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Franzen ya no es el mejor autor de EE UU

larazon

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Tras ser encumbrado como el gran novelista americano, la crítica recibe con ambivalencia la última novela de Jonathan Franzen, «Pureza», que se publica en España.
Atención. La publicación de «Pureza», la nueva novela de Jonathan Franzen, obliga a desempolvar hipérboles. Como cada vez que aparece una obra suya hay quien insiste en describirlo como el autor. Único. Magnífico. Imprescindible. La gran esperanza de la literatura estadounidense transformada en atronadora certeza. El hombre que cobrará, al fin, la Gran Novela Americana como quien sale de safari y regresa con la piel de un tigre devorador de hombres. Estudiar el fenómeno de su coronación, más allá de sus innegables méritos artísticos, supone en buena medida indagar en los mecanismos que provocan la rara alianza entre el «mainstream» y los suplementos literarios. El sueño de todo editor.
De modo que Franzen presenta «Pureza». 576 páginas, en su edición en inglés, consagradas a las peripecias de un número no desdeñable de personajes que habitan de Oakland a Bolivia y, en un largo rodeo, a la Alemania del Este. «Pureza»: la historia de una joven enemistada con su madre, de una madre hija del suburbio y sus gustos amortajados, la parábola de un impostor metido a descubridor de entuertos gubernamentales a la manera de Julian Assange (o sea, un impostor con ínfulas mesiánicas). «Pureza» funciona también como un tratado sobre la imposibilidad del amor, los cartonajes de las mentiras que pretenden reciclarse en verdades y la facilidad con la que estropeamos aquello que amamos, acaso por un exceso de toqueteo, como siempre sucede con los juguetes que prefieren los niños.
Vacilona y barriobajera
«Pureza» es, pretende, aspira a ser, una torrencial indagación en la necesidad que todos sentimos de diseccionar el pasado para mejor comprender al extraño que nos hace gestos desde el espejo. Una abrumadora digresión sobre los avatares de una hija empeñada en averiguar quién fue su padre. Un relato proteico sobre los esfuerzos que acomete un caradura para enjuagar la culpa de un asesinato. «Pureza», en efecto, presenta todos los rasgos esenciales de Franzen. Su gusto por las tramas extensas, los saltos temporales y geográficos, y las mismas tramas disueltas en subtramas solubles en microtramas, y los personajes que aparecen, se esfuman y vuelven varios capítulos después, y la pelea para que de la novela asome algo más. Más importante. Más grande. Más profundo. Tal vez un fresco del mundo contemporáneo. Quizá la «zeitgeist», el espíritu actual, la sintonía o melodía del presente arponeado por un novelista que con cada obra parece avanzar en dirección frenética hacia el siglo XIX y un ideal realismo con vocación de totalidad.
Mediante estos mimbres, más el concurso de un lenguaje que repta hacia el «grado cero» de la escritura, casi un lenguaje de prospecto farmacéutico, Franzen reflexiona sobre los asuntos que le importan: los dudosos frutos que ofrecen pancartas tan aparentemente justicieras como Wikileaks. O la a su entender nociva influencia de internet, y en especial de las redes sociales, y su capacidad para fabricar soledades. Asuntos sustanciales que el autor resuelve con las herramientas de la ficción y una intransferible capacidad para crear arquetipos repletos de dobleces y ahilar una concatenación de anécdotas, viajes, romances y desventuras.
El observador del mundo literario podría presuponer la repetición del ritual de halagos, aplausos intensos y ovaciones febriles que el «establishment» cultural dedica a Franzen desde 2001 («Las correcciones»). Un fenómeno laudatorio multiplicado en 2010, cuando, coincidiendo con la edición de «Libertad», la revista «Time» le dedicó su portada. «El mejor novelista americano», decía. Y justo debajo, esto: «No es el más rico ni el más famoso. Sus personajes no resuelven misterios, carecen de poderes mágicos y no viven en el futuro. Pero en su nueva novela, ‘‘Libertad’’, nos muestra cómo vivimos hoy día».
