Luto en el Vaticano
El enfrentamiento entre Clemente VII y Carlos V que culmina en el saqueo de Roma de 1527
El Papa de los años clave que vieron la batalla de Pavía y el Saco de Roma maniobró contra el emperador pero, superado por su poder avasallador, se convirtió en un aliado indispensable
Las relaciones entre los monarcas españoles y el papado en los siglos XVI y XVII no fueron sencillas. Ello se debió en gran medida a que los soberanos de la casa de Austria eran, por su condición de reyes de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, amén de duques de Milán, los príncipes más poderosos de una Italia desunida en la que Papas de ilustre apellido –Médicis, Farnesio, Della Rovere–, pugnaban por engrandecer el poder temporal de la Santa Sede y el de sus familias. Hubo sonados casos de enemistad de algunos pontífices contra España –el Carafa Pablo IV, que llegó a excomulgar a Carlos V y a Felipe II, y el Barberini Urbano VII–, pero fue con el Médicis Clemente VII con quien la tensión alcanzó mayores cotas hasta culminar en mayo de 1527 en el dramático Saco de Roma, cuando el pontífice hubo de observar impotente desde los muros del castillo de Sant’ Angelo cómo los soldados alemanes, españoles e italianos del emperador Carlos V sometían a pillaje la ciudad del Tíber. Irónicamente, poco después el mismo Clemente se alió con el emperador para recuperar la rebelde Florencia para su familia y, al coronar al césar en Bolonia en 1530, actuó como puntal del poder imperial en Italia, que con Carlos alcanzó una preponderancia inédita desde los tiempos de Carlomagno.
Cuando Julio de Médicis, bastardo de Giuliano, hermano de Lorenzo el Magnífico, ciñó sus sienes con la tiara pontificia en 1523 con el nombre de Clemente VII, nada hacía presagiar el amargo enfrentamiento que se produciría en 1526 y 1527. En 1512, las tropas de Fernando el Católico, dirigidas por Ramón de Cardona, habían restaurado a los Médicis en la república florentina tras el largo exilio que siguió a la toma del poder por el fraile dominico Savonarola en 1494. En marzo de 1513, Giovanni Lorenzo de Médicis, segundo hijo del Magnífico, se convirtió en Papa como León X. De inmediato situó en importantes puestos a su parentela, incluido Julio, al que concedió el capelo cardenalicio y que fue su principal consejero. León X apoyó a Carlos V contra Francisco I de Francia y formó una Liga Santa para expulsar de Milán y Parma a las tropas del monarca galo, empresa que llevaron a cabo con éxito las tropas lideradas por Próspero Colonna y el marqués de Pescara.
Cuando el Papa falleció a finales de 1521, Julio se perfilaba como el sucesor natural. Sin embargo, la oposición acérrima de los cardenales franceses lo llevó a buscar un candidato de consenso, Adriano de Utrecht, antiguo preceptor de Carlos V y regente de Castilla. El pontificado del neerlandés, que ni siquiera asistió al cónclave, fue breve e intrascendente. En noviembre de 1523, Julio de Médicis se convirtió por fin en Papa. A la sazón, el ejército francés del almirante Bonnivet sitiaba a los imperiales y sus aliados italianos en Milán. El cerco se prolongó inútilmente hasta la primavera del año siguiente, cuando los galos se retiraron diezmados y hostigados por los imperiales.
La alianza entre Imperio y papado se enfrió en 1524. Las tropas del pontífice no se integraron en el ejército acaudillado por el duque de Borbón que invadió la Provenza desde el Milanesado. El fracaso de la empresa, que Francisco I contrarrestó con un poderoso ejército, llevó a Clemente VII a sopesar un cambio de alianza, no tanto por temor de una invasión francesa como por las suspicacias crecientes que albergaba hacia el emperador, del que sospechaba que pretendía conservar Milán para sí y desbancar a los Sforza, legítimos gobernantes del ducado. Mientras las tropas francesas penetraban en Lombardía y sitiaban en Pavía a los imperiales, el Papa se declaró neutral al tiempo que negociaba en secreto con el Valois, cuya victoria parecía segura.
