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Grecia

El espejo de la polis

La Razón
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Precisamente ahora que el desprestigio de los políticos ha llegado a un punto sin precedentes entre nosotros, procede recordar el origen de la política en el mundo clásico. Sólo la polis, entendida como comunidad de ciudadanos, pudo ofrecer el marco histórico preciso para que naciera la política: la suma de todas las actividades que se asocian al gobierno participativo de una sociedad, en un marco geográfico y cultural dado, regida por el debate público racional y constructivo entre aquellos partidos o individuos que ostentaban o pretendían la responsabilidad de gestionar la cosa pública. Por un lado, en la praxis política griega, todo ello se inspiraba en la búsqueda de un punto medio armónico capaz de lograr el bien común, en la autoridad ética de los que se dedicaban a ello desinteresadamente y en el ideal de concordia ciudadana. Los griegos inventaron el arte político, el imperio de la ley, la participación cívica y los medios de control al ejercicio del poder: la democracia ateniense, con todas sus limitaciones, fue la experiencia más rica en este sentido. La comunidad era la ley y fuente de toda autoridad, y ésta se respetaba de forma reverencial gracias a la conciencia de la responsabilidad colectiva del ciudadano en un marco superior a lo individual y cuya salvaguarda era sagrada. Esta práctica, por otro lado, se vio acompañada de una progresiva teorización política: desde los tiempos homéricos a Heródoto, Platón o Aristóteles, la teoría política nace también en Grecia y es griego todo el léxico político básico.

Pero, ¿cómo mirarnos hoy como ciudadanos descreídos de la política en el espejo de la polis? ¿Qué lecciones pueden extraer los políticos actuales de ella? Ahora más que nunca hay que volver la vista atrás, hacia la política clásica, que fue edificada por los griegos en un largo proceso histórico y teórico. Primero: aunque hoy apenas se habla del bien común –sustituido por un ambiguo «interés general»–, ese debe ser el fin del político, como auténtico servidor de la comunidad que no sea ajeno a las palabras sacrificio y lealtad. Nos lo enseña, por ejemplo, Temístocles. Segundo: frente al político como profesional privilegiado, alejado de la realidad y de sus conciudadanos, que sólo ansía medrar y mantenerse en el poder, hay que dejar de lado los intereses personales, creer en la justicia equitativa y fomentar la concordia entre sus semejantes, sin ansiar, por cierto, renumeración alguna. Así se lee en Platón. Tercero: la autoridad del político no se basa en el poder o el miedo, sino en una doble razón, la que le confiere la comunidad y la derivada de su ética política –¡hoy un oxímoron!–, que le hacen idóneo para la gestión pública. Por eso Aristóteles situaba su «Política» tras su «Ética a Nicómaco». Tres apuntes, solamente, «theoria cum praxi». Ojalá tomen nota.