Cary Grant, o el trauma del "Archie" que perdió los apellidos
Filmin estrena el biopic en el que, de la mano de los traumas y manierismos de Cary Grant, se revela la persona a la sombra del mito de Hollywood
Madrid Creada:
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Por suerte, la marca ha dejado de ser exclusivamente biológica y el símbolo, a pura modernidad, se ha convertido en una especie de vestigio del pasado. El apellido, lo único que heredan ricos y pobres de su padre, durante siglos ha venido traduciéndose en fama, no tanto en su percepción lujosa como en aquella que los sajones resumen tan bien en proverbio: no cae lejos la manzana del árbol. Y el apellido, ese mismo que perdió la otrora Hollywood Land para emanciparse en galaxia, lo perdió también Archie Leach, en su caso para emanciparse como Cary Grant, inmortal y galán definitivo: lo suficientemente guapo para llamar la atención, pero no para separarse del hombre común; lo suficientemente magnético como para seducir a cualquiera, pero nunca tan amenazante como para robarle a la esposa; lo suficientemente actor para ser nominado dos veces al Oscar, pero no tan divo como para pisarle el nombre a una Audrey Hepburn o una Marilyn Monroe.
Buscándole en su partida de nacimiento, en esa Bristol de Albión llena de ollín que, no sin sorna, la serie se lleva hasta lo dickensiano, esta semana se estrenan en Filmin los cuatro episodios de «Archie», biopic a la contra del protagonista de «Atrapa a un ladrón», «Con la muerte en los talones», «Charada» y otra decena de títulos que harían palidecer en la comparación a la más ilustre de las carreras. Archie, nacido en 1904, hijo de un matrimonio turbulento y que vio como su hermano pequeño moría de sepsis ante un padre negligente que ya se estaba mudando a otra familia cuando ganó consciencia del mundo, se acabaría convirtiendo en Gary, el hombre y el nombre más importante de la década de los sesenta en el celuloide mundial.
La mini-serie, dirigida por Paul Andrew Williams (del que deberían repescar la excelente «The Walk-In», también en Filmin, sobre cómo un neonazi intentó asesinar a un diputado inglés) y escrita por Jeff Pope («Philomena») se basa en las memorias de Dyan Cannon, una de las cinco mujeres del mito y, acaso, con la que compartió vida en su momento más trascendental, ese que le aupó desde el galán hasta el actor respetado y que, como es (o era) ciclo en la pantalla plateada, le acabó apartando de la misma demasiado bronceado, demasiado arrugado.
Y es que Cannon, que llamó la atención de Grant a principios de los sesenta gracias a varios roles en televisión, fue la primera opción del también productor -falta por saber qué hubiera dicho Hitchcock- para «Con la muerte en los talones», pero los regates de la actriz y las llamadas perdidas hicieron que el papel no se concretara. Y es más, hicieron que aquel jovencito británico que venía del circo recitando a viva voz y ahora era una cara más del cuché en acento californiano dejara de beber los vientos por Sophía Loren, por entonces casada, y decidiera cortejar a Cannon, a la que le sacaba más de treinta años de diferencia.
A idas y venidas, entre el manifiesto de lo polémico que quiere ser y la alabanza melancólica que termina siendo, «Archie» se vuelve mucho más verdadera cuando los testimonios de Cannon (extraídos casi verbatim del libro «Dear Cary: My Life with Cary Grant») son los que se apoderan del guion, como si fuéramos testigos fehacientes de un cotilleo universal, una conversación privada a la que por fin tenemos acceso. «El LSD es perfectamente legal. No lo consumo como un yonqui», dice aquí Grant preguntado por la joven actriz, antes de responder acerca de su siempre cuestionada sexualidad: «¡El alquiler nos salía más barato!», alcanza a responder con flema el personaje, preguntado por su estrecha relación con «su» Randolph Scott (¿El amor de su vida?). Todo esto se hace mucho más creíble gracias a un camaleónico Jason Isaacs («Harry Potter»), que aquí vuelve a demostrar que es uno de los actores más infravalorados de su generación y que abraza al Grant más carismático, ese que se ponía las gafas al terminar de rodar y que, en la medida de lo posible, también se desabrochaba algún que otro botón de la camisa.
Para «Archie», como para todas las personas que compartieron vida con la barbilla partida de Grant, el actor fue un bisexual reprimido, un manojo de traumas infantiles derivados de un padre irresponsable y una madre que se cayó por la bisagra entre el machismo sistemático de la época y sus problemas de salud mental. El triunfo de la mini-serie, sin embargo, pasa por centrarse en describir a la persona que se encontró Dyan Cannon antes de casarse: un hombre que sabía exactamente que el mundo no estaba preparado para su visión del mismo y de la vida pero que, puestos a interpretar a un personaje, lo haría de la mejor manera posible. Justo así es como vemos a Grant intentar convertirse en el padre que él nunca tuvo (sin demasiado éxito) y le vemos, también, abrazar la monogamia heterosexual que le fue impuesta alguna vez desde los estudios como un papel más a lucir.
Quizá respetuosa de más pero nunca pacata o falta de interés, la mini-serie de Pope y Andrew Williams es arrebatadoramente interesante por alejarse del foco pomposo que sería retratar a Grant en los años de «La fiera de mi niña» (1938) o «Historias de Filadelfia» (1940) y quedarse con el actor crepuscular que, ya en sus últimos años, murió encima de un escenario por vivir adicto al aplauso. ¿Significa eso que este biopic se aleja del morbo y la polémica? En parte, sí, puesto que el fantasma de Scott es aquí poco más que un recuerdo platónico y apenas se hace mención a sus inicios, acaso dispositivo en «Archie» para hacer desfilar grandes nombres de los años dorados de Hollywood. También, como no podía ser de otra manera, vemos a Grant como el único actor capaz de hablarle de tú a tú a Hitchcock y replicarle, habiéndose ganado su respeto; y ello no es menester para que la mini-serie también nos deje verle junto a Grace Kelly, ya exiliada en el lujo monegasco, y que le espeta lo que bien podría ser la tesis de la serie: «Todo es maravilloso contigo hasta que te vas a la cama», le reprocha.
Grant, que solía cenar religiosamente en su cama, vivía encorvado para parecer menos amenazante y tonteó con la tanorexia al final de sus días, queda retratado en «Archie» como un intérprete perdido en el papel de su propia vida, un hombre marcado por una infancia atroz que, sin embargo, jamás lo pagó con el mundo. Y es que en cierto sentido, la mini-serie que estrena ahora Filmin viene a resumir lo que durante años han contado biógrafos como Scott Eyman en «Cary Grant: un disfraz brillante» (Simon & Schuster) o Marc Eliot en la enciclopédica «Cary Grant. La biografía» (Lumen). El hombre, el galán, el bisexual reprimido, el adicto al LSD en dosis bajas y a la luz del sol convivían con uno de esos talentos que se dan de década en década y que no solo acaban definiendo el cine, sino también el canon por el que se mide al hombre, más allá de sus apellidos.