«Toro»: Planeta España
Director: Kike Maíllo. Guión: Rafael Cobos y Fernando Navarro. Intérpretes: Mario Casas, Luis Tosar, José Sacristán, Ingrid García-Jonsson. España, 2016 Duración: 110 minutos. Thriller.
«España es un país de malos hermanos», afirma, con voz sentenciosa, Romano (tenebroso José Sacristán), el «capo» mafioso de este excéntrico thriller. Su título, «Toro», que coincide con el apodo del protagonista (eficaz Mario Casas), y la aparición fugaz del gigante distintivo de Osborne hacen pensar que el segundo largo de Kike Maíllo pretende pintar un fresco del lado más oscuro de nuestro país, en la línea de éxitos recientes como «El Niño» o «La isla mínima». Uno de los hallazgos más llamativos de «Toro» es el desfase entre los escenarios en que se desarrolla (puertos y playas desoladas, restaurantes chinos y salas de fiestas que imitan a clubes de Las Vegas preapocalípticos, edificios de cemento armado diseñados por el primo hermano de J.G. Ballard) y el momento en que transcurre la trama (la actualidad). Es una manera inteligente y vistosa de vincular la España de la Transición y la del desgobierno, proyectando la una en la otra, señalando que el legado del franquismo aún nos persigue como un fantasma que se resiste a desvanecerse. Localizaciones y dirección artística nos hablan de España como otro planeta que está en éste: atemporal en su adicción a los trapos sucios, anacrónico en sus tradiciones, extraterrestre en sus deudas con la filiación y la sangre. Algo así como la Nápoles de «Gomorra», pero con saetas de Semana Santa. El prólogo, excelente, nos prepara para un relato trágico, de tintes tan euripidescos como shakesperianos. En cinco minutos las cartas están echadas: Saturno devorando a sus hijos, traición entre hermanos y la Parca acechando a la vuelta de la esquina. Desafortunadamente, el esqueleto argumental de la película se revela mucho más arquetípico de lo que promete. Para entendernos, estamos más cerca de «Drive» que de «La noche es nuestra», aunque la película de Maíllo carece de la austera consistencia de la de Winding Refn. A veces, la ilógica del relato juega en su contra, como si los guionistas creyeran que la fuerza del «fatum» griego, aquí invocado a través del oráculo tarotista, fuera suficiente para justificar su deriva; en otras ocasiones, son sus extravagancias periféricas –por ejemplo, esa decorativa obsesión del villano por las vírgenes lloronas– las que dan singularidad, en su vertiente más «kitsch» y delirante, a una película tan extraña como presa de sus modelos.