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«El cuento de la criada», quince años después

Una escena de la serie «El cuento de la criada»
Una escena de la serie «El cuento de la criada»larazon

Es posible que Margaret Atwood no haya inventado el mundo, pero ha conseguido inventarse las reglas de uno que produce cierta intranquilidad y considerables dosis de cólera. En Gilead, un territorio distópico comandado por un gobierno fundamentalista y totalitario en el que las mujeres rezan por la vacuidad para hacerse dignas de ser llenadas de elementos tan arbitrarios y canónicos como la gracia, el amor, la abnegación, el semen o los niños, Defred (la heroica y titánica sirvienta de la familia Waterford) capitanea la narración de su particular bajada a los infiernos y su largo camino hacia la libertad dentro de los techos de una sociedad enferma en la que se encuentra atrapada.

Cuando Atwood, prolífica autora canadiense, establece en 1984 las bases argumentales de este complejo eslabón literario plagado de perturbadoras prácticas culturales que constituye «El cuento de la criada», nada hacía presagiar la explosión de adaptaciones teatrales (como la producida por John Driden para la cadena radiofónica de la BBC), operísticas, cinematográficas (como la visionariamente dirigida por Volker Schlöndorff basada en un guion de Harold Pinter ) y televisivas que se producirían años más tarde. Este último formato, el de las series, se convertía para Atwood en el asiento de primera clase reservado –exento eso sí, del recato y la invisibilidad denunciadas en novela– hacia un éxito galopante cuyas consecuencias abrumadoras en términos de fanatismo ha sabido rebañar y ahora recalienta con maestría para que sus seguidores no se queden con hambre.

No sabemos si la manida expresión de «segundas partes nunca fueron buenas» resulta aplicable en este caso, pero a la escritora no parece importarle demasiado correr el riesgo de averiguarlo y se lanza de cabeza a la continuación del universo estratégicamente exprimido de Gilead con la secuela de la novela; «Los testamentos». Una oportunista prolongación cuyo hermetismo ha levantado tal cantidad de expectación que ha sido nominada al prestigioso Premio Booker aún sin estar publicada todavía de forma oficial (algo que no se producirá hasta el 10 de septiembre) junto con Salman Rushdie, autor de «Quichotte».

A pesar del empeño de la activista por rehuir de forma continua y evasiva las proposiciones telefónicas que le instaban a alargar la asfixiante agonía de una protagonista cuyo dolor había dejado una marca «demasiado profunda como para que se vea, establecida fuera del alcance de la vista y de la mente», la de Ottawa parece haber mostrado poca resistencia a las carantoñas del «fandom» y se ha dejado querer. Esta segunda historia continúa quince años después del final de la primera y quién sabe si las reglas del nuevo mundo seguirán manteniendo intacto nuestro endeble interés por el futuro.