"Un hombre del Renacimiento"

El héroe del “western” ya no se llama ni Bill ni Clark, sino Bernardo (y es español)

Don Bernardo de Miera y Pacheco fue un cántabro que cruzó el Atlántico en el siglo XVIII para hacer absolutamente de todo en la frontera norte del Imperio español, en el Oeste: pintó, esculpió, cartografió, exploró, batalló, trazó pactos, administró... Sin embargo, su nombre hoy está desdibujado en nuestro país

Mapa realizado por el misionero Antonio Vélez y Escalante sobre los pueblos de indios y presidios que se hallan en el Camino de Monterrey a Santa Fe de Nuevo Mexico
Mapa realizado por el misionero Antonio Vélez y Escalante sobre los pueblos de indios y presidios que se hallan en el Camino de Monterrey a Santa Fe de Nuevo MexicoWiki

Atentos al currículo del personaje: artista, pintor y escultor de altares que hoy adornan iglesias y misiones coloniales del estado de Nuevo México, como el sorprendente retablo de piedra que embellece la iglesia de Cristo Rey en Santa Fe, ciudad que, por otro lado, nuestro protagonista conectaría con Monterrey, California, formando parte de la expedición Domínguez-Escalante. Fue el arte su vía de escape de las miserias de la vida. También hizo de ingeniero y capitán de milicias en varias campañas contra los indios: por ejemplo, la que sostuvo el gobernador Anza con el temible jefe de guerra comanche Cuerno Verde, en Colorado. Explorador y cartógrafo sobresaliente: sirva de ejemplo el dibujo con trazo firme de los mapas más relevantes y precisos de la frontera norte en la segunda mitad del siglo XVIII; y, además, fue comerciante, minero sin suerte, recaudador de deudas y, en sus horas bajas, deudor. Alcalde mayor, ranchero y artesano ducho en el metal, la piedra y la madera. Y, en los últimos siete años de vida, sirvió como soldado distinguido en el presidio de Santa Fe, la villa más septentrional del Imperio español en América, una zona fronteriza, remota y peligrosa, sometida al acoso constante de los belicosos apaches y comanches. Devoto católico, marido y padre de dos hijos y una hija. Todo eso fue don Bernardo de Miera y Pacheco (1713-1785), un cántabro del valle de Carriedo que, pese a sus logros y aventuras, no es una figura especialmente conocida en su país, España.

Sí hablamos de un nombre familiar para John Kessell y Javier Torre Aguado, autores de Forjado en la frontera (Desperta Ferro Ediciones) y responsables de devolver al buen hombre su verdadero valor. “Una de las figuras más fascinantes del siglo XVIII en la frontera norte del Virreinato de la Nueva España -presentan-”, región también conocida como el Gran Norte de México y que hoy situamos en el Oeste americano. Pese a todo, Miera se definía a sí mismo como un simple “labrador”, pero un “labrador con sensibilidad”, apunta el libro. Un buscavidas montañés que cruzó el océano y se labró un futuro en el Nuevo Mundo como emigrante que empuñó el azadón y cultivó su pequeña parcela de tierra a la orilla del río Grande. Vivió en el siglo XVIII, pero fue “un auténtico hombre del Renacimiento”: “Un hombre polifacético, con múltiples intereses y capacidades, pero era, sobre todo, un superviviente que pasó la vida tratando de prosperar y sacar adelante a su familia en un territorio remoto y hostil”, coinciden los dos expertos de un tipo “enérgico, impetuoso y un poco terco”, como lo retratan sus compañeros de expedición, los padres Escalante y Domínguez.

Kessell y Torre se sumergen así en una obra que “subraya la importancia de su legado artístico, histórico y cultural al tiempo que humaniza al personaje, describiendo las múltiples e insospechadas ocupaciones que este colono y soldado tuvo que desempeñar en su vida fronteriza para sacar adelante a su familia”. Cuentan los autores que la “atracción” por la figura lo que los llevó a escribir esta obra, pero también “la composición de un relato histórico a partir de documentos inconexos y de mapas desperdigados por archivos y bibliotecas de EEUU, México, Inglaterra y España; el desafío de reconstruir una vida a partir de retazos deshilvanados; pero, sobre todo, la imperiosa necesidad de revivir la vida de un personaje singular”. Hizo suyas las preocupaciones defensivas de los sucesivos virreyes y su ímpetu le llevó a enviar directamente al rey de España sus consejos y opiniones sobre las estrategias a seguir.

