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El «piloto Desconocido» que ayudó a descubrir América

Christian Duverger, como otros estudiosos, comparte en este volumen la idea de que pudo haber un marino que reveló al almirante la singladura necesaria, navegando hacia el oeste, para hallar la misteriosa tierra
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  • David Solar

    David Solar

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Christian Duverger, como otros estudiosos, comparte en este volumen la idea de que pudo haber un marino que reveló al almirante la singladura necesaria, navegando hacia el oeste, para hallar la misteriosa tierra
«Dos horas después de media noche la carabela Pinta, que por ser gran velera, iba muy delante, dio señal de tierra, la cual vio primeramente un marinero llamado Rodrigo de Triana cuando estaban a dos leguas (...) Llegado el día (viernes, 12 de octubre de 1492) vieron que era una isla de quince leguas de larga, llana, sin cerros, llena de árboles muy verdes y de buenísimas aguas, con una gran laguna en medio, llena de gentes, que con mucho afán acudían a la playa, todos atónitos y maravillados a la vista de los navíos, creyendo que fuesen animales...» Así se relata el descubrimiento de América, en el diario de a bordo de Cristóbal Colón, transcrito por su hijo Hernando en su «Historia del almirante».
«Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más de una, harto moza, y los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vide de edad de más de treinta años, muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras (...) Ellos no traen armas ni las cognocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban, con ignorancia. No tienen algún fierro; sus azagayas son unas varas sin fierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece...» (Bartolomé de las Casas, diario de a bordo, incluido en «Historia de las Indias»). Esa fue la primera impresión del almirante de los lucayos de Guanahani, la nueva tierra, a la que llamó San Salvador, quizá la actual Watling, una de las 700 islas del archipiélago de las Bahamas. El descubrimiento de América por Cristóbal Colón constituye uno de los grandes momentos de la Humanidad, cuyas sombras no ocultan las muchas luces que tuvo y que perduran: las peripecias descubridoras de un continente de 43 millones de kilómtros cuadrados; la aventura cultural y religiosa que ha originado una población de mil millones, mayoritariamente cristianos, vertebrados en la cultura occidental, con el castellano, el inglés, el portugués y el francés como principales idiomas y con grandes aportaciones culturales y artísticas al tronco cultural común; una aventura económica que si hizo que las materias primas americanas contribuyeran al rápido desarrollo europeo, también tuvieron el correspondiente retorno: aquellas tierras vírgenes, que vivían en el neolítico cuando llegó Colón –con desarrollos muy desiguales, a un milenio de Europa los más avanzados– se equipararon al mundo occidental en tres siglos y, al poco, formaban parte de ese Occidente común.
El fenómeno que desencadenó esa epopeya figura en la recién editada por el antropólogo Christian Duverger, «Cristóbal Colón. Diario de a bordo» (Taurus, Barcelona, 2016). Este americanista francés contaba con una dilatada obra referida a México y Mesoamérica cuando dio a la imprenta su primer novela, «El Ancla de arena» (Suma de Letras, Barcelona, 2016) cuyo argumento gira en torno al misterioso diario de a bordo, el cuaderno de bitácora de Cristóbal Colón en su primer viaje entregado por el almirante a los Reyes Católicos en Barcelona (marzo, 1493) y desde entonces desaparecido. La búsqueda del manuscrito constituye la trama policial y el pretexto para una investigación respecto al almirante, su obra y los numerosos misterios que lo rodean.
Ahora, Duverger, ciñéndose a la historia, vuelve sobre el tema con «Diario de a bordo», cuya novedad inicial es el propio contenido: «El primer viaje del almirante», obra de su hijo Hernando Colón; el «Diario de a bordo de Colón», resumen de las Casas, y la «Carta a Luis de Santangel», consejero de Isabel la Católica. Las tres piezas nunca habían sido editadas juntas, por lo que se facilita la consulta de las diferencias existentes en el relato colombino.
Cristóbal Colón nació en 1451, según opinión general, en Génova, aunque una decena de tierras se disputa su cuna. Para Duverger, con buenos argumentos, su patria fue Portugal, y allí estaba Colón en 1476; años después se casaba y tenía a su primer hijo, Diego. Allí participó en las aventuras navales portuguesas por el Atlántico, durante las que concibió la expedición a las Indias por la ruta de Poniente. Como la Corona portuguesa rechazara el proyecto, Colón, ya viudo, emigró a España (1485?), quizás en secreto y perseguido, pues Lisboa recelaba del empleo que pudiera dar a su experiencia náutica. Fue acogido, junto con su hijo, en el convento franciscano de La Rábida –recomendado desde Portugal, pues estaba bien relacionado con algunas órdenes religiosas.Fueron estas relaciones –Antonio de Marchena, Hernando de Talavera, Diego de Deza– las que le abrieron la corte de los Reyes Católicos, empeñados en la guerra de Granada, ante los que expuso su proyecto. Con todo, transcurrieron cuatro años hasta que los reyes lo aceptaron, firmando las capitulaciones de Santa Fe (17/4/1492).