¿Es así? ¿Confirma Franzen con «Pureza» el cetro de la novela de EE UU? Mmm. Lean lo que la crítica, o un apreciable sector de ésta, dice al respecto de la novela. «Tan divertida, tan sabia y, sobre todo, tan incandescentemente inteligente que no hay un solo momento en el que desearías estar leyendo otra cosa», (Charles Finch, «Chicago Tribune»). O Yvonne Zipp («The Christian Science Monitor»): «Es el mejor libro que ha escrito el prodigiosamente talentoso novelista, más divertida y relajada, con más atención por sus personajes... Proporciona la sensación de encontrarse ante un virtuoso que se divierte».
Ambos párrafos han sido tomadas de la web Amazon, donde los publicistas han recortado y pegado hasta 18 extractos de reseñas. Todos laudatorios (los extractos) pero no todas (las reseñas). Y esto, en fin, resulta noticioso, habida cuenta de que Franzen iba camino de ser considerado patrimonio nacional. Siquiera por las élites intelectuales y académicas con suscripción al «New Yorker». Casi lo mejor que le había sucedido a EEUU desde el nacimiento de Louis Armstrong, el primer single de Elvis Presley o el alunizaje del Apollo a la luna el 20 de julio de 1969. O quizá no. Quizá suenan los primeros bostezos. Señales de disensión. ¿Presagio de silbidos frente a un autor que repitiría «ad nauseam» la fórmula ganadora? ¿O envidia ante al talento de quien encontró la fórmula irrestible, la que suma premios y público, distinciones y dólares, y que ya en los ochenta recicló con gran provecho «La hoguera de las vanidades» del Tom Wolfe abiertamente partidario del espíritu y códigos decimonónicos?
Entre los tibios, críticos que dan y reparten elogios y a continuación prevenciones, destaca el influyente Michiko Katukani, del «New York Times», para quien «la ausencia de poesía y la limpieza de la escritura parecen deliberadas», y le parece bien. Kakutani, de paso, anota que (a diferencia de sus libros anteriores), «las frases son menos elegantes y cortantes, más relajadas y anodinas». En el pelotón de quienes desenfundan sin miramientos, Roxane Gay, que en la web de la PBS escribe que «Por cada maravilloso ejemplo de prosa, por cada golpe magistral, hay material que resulta una distracción, incluso exasperante. A pesar de su extravagante ambición, el libro está lleno de autocomplacientes tonterías».
«El mejor», decía «Time» en 2010. ¿El mejor? ¿El mejor de todos? Su contundencia obliga a rememorar la postura exhibida por la misma revista en 1975, al colocar en portada una fotografía de Bruce Springsteen, entonces casi desconocido y a punto de publicar «Born to run», el disco que lo encumbró. Pero el titular resultaba más modesto y, sí, objetivo: «La nueva sensación del rock». Era nuevo, cierto. Causaba sensación, en efecto. De forma implícita explicitaba que tampoco conviene exagerar los aspavientos, que serían necesarios varios años para confirmar los jugosos presagios.
En el caso de Jonathan Franzen, «Time» no esperó. Suponiendo, claro, que sus editores no habían enloquecido y que, por tanto, hablaban del tiempo presente. Que no hacían cuenta de Melville o Twain, y tantos otros. Con todo, incluso circunscritos al presente, obviaban demasiado. Un suponer, el noir. No clásicos como Chandler sino a James Ellroy, Don Winslow, Richard Price o George Pelecanos. O a Philip Roth, que seguía activo, igual que hoy los ya fallecidos E. L. Doctorow, James Salter y Peter Matthiessen. Y vivos y activos continúan Thomas Pynchon, Tom Wolfe, Joyce Carol Oates, Don DeLillo, Richard Ford, Cormac McCarthy, Jeffrey Eugenides y Gay Talese (a no ser que sólo sea escritor el que escribe ficciones). Demasiada grandeza, libros, nombres, para no sospechar que detrás del principesco título concedido al brillante Frazen anidaba la gratitud hacia quien logró que el crítico ceñudo y el club de lectura de la señora Oprah Winfrey estuvieran de acuerdo.