Antínoo: un amor divinizado por las lágrimas de Adriano
En «Antínoo. El último dios», los historiadores del arte especialistas en el mundo romano Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba, rescatan la apasionante y melancólica historia entre el emperador romano y este hermoso efebo convertido en dios
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El 22 de octubre del año 130, acaso justo el día de la fiesta que conmemoraba la muerte y resurrección del gran dios Osiris, el emperador Adriano y su séquito, entre el que destacaba su favorito Antínoo, estaban surcando el Nilo en uno de sus muchos viajes por el oriente del Imperio. Tras una parada en Hermópolis, la ciudad de Hermes-Thoth, el bello Antínoo se precipitó misteriosamente en las aguas del río, muriendo ahogado a los 19 años de edad. No sabemos nada a ciencia cierta de las razones de este salto, al vacío de la eternidad, por parte del hermoso efebo que era el “erómenos” o amado del emperador filoheleno.
Se especula con un suicidio, quizá por cumplir una edad peligrosa para la relación o quizá animado por un augurio que vinculaba su sacrificio a la salud de Adriano. Recordamos las palabras de Antonio García Bellido, maestro de todos en arte griego y romano: “la melancolía de Antínoo es una melancolía carente de orillas, privada de asideros. Es la melancolía patológica del desequilibrado. Podría decirse que sus imágenes lo figuran precisamente en la trágica crisis obsesiva que ha de arrastrarlo, que ha de empujarlo a las profundas simas del no-ser, a la definitiva liberación por el suicidio”. Pero acaso no fuera un suicidio, sino que Antinoo hubiera sido, por así decir, empujado a ese salto postrero de “tuffatore” al más allá. En todo caso, nos encontramos ante un precioso enigma que ha hecho correr ríos de tinta, nunca mejor dicho a partir del gran río egipcio, en la historia de la cultura.
Llora Adriano, el emperador viajero que había recorrido las provincias orientales de su imperio, con especial devoción por Atenas, que tanto embelleció, el Oriente helenizado y el viejo y fastuoso país del Nilo. Llora Adriano ante el cadáver de su amado y toma una decisión que marcaría la historia del arte para siempre. Quizá el emperador quisiera hacer suya la idea platónica, esbozada en el “Simposio” de que el amor diviniza, haciéndose eco de las tendencias medio platónicas que empezaban a convertirse en la vulgata ideológica de aquel espléndido siglo II. Que el amor hace dioses lo sabíamos desde siempre. Pero es un caso único en la historia el de Antínoo que aquel sintagma se cumpliera a fuer de literal. En efecto, después de la muerte de su amado, Adriano lo divinizó, para sorpresa e incluso escándalo de las generaciones venideras, como recuerda hermosamente Marguerite Yourcenar en sus imprescindibles “Memorias de Adriano”. Antínoo se convierte en dios porque el emperador dispuso que se le venerase con templos y estatuas, ordenando un programa iconográfico y cultual de primer orden que empieza en la ciudad que mandó fundar con su nombre, Antinópolis, a orillas del Nilo.
"La de Antínoo es una melancolía carente de orillas, privada de asideros"Antonio García Bellido
Así, el joven se tornó una nueva estrella del Olimpo romano. Solo hay que pensar en la cantidad y calidad de las estatuas, bustos, medallones y monedas con la imagen del joven al que, no por casualidad, llaman “el último dios” los autores de una reciente monografía, espléndida y espléndidamente ilustrada, que nos recuerda la importancia de este amor divino por los siglos venideros. Marta Carrasco Ferrer y Miguel Ángel Elvira Barba, conocidos historiadores del arte especialistas en el mundo romano, estudian sistemáticamente las imágenes del joven bitinio no sin antes esbozar su siempre fascinante historia y leyenda.
Para hacernos una idea del calibre del amor divino que profesó Adriano por Antínoo solo hay que tener en cuenta un dato impresionante, que el joven es la tercera persona de la antigüedad más representada en las estatuas, detrás, por cierto, de los “optimi principes” Trajano y Adriano. Su efigie, en diversas adaptaciones, invadió el mundo antiguo a partir del siglo II y tuvo unos ecos inconmensurables en la historia de las ideas estéticas. Los principales museos del mundo, el Prado, los Uffizi, el Louvre, las galerías alemanas, Atenas y muchos más, atesoran sus hermosas representaciones. “Antinoo. El último dios” (Sindéresis) casi se puede leer de forma novelesca a la par que las “Memorias” de Yourcenar.
Su primera parte, bajo el sugerente título de “Una vida efímera e inmortal”, pasa revista a los datos históricos y a lo que sabemos del amor del emperador y el joven bitinio, desde el deslumbramiento del primer encuentro en Oriente, los viajes en el séquito del emperador, hasta la llegada a Egipto, que precipitaría el final triste y a la vez sublime. Antínoo fue heroizado o divinizado, a imagen de lo que había ocurrido antes con otro gran amado, Hefestión, el “erómenos” de Alejandro Magno, en una herencia cultural que viene de la antigüedad, del antiguo amor entre el maestro y el discípulo, de raigambre no solo filosófica, en Platón, sino también literaria, como en el caso de la leyenda troyana de Aquiles y Patroclo. Así hay que comprender parte de la relación evocadora de Adriano y Antínoo, en la mímesis mitómana que complementa la realidad.
