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«La banalidad del bien»: Jorge Freire contra el buenismo

El filósofo publica un ensayo en el que arma una inquietante, por precisa, ontología de nuestro presente, que define como una época en el que «el exhibicionismo moral se impone a las buenas acciones»
Jorge Freire es filósofo y escritor, cuyas reflexiones suelen incitar a debates sobre la actualidad
Jorge Freire es filósofo y escritor, cuyas reflexiones suelen incitar a debates sobre la actualidadA R Roldán

Madrid Creada:

Última actualización:

Hannah Arendt mediante, todos andamos familiarizados con el concepto banalidad del mal y, desgraciadamente, con su aplicación práctica. Jorge Freire, filósofo y columnista, nos vuela la cabeza con un nuevo concepto en contraposición a este: la banalidad del bien. «La buena acción se trivializa en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo. Por mor de su canalización, los bienes se vuelven males», escribe. Y, con él por título, nos arma una inquietante, por precisa, ontología de nuestro presente, un sólido y amenísimo ensayo este que bien podría ser el manual de uso de una vida en tiempos convulsos, tiempos estos en los que «una retórica buenista, meliflua y camastrona lo inunda todo». Así que no queda otra que plantar cara y Freire lo hace. Pero no para salvar a nadie ni para dar ejemplo, sino para presentar batalla. Aun sin creerse «ese cuento de que hay libros necesarios» y sin haber sentido nunca «esa comezón de “tener que expresarme”». Así que lo escribe «porque me da la gana. Porque cuanto más nobles son los sentimientos expresados, peores son las intenciones. La cursilería es la estética del mentiroso».
Como un Don Quijote ilustrado, se lanza Freire, filosofía en vez de lanza en mano, a batallar. No contra molinos, sino contra el buenismo. Eso que queda «cuando el bien no se sustancia en la vida buena, cuando el exhibicionismo moral se impone a las buenas acciones (hoy el ciudadano es el publicista de sí mismo) y cuando los principios ceden a su espacio a los valores. Que, a pesar de su nombre, no valen nada. Por eso hablo de valores especulativos en un doble sentido: por abstractos y, sobre todo, por su relación con la inversión y el beneficio. No hay más valores que los valores bursátiles». Quizá sea por eso por lo que el moralismo cotiza en alza. Capitalismo anímico, lo llama Freire, cuyo principal inconveniente sería la inacción. «El problema radica en que la palabrería vana se impone sobre la praxis, de manera que vale más lucir que obrar. No tengo nada en contra de que las grandes empresas se preocupen por su reputación, por la transparencia, por la resolución de conflictos… Al revés: celebro que adopten códigos éticos y que en la medida de lo posible se comprometan a obrar de una manera juiciosa. Pero es cuando menos paradójico que las empresas que más contaminan del mundo ahora se vistan como puntas de lanza de la preocupación medioambiental, o que la cadena de hamburgueserías que ha dado matarile a cientos de millones de bóvidos y porcinos se presente ahora como punta de lanza del animalismo. Por no hablar de esa web de pornografía que se vio obligada a borrar buena parte de su material cuando un reportaje sacó a luz que contenía material recusable, y aquí estamos hablando de millones de vídeos que mostraban violaciones o pederastia, y que después fue comprada por un fondo que lleva por nombre, agárrate, ‘‘Ethical Capital Partners’’. ¡Átame esa mosca por el rabo!», ríe. «Hacer públicas las buenas acciones no es malo per se. El filósofo José Carlos Ruiz me hacía una objeción el otro día en un debate que tuvimos: no hay nada malo en publicitar las acciones virtuosas. Y tiene razón. La naturaleza humana es mimética: procedemos por imitación a seguir una moda, a adoptar un acento pero, también, a acometer una acción noble. Contar con buenos ejemplos es muy importante. Pero el exhibicionismo es malo porque es mera publicidad sin contenido».
¿Por eso elevamos a categoría de héroe a las víctimas? ¿Porque no tenemos héroes? «Cuando no hay posibilidad de héroes», dice, «solo queda la víctima. Por eso los lugares de la memoria reemplazan los monumentos a los héroes.¿Cómo va a ser la historia la maestra de la vida, como decía Ciceron, si la víctima se ha enseñoreado del recuerdo colectivo? Ya no quedan gestas ni episodios heroicos por emular, sino momentos luctuosos a evitar». Momentos que nos obligan a, de manera rápida y emocional, empatizar con, oh sorpresa, la víctima. Lo sea o solo así lo sienta. La emoción sublimada y… ¿los hechos? ¿Los datos? ¿Qué hay de todo eso? «Abandonarse al racionamiento emocional es peligroso», admite el filósofo. «Piensa en las noticias que nos llegan de los campus estadounidenses: por sentirse ofendidos por lo que dice un ponente, algunos asistentes se sienten legitimados a silenciarlo. Mandan las viejas reglas del duelo que el ofendido elige el arma y, en este caso, suele ser un escrache. La cosa es grave porque basta con sentirse ofendido para que algo sea ofensivo, sin importar que no haya voluntad de ofensa, lo que es a todas luces inaudito. El racionamiento emocional no nos lleva a la verdad, pues la emoción no es más que una respuesta fisiológica (el susto que nos da alguien disfrazado de fantasma, por ejemplo). Cosa bien distinta es el sentimiento, sin el cual es imposible explicar nuestras acciones. Yerran los filósofos que entienden la moralidad como una regalía del pensamiento analítico, racional, imparcial. Ofrécele a un amigo madridista un fajo de billetes para que se haga del Barça y verás que el sentimiento merengue pesa más que la emoción del dinero fácil. Esta es mi tesis: no se trata de elegir la racionalidad sobre el racionamiento emocional, sino elegir el sentimiento, que está arraigado en el tiempo y puede y debe educarse. Así que recuperemos la educación sentimental».
¿La verdad? ¿Qué pasa con eso que hemos dado en llamar «la verdad»? «La verdad», explica, «puede estar amenazada por el sentimentalismo, cierto, pero hoy tiene otro poderoso enemigo, que es el dichoso relato. Quienes lo fían todo al relato piensan que basta con ‘‘imponer marcos’’ en el caletre de los votantes para ganarse su favor. Y, al hacerlo, convierten la política en un juego de manos. ¿Por qué lo llaman storytelling y no cuentacuentos? Cierto es que lo peligroso no es el relato, sino la certidumbre de que bajo el relato no hay nada. En expresión de Higinio Marín, para discutir es necesario que la verdad exista. Si todo es discutible, solo quedan el cinismo y la lucha por el poder». En estas estamos, efectivamente, pero… ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? «Hemos permitido», cuenta, «que la palabrería domine nuestro discurso. Y, al final, ha terminado dominando nuestra moral. Es lo que he llamado la sofisticación de la moral: sofistikés es lo que aparenta ser verdadero siendo falso. Es lo que sucede a la moral cuando se infla de valores y olvida la virtud. Colgarse el blasón de unos valores muy nobles lleva al equívoco de pensar que basta con ello para ser virtuoso. La banalidad del bien empieza con la sofisticación, con el énfasis en la palabra y la trivialización de la praxis». Así las cosas, parece que no queda otra que «recuperar la virtud. Ser buenos en el buen sentido de la palabra bueno, como decía Machado. Evitar la molicie fortaleciendo el carácter. Ser personas de honor, que nada tiene que ver con la honra, que no es más que una vis reactiva que solo se defiende cuando alguien externo la amenaza; el honor es el respeto a la palabra dada, es la obligación de comparecer ante la propia conciencia, es el fulcro en que se apoya la virtud».

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