¿Cómo se avinieron los monarcas a tal acuerdo, si la consulta científica que hicieron a la Universidad de Salamanca dio un resultado negativo? Misterio, uno más en el tema colombino, resuelto si, como opinan varios especialistas –también, Duverger– existió el llamado «Piloto desconocido». Muchos, arrastrados por las corrientes, llegarían a lo largo de los siglos a las costas americanas, pero no hallaron la forma de regresar, de modo que América siguió siendo ignota en Occidente. Pero quizá sí regresó un «Piloto desconocido» que halló las corrientes, los vientos y la época propicios para retornar; un piloto que enfermo o náufrago llegó a Funchal (Madeira) donde residía Colón. Este auxilió al desconocido, que moriría en sus brazos tras revelarle las singladuras necesarias, navegando hacia el oeste, para hallar la misteriosa tierra y, también, la manera de regresar.
Por eso dijo a los especialistas de Salamanca que el lugar donde crecían las codiciadas especies se hallaban a 750/800 leguas (entre 4.100 y 4.400 kms.) al oeste de las Canarias, es decir, unos 25/30 días de navegación propicia. Los especialistas se burlaron de él con razón, pues estimaban que Asia se hallaba a 14.000 km (realmente, unos 23.000), al oeste, de 90 a 110 días de navegación sin escalas, empresa entonces imposible.
Colón era un marino muy capaz y sabía que a un mes de navegación hacia el oeste había una tierra extraordinaria, al margen de lo que opinaran los científicos. ¿Cómo convenció a sus valedores de que tenía informaciones ciertas sobre esa tierra? Quizá mediante secreto de confesión, de tal manera que los reyes hicieron una apuesta de fe, tan cara –sus arcas estaban vacías a causa de la guerra– como prometedora: disputarle a Portugal el control de las especies y riquezas de Asia.
El viaje comenzó en Palos el 3 de agosto de 1492 y, tras el abastecimiento y reparaciones pertinentes, salieron de Canarias el 8 de septiembre rumbo a lo desconocido. En todo momento, Colón llevó su diario de a bordo, con las observaciones de la navegación, reduciendo astutamente las distancias recorridas, en previsión de que la meta estuviera más lejos de lo calculado. A partir del 6 de octubre –30 días de navegación– comenzaron los nervios de todos, Colón incluido: llevaban recorridas unas 800 leguas –el almirante suponía que cerca de mil– y nada a la vista. Tras una ligera variación de rumbo sur y de apaciguar varios conatos de motín, el 10 de octubre aceptó regresar si en tres días no hallaban tierra. En esos momentos, la contabilidad oficial ya era de mil leguas; la secreta, más de 1.200. El 11 aparecieron indicios de la cercanía de tierra firme y, en la madrugada del 12, el feliz hallazgo.
Navegaron por las Bahamas durante dos semanas. Luego descubrieron Cuba (28 de octubre) bautizada Juana, en honor del heredero del trono y, ya en diciembre, toparon con Haití, nominada La Española. Colón las supuso, respectivamente, Catay (China) y Cipango (Japón). Según Duverger, Colón, en su fuero interno, sabía que no estaban en Asia, sino que creía hallarse en una lejana prolongación de la Península, algo así como otras islas Canarias, puesto que era inimaginable un continente entre Europa y Asia.
El 16 de enero de 1493, como si lo tuviera experimentado, marcó el rumbo del retorno: «nordeste cuarta del este» y, a la altura de las Azores, ordenó dirección oeste, hallando fuertes temporales que le obligaron a entrar en Lisboa. Juan II le recibió con mucho disgusto y preocupación, pues había rechazado patrocinar esa empresa ocho años antes y veía peligrar su dominio del Atlántico tras lo hallado por Colón. Similar zozobra había en Barcelona, donde se hallaban los Reyes Católicos, temerosos de una traición. Pero el almirante no soltó prenda y se presentó ante ellos a rendirles pleitesía, entregarles las primicias de la expedición y su Diario de a bordo.
La obligada reserva determinó las vicisitudes del manuscrito. Los reyes lo hicieron copiar por mitades a dos copistas, por mejor guardar el secreto, que adquiriría plena relevancia en el Tratado de Tordesillas entre España y Portugal (7-7-1494). En septiembre de 1493, la reina remitió al Almirante la copia «a dos manos» del original que, al parecer, jamás recuperó y del que no se ha vuelto a tener noticia. Esa copia estuvo en la biblioteca de Diego de Colón y, a su muerte, pasó a la de su hermanastro Hernando, que la utilizó para escribir la historia del almirante. Tras su fallecimiento, la copia también se perdió, y quedaron para la posteridad los tres capítulos de este libro, testimonio de la fantástica epopeya.
«Fue de alto cuerpo, más que mediano; el rostro luengo y autorizado; la nariz aguileña; los ojos garzos; la color blanca, que tiraba a rojo encendido; la barba y cabellos, cuando era mozo, rubios puesto que muy presto con los trabajos se le tornaron canos. Era gracioso y alegre, bien hablado, elocuente y glorioso en sus negocios. (...) Con los extraños, afable, con los de su casa suave y placentero, con moderada gravedad y discreta conversación, y así podía provocar los que le viesen fácilmente a su favor. Representaba en su presencia y aspecto venerable persona de gran estado y autoridad y digna de toda reverencia. Era sobrio y moderado en el comer y beber, en el vestir y calzar...» Así vio a Colón (en la imagen) su contemporáneo y conocido Fray Bartolomé de las Casas, cuya copia del «Diario de a bordo» es considerada como precisa y fidedigna.
Christian Duverger
Taurus 272 páginas,
19,90 euros
(e-book, 10,90)