En la posteridad, sobre todo, a partir del cristianismo, parecería un escándalo, pues entonces ya el amor divinizado era muy otro, matizado con la mística de la nueva religión. Pero no olvidemos lo que el antiguo paganismo grecorromano veía en este tipo de relación, la “Afrodita Urania” o celeste, ejemplo de amor sublime en el “Banquete” platónico, y en la escala mística que Diotima enseña a Sócrates. Los años que Adriano sobrevivió a Antínoo fueron los años de nacimiento de su mitología, con el culto exaltado que le dedicó a lo largo y ancho del imperio, desde Grecia y Asia Menor, lugar natal de Antínoo, a Occidente, con el magnífico ejemplo de la Villa de Adriano en Tívoli.
En una segunda parte, titulada “Más de cien retratos ideales”, Carrasco y Elvira exploran y comentan en detalle los muchos retratos del joven, siguiendo las vías de Winckelmann o Hekler, entre otros historiadores del arte. En pos de una búsqueda del ideal transitan los muchos retratos e imágenes de culto de Antínoo a partir de un “tipo principal” o “Urantinoos”, que se va deslindando en tipos secundarios. Todo parte de una estatua de cuerpo entero de un artista anónimo que seguramente sedujo a Adriano: es una imagen de formas apolíneas, pero más carnales, denotando una fusión interesante con el dionisismo. Luego se pasa a los bustos del modelo canónico, que van avanzando a lo largo y ancho del imperio. La evolución de Antínoo me parece, en la historia de las ideas estéticas, el desarrollo de cómo el ideal se hizo carne.
Luego, en diversos capítulos, se estudia cómo Antínoo se reviste con los atributos de dioses y cómo, con especial predilección, entró a formar parte del ciclo de Dioniso, con modelos y variantes peculiares de un Antínoo-Dioniso-Osiris. Estas imágenes asocian la apoteosis cultual del joven con la de Osiris, de muerte y perspectiva más halagüeña para el más allá, pero también al par de hermanos Apolo y Dioniso, con los que se relaciona el amor a lo divino en la obra platónica. Entre ellas destacan quizá, por su vinculación con Egipto, las que representan al joven con tocado egipcio, como faraón inmortal en el más allá, y las dionisíacas, con pámpanos, hiedra y nébrides. Otras vertientes más minoritarias, como el llamado “tipo Mondragone”, nos llevan a recorrer los diversos museos del mundo hasta llegar también a Madrid, gracias a la colección de Cristina de Suecia. Como anécdota, una réplica de una estatua de Antínoo presidía uno de los flancos del estanque del parque del Buen Retiro.
En fin, no podemos más que felicitarnos por el excelente trabajo de actualización y de recopilación que hacen los profesores Carrasco y Elvira en su volumen que, además, abre una nueva colección de historia del arte en la editorial Sindéresis. En los retratos de Antínoo, a los que se sigue la pista en este libro, se ve como el arte de los antiguos se elevaba en un ideal espléndido a través del rostro melancólico y de unos ojos que tendían su mirada más allá de la experiencia: nada lejos de los retratos egipcios de El Fayum, los que sin duda inspiraron a Plotino su renovación del arte como vía mística en el neoplatonismo, retratos de muertos que nos miran enigmáticamente desde ese siglo II de revolución en las artes. Las estatuas de Antínoo, en su pose melancólica, con su mirada desviada hacia un lado en una mezcla inasible de pudor y fascinación, quedarían para siempre asociadas a este periodo de la historia. Cómo no evocar, para terminar, los sentidos versos de Adriano en el más famoso y último de sus poemas “Animula, vagula, blandula…”: “Almita vagabunda y seductora, / huésped y compañera del cuerpo, / ¿hacia qué lugares partes ahora? / Pálida, rígida, desnudita, / ¿no me harás ya las bromas que solías?”.
Simbólicamente, se puede decir, Platón y sus epígonos, hasta llegar a Alejandro y Adriano, tenían mucha razón: el amor es capaz de convertirnos en dioses, más allá de cualquier realidad mezquina del cuerpo. El amor divinizado, y esto hay que recordarlo siempre en los momentos culminantes del ciclo amoroso –quizá especialmente en las bodas–, lanza una mirada esperanzadora al más allá, como ejemplo de que la antigüedad sabe darnos siempre lecciones a la modernidad, también en estética y ética. Pero la sublimidad trágica de Antínoo recuerda también a los famosos “pueri dilecti superis” de la mitología: jóvenes de muerte prematura. El proverbio griego rezaba “los amados de los dioses mueren jóvenes” y a fe que una larga serie de jovencitos del mito –Narciso o Adonis– lo ejemplificaba. Estas leyendas, leídas filosóficamente, nos recuerdan que la verdadera inmortalidad, como quería el sabio de la Academia, no es la generación de hijos del cuerpo, sino del espíritu.