue poco después de la medianoche del 18 de marzo de 1990 en Boston. Del Museo Isabella Stewart Gardner desaparecieron trece obras, de Vermeer, Rembrandt, Manet y Degas, entre otros, valoradas en 500 millones de dólares. El escenario del robo, aún no resuelto, es el domicilio particular en Boston de la coleccionista y mecenas Isabella Stewart Gardner (1840-1924), una mansión ideada en estilo veneciano para albergar su colección privada. Hasta la fecha, y han transurrido más de 26 años desde aquello, las obras no han sido recuperadas y se desconoce su paradero. El valor artístico y económico es incalculable: aquella noche los ladrones se llevaron la única marina que conocemos de Rembrandt, recortada de su marco, y una de las más destacadas obras de Vermeer, «El concierto». Fue en el segundo piso, dedicado a la pintura holandesa y fueron derechos a por tres Rembrandt: dos de ellos de grandes dimensiones («Cristo en la tormenta del Mar de Galilea», única marina que pintó el maestro, y «Dama y caballero en negro», junto con un autorretrato. No satisfechos, siguieron con la joya de Vermeer, de quien sólo existen 36 obras cuya autoría está fuera de toda duda. Para acabar remataron la hazaña al llevarse el «Paisaje con obelisco», del también holandés Govaert Flink y atribuido a Rembrandt hasta la década de 1970. Y quizá para despistar, un objeto que resulta un tanto discordante en el conjunto: un vaso chino de bronce Ku del siglo XII a.C.