Barbet Schroeder acaba con el mal
El director presenta «El venerable W», un documental sobre la relación entre el devenir de la historia y los discursos del odio en una jornada en que una falsa alarma obligó evacuar el palacio donde se celebra el festival de Cannes
El director presenta «El venerable W», un documental sobre la relación entre el devenir de la historia y los discursos del odio.
¿Qué diferencia hay entre un troglodita y un artista de la «performance»? En la escena más memorable de «The Square», del sueco Ruben Östlund, ninguna: descontextualizando la imagen de la masculinidad más descarnada y primitiva, y colocándola en el envarado corazón de una gala benéfica con la flor y nata de la alta burguesía de Estocolmo, lo que empieza como un juego provocativo acaba acorralando a la falta de empatía y solidaridad del mundo en que vivimos de forma tan violenta como reveladora. Sí, vivimos en una civilización salvaje, y estamos tremendamente solos.
«The Square», que ayer se presentó en Cannes con división de opiniones, nació como instalación artística hace tres años, como un cuadrado de neón clavado en el suelo en pleno espacio público, «un santuario de confianza y comprensión» dentro de los límites del cual podemos encontrar el apoyo moral que necesitamos. Ese cuadrado bien podría ser el rectángulo de una pantalla de cine, aunque Ruben Östlund es más bien un misántropo, y lo que encierra el encuadre es el puntilloso retrato de un cretino, Christian (magnífico Claes Bang), comisario jefe de un museo de arte moderno que se pasa la película intentando enmascarar su hipócrita cobardía.
En cada escena de la película irrumpe un elemento discordante, que desestabiliza sistemáticamente el registro de lo cotidiano. El robo de un móvil, las luces automáticas del pasillo de un edificio, un bebé berreando, un enfermo con el síndrome de Tourette, un condón recién usado, un chimpancé... Es fascinante el modo en que Östlund, maestro de la comedia de la humillación, tensa el tempo de cada secuencia, aunque, por acumulación, las ideas que maneja –la responsabilidad moral que implica la libertad de expresión, el linchamiento mediático, la indiferencia mutua entre las clases privilegiadas y las desfavorecidas, los vacíos discursos del arte contemporáneo, la relación entre el poder y el deseo, la crisis de la masculinidad en tiempos metrosexuales– son tantas que desbordan la película. Como en la excelente «Fuerza mayor», nunca sabes qué ocurrirá a cada cambio de plano. Lo malo es que, aquí, cada corte significa la apertura de una puerta que Östlund se verá obligado a cerrar de golpe, y al final la atmósfera se hace un tanto irrespirable.
Si «The Square» es humanista por defecto, «100 Battements par minute» lo es en el sentido clásico del término. Robin Campillo aplica los métodos aprendidos en «La clase», en la que colaboró en el guion con Laurent Cantet, en la crónica del activismo político de la organización Act Up a favor de las víctimas del SIDA en los años del presidente Miterrand. Las escenas asamblearias se desarrollan con la minuciosidad naturalista con que asistíamos a la vida en el aula de un instituto, con la diferencia de que aquella espontaneidad parecía desplegarse en directo mientras que aquí todo ocurre en diferido, como una crónica informativa pregrabada, constreñida por hechos y acciones a los que Campillo, que habla con conocimiento de causa (él fue uno de esos activistas), quiere ser fiel a toda costa. La película alza el vuelo cuando se despega de la lucha contra la industria farmacéutica y la inerte política de prevención del gobierno francés de la época, y se centra en la historia de amor entre dos miembros del Act-Up, una relación que encarna con modélica ternura los efectos de la enfermedad a escala íntima.
Fuera de concurso, Barbet Schroeder completa su Trilogía del Mal –iniciada en 1976 con «General Idi Amin Dada» y ampliada en 2007 con «El abogado del terror»– con el documental «El venerable W», retrato del monje budista Wirathu, que ha difundido la islamofobia como credo inapelable en un país, Birmania, que solo tiene el cinco por ciento de población musulmana. A Schroeder le fascinan las relaciones entre el Mal y el devenir de la Historia, y Wirathu representa una paradoja que no puede despertar más su curiosidad: si el budismo es, por tradición milenaria, la religión pacífica por excelencia, ¿cómo es posible que haya generado semejante ola de terror contra los creyentes en el Corán?
Schroeder se ve obligado a explicarnos, acaso con un tono demasiado didáctico, la convulsa historia de Birmania, sometida desde su independencia en 1962 a una rígida dictadura militar, lo que hace que el documental se parezca demasiado a un reportaje televisivo. No ayuda que Wirathu no tenga el carisma de Idi Amin Dada y Jacques Verges: como entrevistado, su alergia a los excesos es poco cinematográfica. Aunque su capacidad para alentar el odio racial confirma, por un lado, el auge de los nacionalismos en la aldea global, y por otro, que cualquiera puede convertirse en verdugo en nombre de una fe mal digerida.