Teatro

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El teatro con sangre entra

Teatro de riesgo en el que no es el autor o el director el que se la juega, sino que es el insaciable mirón el encargado de interponer su pellejo en el destino que marquen el guión y el azar

3.000 litros de sangre envuelven el montaje de la Royal Shakespeare Company de «La duquesa de Malfi», de John Webster
3.000 litros de sangre envuelven el montaje de la Royal Shakespeare Company de «La duquesa de Malfi», de John Websterlarazon

Teatro de riesgo en el que no es el autor o el director el que se la juega, sino que es el insaciable mirón el encargado de interponer su pellejo en el destino que marquen el guión y el azar.

Hace algo más de un mes –y en esta misma página– se bromeaba sobre un futuro, previsiblemente no muy lejano, en el que ir al teatro iba a ser poco menos que llevar a tus hijos al zoológico para enseñarles «in situ» las zambullidas de «la temible ballena asesina». Asistir a un espectáculo en el que liberar la dosis oportuna de adrenalina observando cómo los cuidadores arriesgan la vida –pues no serían los primeros ni los segundos en ser engullidos por el animal–, a la vez que uno se deleita con el adiestramiento del salvaje y se divierte con los salpicones provocados por las acometidas de la orca oportuna. Era este último punto el que unía el «Mount Olympus», de Fabre, con «En manque», de Macaigne, dos montajes que han visitado Madrid en los últimos meses y que han dado buena muestra de que la cuarta pared no es que haga tiempo que ya no existe entre las tablas y la platea, sino que la ausencia de ésta ha desprotegido al auditorio. Si aceite, vísceras y cadenazos era lo que traspasaba la invisible barrera en el montaje de Fabre, el segundo advertía a los espectadores de unas condiciones extremas de ruido, luces y humo en las que sentarse en la butaca no se acercaría a ningún tipo ejercicio tranquilo. Teatro de riesgo en el que no es el autor o el director el que se la juega, sino que es el insaciable mirón el encargado de interponer su pellejo en el destino que marquen el guión y el azar. A esta rama de la escena, la de manchar e incordiar al público, es a la que se han arrimado Maria Aberg y la Royal Shakespeare Company (RSC) con la adaptación de «La duquesa de Malfi», de John Webster, en The Swan Theatre (Stratford-upon-Avon, Reino Unido). Pieza valorada en las 47,50 libras –algo menos de 55 euros– que pagan, y con mucho gusto, las filas privilegiadas para ver de cerca a Joan Iyiola –en el papel protagonista– y para hacerse con una de las cotizadas mantas impermeables que minimizan el impacto de los 3.000 litros de sangre que chorrean por los tres costados de un escenario que hubiera hecho las delicias del Tarantino más feroz. El colgajo de lo que fue un toro se convierte en el manantial de un líquido que, movido por las pasiones de la familia de la duquesa, envuelve la segunda parte de la obra y tiñe los tonos pasteles de los trajes en un rojo «gore» que, esta vez sí, va más allá de la escena. Con sangre o sin ella, lo importante es que no se pierda la tradición en un mundo, el del escenario, que lo aguanta todo. Y más que nunca hoy: Día del Teatro.