Entre los retos que tenía enfrente Miera, destaca el hacer frente a los desiertos extensísimos, sierras inaccesibles y temperaturas extremas de un clima de atosigante calor en el verano y preocupantes nevadas en el invierno; unos objetivos o barreras muy distantes a las que hoy tiene Forjado en la frontera, que no es otro que introducir en el “western” un aventurero explorador que no se llame Clark, Bill o Jim, “sino Bernardo”, advierten. Rescatar una historia donde los jóvenes españoles entraron en contacto con la apabullante realidad americana y echaron raíces estableciendo el germen de lo que sería la comunidad hispana.

La leyenda negra ha congelado en la memoria el icono del cruel conquistador sediento de oro y ha borrado de la historia a los emigrantes españoles de los siglos siguientes y a sus descendientes. Son más de trescientos años de historia española e hispana que marcaron para siempre el Oeste –explica el libro–, y le dieron algunas de sus inequívocas señas de identidad: el caballo, el rodeo, el sombrero, los ranchos y haciendas, las acequias, misiones, los presidios, el arte religioso (como el de don Bernardo) y, sobre todo, ese mestizaje que es característico de América Latina y también de esta parte de EE UU, ese Oeste hispano-mexicano que servía de decorado acartonado para las películas que veíamos de niños, pero cuyo origen nunca se explicaba”.

Es por ello que Kessell −catedrático emérito de Historia de la Universidad de Nuevo México− y Torre −doctorado en Literatura Hispánica por la Universidad de Virginia y catedrático de literatura española en la Universidad de Denver− sueñan con que su ensayo cambie la habitual percepción de la época: “En la actualidad se está fomentando, desde las universidades, desde los medios de comunicación y, sobre todo, desde el discurso político [y las omnipresentes políticas de identidad], una narrativa simplista y maniquea de la Historia, donde estamos divididos entre opresores y oprimidos, víctimas y victimarios. Yo mismo he participado durante años de esta visión, empapado de teoría poscolonial que ha impregnado el campo de estudio de la narrativa de viajes y exploración y otras áreas académicas; hasta que me harté de leer, como dice Camille Paglia, con un bolígrafo rojo en la mano, juzgando moralmente a autores y personajes de cualquier otra época. No puede ser que a los educadores actuales nos fuercen, con anteojeras, a decidir entre buenos y malos, tirios y troyanos, a subrayar, únicamente, la perversidad de unos y la bondad e inocencia de los otros. La vida en la frontera americana durante el siglo XVIII”.

Entre los muchos quehaceres que ocuparon a este aventurero estuvo el asegurar la paz en la frontera norte, sin embargo, no llegó a conocer la paz comanche firmada en 1786, meses después de su muerte. Un hecho que ahora conocemos gracias al listado mensual de los soldados del presidio de Santa Fe con el que se ha reconstruido qué ocurrió con Miera y sus dos hijos: “El distinguido don Bernardo de Miera estaba presente en las listas, figuraba como soldado número 96. Su hijo distinguido don Cleto Miera aparecía como tercer sargento, presente en el presidio durante los tres primeros meses del año; y su hijo, también distinguido, don Manuel estaba desplazado sirviendo en el presidio de Carrizal, en Nueva Vizcaya”, expone la obra. Se cuenta así que el 1 de abril del 85 la lista señala a Manuel como “enfermo en tierra afuera” y que Bernardo de Miera estaba «“enfermo” en Santa Fe. No se especifica si el protagonista estaba siendo tratado por el doctor Larrañaga en la enfermería del presidio o si permanecía convaleciente en su casa. “Es posible que Anacleto y su mujer se ocuparan de sus cuidados, porque la pareja residía con sus hijos en Santa Fe, mientras que Manuel seguía destinado en Carrizal”, se apunta.

Un mes después, el 1 de mayo, la realidad sería bien distinta, es otro soldado el que aparece con el número 96. Por primera vez en siete años, el nombre de don Bernardo no aparecía en aquel listado. “Y ya no volvió a aparecer nunca más”. Falleció el 11 de abril de 1785, a las siete de la mañana “aviendo recivido todos los S.tos Sacramentos de Penitencia, Viatico, y extrema uncion y echo su Disposicion testamentaria”. Tenía 71 años y el gobernador Anza daba fe de ello: escribía con su elegante caligrafía que Miera había fallecido “naturalmente”.