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De Demóstenes a Cicerón: lo que Sánchez y Feijóo tienen que aprender para otro cara a cara

Las claves dialécticas utilizadas para persuadir por parte de los futuros dirigentes siguen siendo casi idénticas a las de hace 25 siglos
Lecciones de Cicerón para los políticos de hoy
Lecciones de Cicerón para los políticos de hoylarazon

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No se ha hablado de otra cosa que del debate de los candidatos de ayer a ocupar el poder ejecutivo. La persuasión por la palabra y el gesto para defender las propias posturas y desmontar las del contrario es fundamental en el debate de nuestras democracias modernas. Pero hay una técnica con las recetas fundamentales para ello que se inventó hace siglos y que nos da las claves para la defensa de los argumentos, la disposición y orden de estos, su adorno –con frases llamativas para que se recuerden–, los trucos para organizar el discurso y, finalmente, la mejor y más efectiva manera de comunicarlo, según nuestro auditorio, mediante la voz, los gestos, las manos, la entonación, etc. Este arte es lo que los antiguos llamaron «retórica», pese a que hoy nos empeñamos en denominarlo con expresiones copiadas del mundo anglosajón como «comunicación política», «storytelling», «copywriting», «coaching», etc.
Si la retórica es la teoría que nos da estas claves –como hace Aristóteles–, su vertiente práctica es la «oratoria», de la que también tenemos numerosos testimonios de la antigüedad, desde Demóstenes a Cicerón. ¿Pero qué tienen que ver esos autores clásicos con los candidatos que aparecieron en televisión pidiendo el voto? Pues bien, su entrenamiento básico sigue las bases que sentaron los maestros grecolatinos, cuyos manuales siguen siendo los más vendidos y usados por los asesores de nuestros gobernantes, desde Trump a Pedro Sánchez. Y es que las normas elementales para persuadir no han cambiado desde hace 25 siglos, cuando se creó la técnica retórica en la Grecia clásica. Desconfíen, pues, de cualquier libro de autoayuda sobre «Cómo hablar en público» y sigan frecuentando, como hacen los políticos, las retóricas de Aristóteles o Quintiliano.
¿Y cómo empezó todo? La retórica griega se ve incipiente ya en época arcaica desde los poemas de Homero. En ellos no hay reyes absolutistas decidiendo, sino que todo se dirime en asambleas de guerreros en las que cada jefe tiene que persuadir a los demás y al «primus inter pares», Agamenón, para tomar la mejor decisión. Aunque sin duda fue el surgimiento de la democracia, con las diversas reformas atenienses que se suceden en el siglo VI a. C. culminando con la de Clístenes del 507, lo que marca la necesidad de tomar la palabra en público continuamente. Piensen que aquellas asambleas estaban compuestas en general por miles de personas y allí había que defender proyectos de ley y medidas concretas que tomar. Persuadir a grandes auditorios y convencerles fue una necesidad desde el origen de la democracia si tenemos en cuenta, además, que la judicatura se organizaba en tribunales también multitudinarios, como el que más tarde condenaría Sócrates. Por ello el estudio «demoscópico» –en qué estarían de acuerdo los oyentes, qué rechazarían– era fundamental para alzarse con la victoria, representando una postura moderada y común a una mayoría. Muy pronto se hizo necesario contar con manuales que enseñaran a persuadir al público, tanto a los políticos en la asamblea como a los particulares ante la justicia.
Cuenta la leyenda que el nacimiento de la retórica tuvo mucho que ver con el establecimiento de la democracia en Sicilia en el 467 a.C. Los tiranos anteriores habían expropiado multitud de tierras y cuando fueron expulsados se iniciaron pleitos sin fin por su titularidad. Entonces se compone el primer manual para enseñar la retórica. Poco después, los grandes maestros de retórica y oratoria desembarcan en Atenas, la democracia más poderosa y populosa de la época, y fundan sus escuelas, donde aprenden los hijos de las mejores familias, que descollarán en la asamblea pública, la «ekklesia». Algunos maestros de gran éxito, los sofistas, se jactaban de poder convencer de cualquier cosa, independientemente de criterios de verdad y justicia. Y a fe que lo conseguían. Sofistas como el siciliano Gorgias o Protágoras, oriundo de Abdera, crearon una generación de políticos de verbo fácil y arrollador, como Pericles o Alcibíades, que serán claves en el poderío de Atenas, pero también el comienzo de su declive, cuando la democracia empiece a infectarse con el virus de la demagogia. Luego los retóricos posteriores, sobre todo los romanos, criticarán la falta de perspectiva moral y el excesivo relativismo de la retórica sofística. Como pensarían Platón o Cicerón, el mejor político es el que cree realmente en la verdad de sus ideas, algo muy actual ahora que regresa con el debate público qué es mentira y qué la verdad. El orador más efectivo, con un discurso perfecto, sería un «vir bonus dicendi peritus», con una credibilidad basada en que la mayoría crea en su calidad moral. Pero estamos muy lejos de ese ideal ayer como hoy si pensamos en el debate político romano y en lo que se experimentó ayer en la pantalla.
