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Sorrentino celebra su «habemus papam»

El director de «La gran belleza» brilla en Venecia con los dos primeros capítulos de su miniserie «El joven Papa»,
larazon
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Protagonizada por Jude Law y con reparto internacional que incluye a Diane Keaton, Javier Cámara o Silvio Orlando, la serie consta de 10 capítulos.
Ayer el cielo anunciaba escándalo, aunque luego acabó por no llover. Paolo Sorrentino aterrizaba en Venecia con sus dos magníficos primeros capítulos de «The Young Pope», miniserie de diez horas que se podrá ver en España próximamente. La Mostra, tan acostumbrada a que el Vaticano se sulfure por alguno de sus sacrilegios (y si no que se lo digan a Pasolini y a Scorsese), estaba de lo más animada con la positivísima reacción de la Prensa. A saber qué pensarán en la Santa Sede de la historia de Lenny Belardo, el inventado para la ocasión Pío XIII, el primer Papa americano. «Lo que piensen es su problema, no el mío. Si tienen la paciencia de ver la serie entera, verán que está hecha sin prejuicios, con honestidad y curiosidad», afirmó Sorrentino. «Mi intención era únicamente indagar en las contradicciones y dificultades de algo tan fascinante como el clero. Al fin y al cabo, el Papa no deja de ser un cura muy especial». Amén.
La primera imagen de «El joven Papa» sirve como diáfana declaración de principios: de entre una montaña de cuerpos de recién nacidos aparece la figura de Pio XIII, dispuesto a soltar una primera homilía –¡Viva la masturbación!, ¡Adelante con el aborto!– que levantará ampollas entre los creyentes que le escuchan estupefactos. Es una imagen de pesadilla que define lo siniestro del personaje, al que Jude Law, en su mejor trabajo hasta la fecha, le da una entidad entre enigmática y prepotente. Estamos muy cerca de la agresividad satírica de «Il Divo», el corrosivo retrato que Sorrentino hizo de Giulio Andreotti, aunque en aquel caso todos sabíamos que el susodicho era un Maquiavelo declarado y aquí el margen para la licencia poética es más amplio. Se trata, en todo caso, de dibujar, con malintencionada brillantez, un signo de interrogación con la tinta del poder absoluto, y decorarlo con mil y un detalles que enriquecen al misterio: su adicción a la Cherry Coke y al tabaco («lo sacamos de Ratzinger, que también fumaba», admitió Sorrentino), su abierta hostilidad hacia la gente amable, su homófobo conservadurismo, su obsesión por la invisibilidad, por convertirse en una sombra ante la multitud, por ser el Salinger de la era pontificia.
Pío XIII se define como sabio, irascible, intransigente y con una memoria prodigiosa. Cualquier parecido con el Papa Francisco es pura coincidencia. «Es lo opuesto a él, lo que no quiere decir que sea una figura del pasado, porque la Iglesia no es liberal, tiene sus propias reglas, y nada te asegura que después de un Papa progresista no vendrá uno tradicional», declaró Sorrentino. El cineasta italiano se divierte de lo lindo imaginando los protocolos de ese universo hermético y desconocido para los mortales, en especial en lo que se refiere a sus intrigas palaciegas: las interacciones del Papa con el Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Voiello interpretado por un excelente Silvio Orlando, y con su mano derecha, la monja que le crió en un orfanato (Diane Keaton), son memorables.

Un trauma a cuestas

En cierto modo, este Papa «bigger than life», despótico pero con un trauma del pasado que le acosa, cumple con el arquetipo del antihéroe de la nueva ficción televisiva americana, un Tony Soprano o un Don Draper vestido de blanco hábito. Pero Sorrentino, dice, no ha realizado una serie de televisión. «Es una película de diez horas y como tal la he tratado. He tenido que hacer, claro, algunas concesiones, como son los intermedios entre capítulo y capítulo», reconoció. «Una de las cosas que menos me gustan de las series que todos adoramos es que están demasiado centradas en el relato, en la trama. Por eso tendemos a olvidarlas pronto. No tienen el impacto visual y emocional de una película». Y lo cierto es que la narración fragmentada, convulsa pero de enorme fluidez, de «El joven Papa», obedece a los patrones expuestos en «La gran belleza», así como su suntuosa puesta en escena.
Propenso al escándalo servido en frío, en plano fijo y risa nerviosa, Ulrich Seidl se va de «Safari» filmando a unos cuantos aficionados europeos a la caza de animales salvajes en África. El documental, presentado fuera de concurso, es una prolongación del discurso sobre el colonialismo de «Paraíso: Amor», aunque resulta menos estimulante que su anterior excursión por los sótanos austríacos, presentada en la Mostra de hace dos años. Tal vez porque su muestra de laboratorio está demasiado acotada, tal vez porque Seidl abandona el inquietante estatismo de sus planos obligado por la filmación «in situ» de la caza, en «Safari» le cuesta enfocar sus dardos. La diana se nos antoja demasiado fácil, y sólo cuando se entrega a la crueldad cotidiana que define la vida de los autóctonos –el largo, minucioso desollamiento de una jirafa o el acto de rebañar los huesos de los animales que han ayudado a cazar– la película adquiere la atmósfera perturbadora que esperamos del cine de Seidl.
«Brimstone», de Martin Koolhoven, llegaba a la competición precedida de la controversia que ha causado la violencia explícita de sus imágenes en Holanda. Imaginen un «western» transformado en «psycho-thriller» próximo al «torture porn» con un moroso toque «arty». En realidad, lo que pretende hacer Koolhoven es su retorcida versión de «La noche del cazador», con Guy Pearce como hijo bastardo de Robert Mitchum y Dakota Fanning como fotocopia de Lillian Gish en busca de un Griffith que la filme como se merece. Eso sí, el deslumbrante lirismo de la obra maestra de Charles Laughton brilla por su ausencia, y se deja sustituir por latigazos, lenguas cortadas e intestinos gruesos como collares de perlas, una ceremonia de un sadismo irrelevante que parece mucho más de lo que es (algún atrevido podría afirmar que estamos ante una película feminista), gracias a sus estrategias narrativas (relato invertido y capitular) y a su extenso, innecesario metraje. Parece que tendremos que esperar a «La región salvaje», del mexicano Amat Escalante, para catar lo que es un auténtico escándalo.