El lado oscuro del progreso
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«Hasta 1914, Europa, pese a todos sus problemas, confiaba en que el mundo se estaba convirtiendo en un lugar mejor y en que la civilización humana estaba avanzando. A partir de 1918 ya no era posible para los europeos semejante fe». Así concluye la historiadora Margaret McMillan sobre la importancia crucial en la historia de las ideas de la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario está a punto de celebrarse, en un lúcido ensayo recientemente publicado en castellano.
La pregunta que resuena tras un siglo desde el estallido de esta guerra es, básicamente, la misma que sus contemporáneos ya se formulaban ante el horror: ¿cómo puede hacerse esto Europa a sí misma? Las causas aducidas históricamente son muchas, algunas más bien excusas, «prophasis», si siguiéramos la terminología tucididea: la carrera armamentista a la que siguió la «paz armada», la fe inexorable –positivista y darwinista– en el Progreso de Occidente (ambos escritos con mayúscula), el execrable virus del nacionalismo, extendido por todos los países, y su fomento del odio al que es diferente. Lo que aterra en cierto modo, como bien evoca McMillan, es constatar cuánto se parece nuestra sociedad a aquella del 14: un mundo tecnologizado y globalizado «avant la lettre», con aires de superioridad.
También la cultura europea sufrió un profundo cambio con la Gran Guerra: se puede decir que la literatura y la ciencia ya habían preparado el camino, marcado por intuiciones del desastre, y la conciencia que tenía Europa de sí misma. Por entonces se asumía que, en el estado actual de poder, cultura y prosperidad de Europa, que supuestamente había seguido un camino de logros incesantes durante siglos, el progreso y la ciencia habían impregnado indeleblemente los asuntos humanos, la sociedad y la política. La antropología victoriana y la historia y la filosofía positivistas se complacían en mostrar una hoy conmovedora fe en el progreso uniforme de la humanidad, que había llevado al hombre desde el estadio «primitivo» a la «superior» civilización occidental.
Nada mejor para reparar en el impacto que tuvo la guerra en la historia de las mentalidades que examinar la evolución de las llamadas «ciencias de la antigüedad». Éstas, de raigambre alemana, habían establecido el dogma de que la racionalidad occidental era una evolución sin pausa desde los griegos hasta la Europa –y más concretamente Alemania– científica y positivista. El tan manido paso del mito al logos –parafraseando el libro de Nestle–, de las tinieblas de lo irracional a la luz de la razón, habría culminado en nuestra estupenda civilización occidental. La antigüedad era la clave para el ideario de la gran Europa y el solemne acto de apertura de la Universidad de Berlín en 1900 estuvo marcado por el discurso inaugural de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf, helenista y denostador de Nietzsche, que proclamó nada menos que la filología clásica era la ciencia más avanzada del cambio de siglo y la abanderada del futuro de Occidente. La blanca Grecia era, en efecto, una aprovechable precursora de la ilustrada e indoeuropea diosa Razón. Precisamente Wilamowitz promovió la Declaración de los Profesores Universitarios del Reich alemán, en la que miles de firmantes apoyaron la participación de Alemania en la Gran Guerra. Poco después, también firmó el Manifiesto de los Noventa y Tres, del que se distanció más adelante, en apoyo de las acciones militares contra Bélgica, para indignación de muchos intelectuales extranjeros. Pero ya en 1914 vino un mazazo personal, su hijo, Tycho, también filólogo clásico, cayó en la batalla de Ivangorod.
Luego vino la conmoción colectiva, la derrota, la humillación, el despertar ante los millones de cadáveres. La catástrofe a la que se había marchado de la mano de la racionalidad, del logos griego. ¿Qué se había hecho Europa a sí misma, ciega de un autocomplaciente sentimiento de superioridad? Se acusó el golpe y nació una nueva conciencia crítica. Después, huelga decirlo, el «approccio» a los griegos fue muy otro. La antropología, la historia, la arqueología, e incluso la filología clásica, comenzaron a comparar a los griegos –sus mitos, religión, sociedad o costumbres– con aquellos que antes tachaban de «primitivos», como se hizo, por ejemplo, desde los llamados «ritualistas de Cambridge» en adelante.
«Las luces se apagan en toda Europa, ya no volveremos a verlas encendidas». Esta famosa frase que pronunció el secretario de Exteriores británico, Sir Edward Grey, en vísperas de la Guerra anunciaba, en definitiva, el final de la Ilustración. La quiebra del espejismo de la racionalidad producía así, hace cien años, el despertar de la conciencia moderna en Europa. Hoy vemos resurgir ciertos fantasmas de aquellas antiguas ideas que llevaron a 1914. No olvidemos las lecciones de la Gran Guerra.