El montaje del premio Turner
Kapoor, Whiteread, Hirst y Richard Deacon se lo llevaron a casa. Pero, ¿quién recuerda el nombre de los agraciados de los últimos años? Desde 2000 atraviesa uno de sus momentos más críticos. Ha pasado de provocar, al tedio
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Las imágenes abstractas tienen como objetivo la inmersión del espectador en el mundo de una abuela que siempre soñó con montar en bicicleta. Se muestran en una sala en la que hay una mesa con sitio para 20 comensales para tomar té. El conjunto es una obra de arte. Y se la puede definir así, sin tapujos, dicen, una vez que está avalada por el premio Turner. La francesa Laure Prouvost, de 35 años, se convirtió anoche, contra todo pronóstico, en la última artista en obtener el galardón, dotado con 25.000 libras, por su trabajo «Wantee», premiado ya con el Max Mara Art Prize para mujeres. El jurado consideró que se trataba de un trabajo «sorprendente e impredecible». Una mesa camilla con servicio de té y proyecciones. Impredecible. Todas las apuestas señalaban al escocés David Shrigley, de 44 años, como ganador por un particular David (con perdón, vaya por delante, del maestro Miguel Ángel), un muñeco de dos metros que orinaba cada cierto número de parpadeos. Pero como ocurre en estos casos, el favorito siempre se queda fuera. En la cena de gala celebrada por primera vez fuera de Londres –se eligió Derry, al ser la ciudad cultural en Reino Unido en 2013– todo el mundo se apresuró a felicitar a la protagonista. ¿Es el premio Turner un escaparate que premia el mejor o más sofisticado montaje? Según la prensa británica, se trata de uno de los títulos más prestigiosos del mundo del arte contemporáneo. Y sí, hubo una época en la que todo lo que giraba alrededor del mismo era sinónimo de éxito, influencia y dinero, mucho dinero. Pero ahora, las dudas asaltan cada vez que la Tate Britain expone a finales de año las piezas de los cuatro seleccionados. El espectáculo comenzó en 1984, cuando se quiso crear una cita anual para llamar la atención del gran público sobre una forma de expresión un tanto diferente a lo que uno estaba acostumbrado a ver en museos del calibre de la National Gallery. Sus inicios no pudieron ser más gloriosos. Nombres tan reconocidos como Lucian Freud o Anish Kappor le dieron empaque internacional. Y luego llegaron los considerados «niños malos», que añadieron esa faceta de rebeldía tan necesaria para los patrocinadores, quien esse frotaban las manos cada vez que el galardón protagonizaba intensos debates.
Porque la sensación de caminar por un pasillo creado por los intestinos de una vaca conservada en formol sólo es superada por el surrealismo que supone que ese animal cortado por la mitad y acompañado por un ternero en iguales circunstancias sea considerado obra de arte. «Mother and Child Divided» (Madre e hijo divididos), una creación del hoy multimillonario Damien Hirst, consiguió la distinción en 1995. Para Pedro Alberto Cruz, profesor de Historia del Arte y colaborador de LA RAZÓN, «el Premio Turner alcanza su clímax coincidiendo con el nacimiento de la denominada generación de los British, los chicos de Saatchi. Se daba un triángulo perfecto entre el potente galerista y la Tate Britain, que miraba directamente a los creadores que estaban detrás de la marca. El carácter ciertamente conflictivo y escandaloso de las obras le otorgaban ese plus de espectáculo que en la década de los noventa llevaba aparejado. Hay intereses de muy dudosa legitimidad entre la institución y el mercado puro y duro debido a la citada relación del galerista con la Tate», recalca. «Hoy el aburrimiento y al previsión marcan a los elegidos», asegura. Los apadrinados por el todopoderoso marchante veían cómo el valor de sus piezas se triplicaba consiguieran el galardón o quedaran meramente como finalistas. Fue el caso de Tracey Emin, quien quedó seleccionada por una cama deshecha con preservativos y ropa interior manchada de sangre en 1999. Dicha edición la ganó Steve McQueen con un vídeo de unos cinco minutos en blanco y negro donde un hombre permanecía impasible al ser atravesado por una ventana cuando una fachada de una granja se le caía encima.
Policías en silencio
Durante varios años los «minimetrajes» –no llegan a considerarse cortometrajes por su escasa duración– se convirtieron en los protagonistas absolutos. En 1996, la obra de Douglas Gordon mostraba en dos pantallas las manos y el deterioro de un hombre aterrado por la angustia. En 1997, Gillian Wearing fue más directo y se llevó el premio con una grabación de 26 policías posando quietos y en silencio durante 60 minutos para una fotografía.
Susan Philipsz consiguió romper moldes en 2010 al ser la primera galardonada por una obra sonora. Gran desconocida para el público, la creadora estremeció al jurado con su instalación «Tierras bajas», un montaje auditivo elaborado por tres altavoces que emiten su voz a capela interpretando una canción tradicional del Siglo XVI.
Con todo, según el profesor Cruz, el premio ya no descubre a ningún artista. «En el momento en que Saatchi se retira de la escena es cuando el galardón cae y se deprecia. Los artistas no son peores, pero carecen de esa dimensión polémica y la repercusión no es la misma. Martin Creed es de los últimos galardonados que tienen renombre. La relevancia de los que le han seguido ha sido efímera, vista y no vista», recalca.
Jonathan Jones, quien fue jurado en 2009, no está del todo de acuerdo. Coincide en que hubo un «periodo pobre» hace unos años, cuando los seleccionados eran «poco convincentes». «De hecho, hubo algunos Turner terribles en la primera década de este siglo», señala. Pero, a su parecer, desde 2009, el premio ha encontrado «una nueva razón de ser, aunque con altibajos». «Es cierto que a algunos les puede aterrar o aburrir todo esto, no cabe duda, pero muchos van a encontrar, al menos, un artista para admirar». Desde ayer, la agraciada es Laure Prouvost. Habrá que comprobar si dentro de un mes alguien recuerda su nombre.