Tenemos la suerte de contar, además, con multitud de discursos, si no perfectos, sí muy cercanos a ello (Lisias, Cicerón o Demóstenes), aparte de las recetas de la persuasión clásica que escriben Aristóteles y Quintiliano, con la mejor guía para cualquier político. Hay tres elementos fundamentales para el éxito del orador que se denominan con las palabras griegas «ethos, logos, pathos». De ellas, solamente el «logos» apela a los elementos racionales y los tratadistas de retórica recomiendan situarlo en el medio de nuestra intervención. El «logos» son los datos, pruebas, evidencias, estadísticas. Pero es acaso lo menos importante para persuadir. En segundo lugar está el «ethos», importantísimo elemento que hay que cuidar en la primera parte de la intervención del orador: sirve para establecer empatía con el público, hacer al político creíble y digno de confianza. Es el momento de introducir el discurso con anécdotas, de abrir nuestro corazón, de mostrar las manos abiertas o la mirada a cámara, de contar algo personal que acerque al orador a su público para que se le considere «uno de los nuestros».
En último lugar está el «pathos», tercer elemento de la triada, que implica la pura emoción: el político debe tener claro cuál quiere suscitar en el auditorio, si es el miedo, la ira, la venganza, la compasión, con entonación y palabras. Solo una, o acaso dos emociones fuertes, en cada intervención para que se movilice la psicología de la mayoría y se ponga punto final a nuestras palabras. La retórica clásica funciona con la magia del tres. Hay estos tres elementos –«ethos», «logos», «pathos»– que se intercalan en tres partes de cualquier intervención –«exordium», «narratio-argumentatio»-«peroratio»–, es decir, una introducción al tema para hacer creíble al orador una parte central con la narración (todo discurso es relato) y la argumentación (parte lógica con las pruebas, las refutaciones del adversario, etc.), y una última parte, peroración o recapitulación, con las conclusiones en la que se recalca, se repite y se apela al corazón. Pero para ponerse a componer el discurso recomienda seguir tres grandes operaciones –«inventio», «dispositio», «elocutio»– a las que se suman otras más «performativas» («memoria» y «actio»). Lo primero es cómo conseguir argumentos, con la «inventio» («heuresis» en griego), encontrar argumentos sobre toda la base del «logos», lugares propios, comunes, datos, pruebas, estadísticas, etc., acerca del tema en cuestión con ataques a los argumentos del contrario. En segundo lugar, cómo ordenar esos argumentos con la «dispositio» (en griego, «taxis»), para colocarlos en las mencionadas tres partes de la intervención –la segunda subdividida– y hacerlas más efectivas con vistas a la persuasión racional e irracional. En tercero está la «elocutio» (en griego, «lexis»), que es la manera de adornar el discurso con todo tipo de figuras estilísticas, sobre todo, repeticiones: hay que buscar algunas frases fuertes con metáforas, rimas internas, anáforas o epíforas, estructuras trimembres («puedo prometer y prometo», «yes, we can», «take back control», «sangre, sudor y lágrimas») que repetir en lugares clave para que los oyentes se queden con los argumentos básicos. Es el momento de tropos y florituras.
La cuarta y quinta operaciones ya no pertenecen a la escritura del discurso, sino a la manera en la que nos preparamos para afrontarlo: cómo usar la memoria para que no haya que leer y cómo reproducir el discurso, tal y como lo hemos concebido, con control del cuerpo, el tiempo y el espacio, y qué gestos realizar y cuáles evitar para transmitir credibilidad, empatía, seguridad, certeza y confianza. Es curioso, porque estas reglas, que llevan tantos siglos en marcha y que tienen tan interiorizadas los asesores de los candidatos, se podrían conocer más en nuestra sociedad si atendiéramos en mayor medida a nuestros clásicos, en situación calamitosa en secundaria y complicada en universidad. Ahora estamos intentando promocionarlos por un nuevo cauce, la Sociedad Española de Retórica. Se trata de una materia fundamental para una ciudadanía informada y democrática, como quisieron los inventores de la cosa allá por el siglo V a.C.