Ana Diosdado: los ochenta fueron suyos
Su vida está ligada al teatro (se subió a uno a los 5 años) y la televisión, como actriz y como escritora. Éxitos como «Olvida los tambores» o «Anillos de oro» le dieron la fama y el favor del público.
Con sólo cinco años se subió por primera vez a un escenario, interpretando un pequeñísimo papel en la «Mariana Pineda» que protagonizaba en aquel tiempo su madrina, la mítica actriz Margarita Xirgu. En 1950, tras el divorcio de sus padres –los actores Enrique Diosdado e Isabel Gisbert, que estaban exiliados en Argentina–, salía del país que la vio nacer para no regresar ya nunca más a él, e iniciar, en una España que entonces se apareció «tristísima» a sus ojos de niña, la exitosa carrera como intérprete y escritora por la que ya será recordada.
Primero fue la novela
Aunque en los primeros años 60 aún aparecía en el reparto de algún importante montaje teatral, como el de «Los fantasmas de mi cerebro» –en el que compartía cartel, bajo la dirección de su padre, con la segunda mujer de éste, la gran Amalia de la Torre–, lo cierto es que sus tempranas inquietudes literarias ya habían empezado a ganar terreno a su heredado oficio de actriz. Así, en 1965 publica su primera novela, «En cualquier lugar, no importa cuándo», una obra en la que ya se podía atisbar, según la crítica de la época, a una «autora de acusado temperamento y aguda intuición». Su labor como novelista, a pesar de ser menos recordada por el gran público, no dejó por ello de ser fecunda.
No obstante, a partir de estos inicios, su labor creativa se fue extendiendo a la dramaturgia y al guion televisivo, y con ella también su fama. En 1970 estrena su primera obra dramática, titulada «Olvida los tambores», donde ya pueden advertirse algunas de sus preocupaciones fundamentales como autora: los sueños de juventud, el miedo a tomar las riendas en la vida y el tiempo como apisonadora inclemente de las aspiraciones más inocentes. A esta siguieron «El okapi» (1970), «Usted también puede disfrutar de ella» (1973) –obra con la que la propia Diosdado se sentía bastante satisfecha– o «Y de cachemira, chales» (1976). Fue la decáda de los 80 en realidad la más gloriosa para ella, merced sobre todo a su incursión en la todopoderosa televisión. Tras la hoy no muy recordada serie «Juan y Manuela» –que ella escribió y coprotagonizó junto a Jaime Blanch–, llegaría en 1983 la archipopular «Anillos de oro», de nuevo con un guión suyo que protagonizó en esta ocasión junto a Imanol Arias a las órdenes de Pedro Masó.
La serie, uno de los éxitos históricos de TVE, se convirtió de inmediato en un reflejo de las preocupaciones sociales del momento y servía, en cierto modo, para que en los hogares se abrieran debates familiares en torno a algunos asuntos que en aquel tiempo aún no eran bien entendidos, como la homosexualidad o el divorcio. La televisión pública quiso estirar más el chicle de aquel «pelotazo» y repitió la formula en 1886, con la misma autora-protagonista, el mismo director y cambiando los despachos de abogados por las aulas. El resultado se llamó «Segunda enseñanza» y, aunque la serie no alcanzó las cotas de pantalla de su predecesora, sirvió para asentar a Ana Diosdado en ese pedestal de la fama del que prácticamente ya nunca se bajaría.
Ilusiones y frustraciones
En los escenarios, por su parte, triunfaba inmediatamente después estrenando «Los ochenta son nuestros», obra generacional que ha sido llevada una y otra vez a los escenarios desde 1988, hasta el último montaje que dirigió Antonio del Real en 2010. De nuevo las ilusiones y las frustraciones de un grupo de jóvenes sirvieron en esta ocasión a la autora para hacer todo un retrato generacional en el que muchos espectadores se vieron fielmente reflejados. Si bien es cierto que el tiempo ha castigado a esta pieza, excesivamente ligada en sus planteamientos a la situación de la juventud en un momento histórico muy concreto, no lo es menos que la obra cuajó, y de qué manera, en un público que aplaudió enfrebecido ese maridaje que tanto gustaba a la escritora entre la angustia del individuo a la hora de afrontar su propia vida y el asfixiante entorno social en el que ha de desenvolverse.
Después llegarían los 90 y, como en los argumentos de buena parte de sus obras, la serenidad y cierto poso de melancólica ironía fueron cobrando más fuerza que el barullo y la ilusión juvenil. Siguió así dando a luz obras tan interesantes como «Cristal de bohemia», «La imagen del espejo» o «Harira», que no llegaron a tener la repercusión de sus trabajos en los 80, pero que la consagraron como una autora de un muy fino equilibrio para tratar los asuntos de su tiempo, y que sabía bascular, con un peculiar estilo casi procedente de la alta comedia, entre la amable y ligera crítica y el retrato escéptico del mundo en que vivió.