Entrevista
Jorge Freire: «Hay una lucha de poder detrás de la revisión histórica»
Alerta de que en política «no gana quien ajusta cuentas con el pasado, sino quien ofrece un futuro mejor»
Poco encaja la idea del filósofo encerrado en sus cábalas y abstracciones, aislado del mundo, con Jorge Freire (Madrid, 1985), que acude a la redacción de LA RAZÓN y responde con desenvoltura y elocuencia a preguntas de evidente actualidad. En la línea de los pensadores clásicos griegos, ocupados en los asuntos sociales y políticos de su tiempo, disecciona lo que nos ocurre en la época de las redes y la inmediatez, como individuos y como sociedad, mientras repasa las claves de su ensayo «Hazte quien eres. Un código de costumbres» (Deusto).
En la era prepandemia nos retrató como «Homo Agitatus». ¿El «shock» nos ha cambiado?
Creo que no. Se decía que saldríamos mejores, pero hemos salido peores y menos, porque mucha gente se ha quedado en el camino. Es un error pensar que emergemos transfigurados de una crisis muy grave. Se proyectan deseos, como que abandonaremos el afán de lucro y el egoísmo y abrazaremos el altruismo. La gente ve lo que quiere ver y cree que después de una crisis pasará algo, y está deseando que caiga el parlamentarismo o lo que sea, pero, en realidad, nos aferramos a lo que nos da seguridad.
Apunta a «que caiga el parlamentarismo». Entiendo que se refiere al ímpetu de cambio que ha sacudido la política española en los últimos siete años.
Hay algunas verdades que hay que afrontar, aunque resulten dolorosas. La nueva política no ha aportado nada. Tiene todos los vicios de la vieja política y ninguna de sus virtudes, que eran la estabilidad y la posibilidad de gobernabilidad. Se ha quemado en tiempo récord, hasta diluirse como un azucarillo. Y sospecho que no vamos a echarla de menos, más allá de las ilusiones depositadas en ella.
La ilusión como motor político.
Otra enseñanza que nos trae la disolución y muerte de la nueva política es que, al final, gana quien consigue ilusionar. Y creo que hay parte de la izquierda y parte de la derecha obsesionadas con el pasado. Pero no gana quien ajusta cuentas con el pasado, sino quien ofrece un futuro mejor.
Ahora atravesamos un proceso de revisión histórica con la Ley de Memoria Democrática, en especial, en lo relativo a la Transición.
Los nacionalistas e independentistas, que son quienes reinterpretan la historia, se suman a una tesis muy vieja, que es el “excepcionalismo” español. Pero lo cierto es que España es un país homologable a todos los de su entorno y que desde el 78 es indistinguible, en lo institucional y en lo político, de Inglaterra o de Francia. Tanto para bien como para mal.
Nada del «Spain is different».
La literatura del 98, surgida en torno a la situación política, no ayudó al país. La tesis del mal de España y España como problema, cuando, en realidad, el problema de España es la machaconería reiterativa con la que se obsesiona por su propio ser. Lo único que la diferencia del resto de países es esta obsesión. Y hay que mantenerse en guardia porque lo que hay detrás de estas tentativas de revisión histórica es una lucha de poder.
Hemos hablado del 78. Usted es crítico con el consenso.
Yo estoy más a favor de la concordia, es decir, el consenso en el fondo. Creo que este término se utiliza como pretexto para que no planteemos ciertos temas que pueden resultar espinosos. Cuando hay un consenso, de alguna forma, ciertas palabras se vuelven intocables. Y yo creo que los filósofos, y el resto de los ciudadanos, tienen que meter el dedo en la llaga, como decía el apóstol, y deben plantear todos los asuntos. El pretexto es uno de estos mitos que se asientan en otro mito que es el del fin del conflicto. Hemos perdido el conflicto y ya no hace falta.
¿La política es conflicto?
La política es conflicto. Yo defiendo que es desunión, que es fragmentación y que quien se queja de ello, en realidad, está defendiendo la antipolítica, la dictadura. No es un drama que en el Parlamento haya discordia, es que por definición tiene que haberla. Se puede llegar a acuerdos puntuales, pero los procesos que llevan a lograrlos requieren enfrentamientos.
Lo importante es, entonces, alcanzar un objetivo.
Es lo que ocurrió con los pactos que se lograron en el 78. No se trata de un consenso, es concordia. Se trataba de gente de distintos partidos, con ideologías seguramente opuestas, que lo que consiguen es llegar a un acuerdo en aras de un fin mayor.
Los herederos de esa etapa son lo que usted califica como la «generación soft». ¿Se ha hecho lo suficiente con el legado recibido?
Creo que a mi generación y a las ulteriores se las ha dejado fuera de un debate y eso empieza a tener consecuencias complicadas. Aunque no me gusta el concepto de pacto intergeneracional, quizá sea necesario apostar por reactivarlo. Es el momento de que formen parte de este país y de que lo construyan. Ha sido un error no dirigirse directamente a ellos.
¿Y cómo interpelarles?
Independientemente de su ideología o de su formación, la constante en todo ciudadano es que no le gusta que le tomen el pelo. Hay que empezar a tratar al votante como si fuera una persona inteligente. Estaría bien porque España es un país bastante más razonable que sus políticos y sus élites.
Ha elaborado un código de costumbres «para conducirnos en la época del narcisismo identitario». ¿Qué nos pasa?
El mal de nuestro tiempo es el individualismo y, sobre todo, el narcisismo. Es un error pensar que cada uno se basta y sobra. Todos formamos parte de la comunidad, pero hay que recordar que una sociedad no es lo mismo que una comunidad. En los últimos años nos hemos dado cuenta de que, aunque vivimos en sociedad, la comunidad se ha ido desdibujando. Y, sobre todo, lo veo en gente de mi generación. La sociedad se va fragmentando en identidades y cualquier proyecto más elevado que nosotros desaparece y ese es el gran problema político al que nos enfrentamos.
Y, con ese análisis tan concreto y nítido, ¿qué consejo aplicarnos como sociedad?
Hay que decir a los españoles, no te mires el ombligo. Creo que España lleva décadas o siglos mirándose en la pletina del microscopio. Y tiene que dejar de pensar todo el tiempo. Somos un país ejemplar, líder en donación de órganos y en la cuestión LGTBI tiene la mayor tolerancia de todos los de nuestro entorno. Hay que sacar pecho sin caer en el patrioterismo.
¿Y como individuos?
Evitar el sentimentalismo o tonterías como la empatía, que es lo contrario de la compasión. La empatía se muestra, mientras la compasión se alberga. Así que hay que luchar contra la empatía, que es algo que el «marketing» nos está metiendo en la cabeza.
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