Gran estreno
El cuento congelado de "Turandot" vuelve al Teatro Real
En esta producción de Bob Wilson, el regista norteamericano huye de la realidad y nos pinta un mundo cuajado de hermosas imágenes congeladas, movimientos geométricos y actitudes pétreas
Tras aquellas ya lejanas representaciones de 2018 ha vuelto al Real esta producción de Bob Wilson, que repite permanentemente sus modos, sus métodos, sus concepciones. En esta ocasión hemos encontrado las mismas carencias, defectos y virtudes de hace años. En esta coproducción con la Canadian Opera Company de Toronto, el Teatro Nacional de Lituania y la Houston Grand Opera, fiel a su estilo, el regista norteamericano huye de la realidad y nos pinta un mundo cuajado de hermosas imágenes congeladas, de movimientos geométricos, de actitudes pétreas, esfíngeas.
Un antinaturalismo radical, extremo, una pintura bellamente cincelada a base de paneles corredizos, de un pormenorizado estudio de la luz, sabiamente manejada, de fondos monocolor, en los que, como elemento habitual, no falta la gran luna roja. Los solistas, coros y figurantes no guardan actitudes que podríamos considerar “normales”, miran siempre hacia el espectador, no dialogan entre sí y adoptan posturas y gesticulan a impulsos bien estudiados. Se mueven de atrás adelante como autómatas luciendo, eso sí, un vestuario fantasioso y estilizado, inspirado en la imaginería lacada de las antiguas dinastías.
“Turandot”, como pregona Wilson, y tiene razón, es un cuento de hadas y no tiene mucho sentido representarla en forma naturalista. Pero sí ha de hacerse de modo fantasioso y no tanto en un idioma de imágenes quietas y un movimiento de características geométricas. A veces, esa disposición frontal, ese ajetreo de mecano, esos aspavientos irreales, heladores –ejemplo: muerte de Liù: de pie, la cabeza inclinada, los brazos en ángulo- terminen por cansarnos en espera de que en algún momento el drama, que aletea a lo largo de toda la obra, la emoción que ha de desprenderse del amor inefable de la joven hacia Calaf, la tragedia que amenaza a éste si no acierta a resolver los enigmas, las contradicciones de Turandot, la inquietud del anciano Timur, las reacciones del pueblo haya que imaginárselos.
La dramaturgia resulta por todo ello fosilizada, inane, inexpresiva. Wilson, no sabemos si inteligentemente, intenta hallar la solución para dar vida interna al cuadro marcando un muy vivo contraste entre toda esa parafernalia y la intervención de los tres mimos, los ministros, los bufones y escépticos cronistas de lo que sucede, Ping, Pang y Pong, que aquí son auténticos y movedizos payasos que no paran de hacer cucamonas, saltitos, posturas absurdas. Una exageración que lastra una representación que Wilson plantea huyendo del tópico operístico; y cae, creemos, buscando ese antitópico, en lo contrario: en el tópico de la rigidez, del antiteatro. Aunque hubo soluciones teatrales válidas, sugerencias interesantes, propuestas novedosas, como esa brillante aparición de Turandot o como ese cisne sobrevolando la escena, el estilizado bosque en el que parece atrapado Calaf, los trajes blancos de éste, Liù y Timur…
La frialdad de la puesta en escena contrastó y eso estuvo muy bien, con la fogosa, musculada, bien orientada y perfilada dirección musical de Nicola Luisotti, que supo también buscar momentos de ensimismamiento y encontrar trazos delicados a la hora de subrayar acentos, modelar intervenciones corales y respetar la línea vocal. Buen concertador que tuvo a su disposición a unos conjuntos en buena forma, atentos a sus órdenes. La tan compleja secuencia de los enigmas, con la que se cierra el segundo acto, fue bastante bien planificada. Aunque teatralmente resultara más bien ridícula.
Tuvimos en esta primera representación un buen plantel de voces. Turandot estuvo en la garganta de Anna Pirozzi, una spinto arrostrada, de buena coloración, centro anchuroso, timbrado, agreste, bien redondeado, y agudo percutivo y fulgurante. Cantó con propiedad su “In questa reggia”. Calaf fue Jorge de León, tenor valiente, fustigante, brioso, sólido y contundente. Lo hemos encontrado algo cansado con agudos esforzados y cupos, no tan bien proyectados como otras veces. Vibrato excesivo y escasos pianos. Valiente como es su costumbre. Alcanzó un buen Si natural agudo en el final de “Nessun dorma”.
Exquisita la Liù de Salome Jicia, lírica fina, fácil en el apianamento y en el filado. Correcto el bajo lírico que es Adam Palka. Muy bien los tres mimos, Germán Olvera, Moisés Marín y Mikel Atxalandabaso. Precisos y musicales a pesar de las cucamonas a las que estaban obligados. En su sitio Esteve como Emperador y Bullón como Mandarín (siempre en un cometido inferior a su calidad).
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