Veteranía hispánica
Los contactos corrieron a cargo del datario apostólico Gian Matteo Giberti y de Alberto III Pio, príncipe de Carpi. El datario, camino del campo francés en torno a Pavía, pasó por el campo imperial en Lodi bajo el pretexto de mediar entre ambos bandos cuando, en realidad, pretendía obtener información de los planes y el número de tropas de los del césar para informar puntualmente a Francisco I. El 24 de febrero de 1525, el ejército imperial, liderado por el marqués de Pescara, el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, y el duque de Borbón, se alzó con una victoria tan inesperada como aplastante sobre los franceses. La flor y nata de la nobleza gala, junto con miles de infantes suizos y lansquenetes, pereció arcabuceada por los veteranos españoles.
Francisco I fue apresado y conducido a España, donde tuvo que firmar una paz humillante con Carlos V en aras de recobrar su libertad. De ello damos detallada cuenta en el libro titulado «Pavía 1525. El gran triunfo de la infantería española». Los temores del Papa parecían cumplirse: el poder del emperador crecía irremisiblemente y pronto nadie le haría sombra. Resuelto a preservar la «libertad de Italia», Clemente fraguó una alianza con Francisco I –que se desdijo de lo pactado con Carlos–, la república de Venecia, el duque Francesco II Sforza de Milán y otros señores italianos, la denominada Liga de Cognac, para expulsar a los imperiales de Milán. De acuerdo con el plan, los fieles al Sforza debían alzarse en armas y masacrar a los soldados españoles del césar mientras las fuerzas de la Liga entraban en el ducado para sofocar todo conato de resistencia.
Sin embargo, el pontífice cometió el error, a instancias de Girolamo Morone, canciller del duque, de tratar de inducir al marqués de Pescara, seduciéndolo con la corona de Nápoles, de traicionar al emperador y unirse al bando pontificio. Pescara, de inquebrantable fidelidad al césar, hizo arrestar a Morone y guarneció con tropas españoles las principales fortalezas del Milanesado, lo que dio al traste con la conspiración. Clemente y sus aliados, con todo, no difirieron la ofensiva: el ejército de la Liga de Cognac, muy superior al imperial, entró en el ducado y asedió a los españoles en Milán. La veteranía de los hispánicos, la irresolución de Francesco Maria della Rovere, jefe de las tropas papales, y la debilidad de Francisco I, que no fue capaz de formar a tiempo un nuevo ejército para apoyar a sus aliados, salvaron a los imperiales, que aguantaron el cerco hasta la llegada del tudesco Georg von Frundsberg con una numerosa hueste de lansquenetes.
Los pontificios se vieron irremisiblemente empujados hacia Roma pese a la tenaz resistencia de las Bandas Negras de Giovanni de Médicis, sobrino del papa, que cayó luchando contra los de Frundsberg. El 6 de mayo de 1527, los imperiales irrumpían en Roma a hierro y fuego mientras un atribulado Clemente VII, con sus cardenales más fieles, se salvaba de la furia de los lansquenetes, muchos de ellos luteranos, merced al sacrificio de la Guardia Suiza. Mientras languidecía en su jaula de oro de Sant’ Angelo y se dejaba crecer una luenga barba en señal de luto, en Florencia los enemigos de los Médicis se hicieron con el poder y expulsaron a los jóvenes Alessandro e Ippolito, sus sobrinos. Pragmático, el Papa comprendió que el único capaz de restablecer el orden era Carlos V, de modo que cambió de bando a cambio de generosos gajes: su libertad y el apoyo del ejército imperial para recobrar Florencia. La ciudad cayó en agosto de 1530 tras un asedio de diez meses. En febrero, Clemente había coronado a Carlos como emperador en Bolonia con el mayor esplendor. En adelante y hasta su extinción, los Médicis serían fieles aliados de la casa de Austria.
Para saber más...
- “Pavía 1525. El gran triunfo de la infantería española” (Desperta Ferrero), de Àlex Claramunt Soto, 488 páginas, 27,95 euros.