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“El poder del perro”: Jane Campion, fajadora contra el “western”

La directora neozelandesa vuelve por todo lo alto a la gran pantalla tras más de una década y se muda a la árida Montana de la mano de un soberbio Benedict Cumberbatch
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La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Hay directores que, en su manera de abordar el «western» convierten su autoría en una lucha. En el cine de John Ford, la pelea era contra el relato histórico; en el de Howard Hawks, contra su propio ego; y en el de Sergio Leone existía un culto a la pugilística contra el imperativo moral. Si partimos del axioma de que todo el cine es «western» y todo el «western» es lucha, podríamos concluir que el género grande del cine norteamericano, en su diversidad, jamás ha declarado un campeón unánime. Ola tras ola, los exploradores del filme árido y los pobladores del celuloide de montera y lazo han intentado noquear al género, darlo por vencido y seguir buscando el oeste de manera febril. Y cuando está todo contado, aparece «Brokeback Mountain». O «No es país para viejos». O, incluso, «The Rider».
En esa misma tradición de trascendencia podríamos insertar «El poder del perro», la nueva película de Jane Campion que se estrena hoy y que, en apenas unas semanas (1 de diciembre), también lo hará en Netflix, que es quien paga. Doce años después de su último largometraje, ese insípido cine de tacitas de «Bright Star», la directora neozelandesa, pionera de tantas cosas, cambia de registro y se lanza a la adaptación de la novela de Thomas Savage que en nuestro país edita Alianza con la menos atractiva de las portadas. En ella seguimos la historia de los hermanos Burbank, herederos del fondo familiar y responsables de llevar el apellido por el camino de la inminente revolución industrial del contexto.
En la película, protagonizada por un Benedict Cumberbatch al que escoltan con igual soltura Jesse Plemons y Kirsten Dunst, se exploran los caminos de la masculinidad tóxica, el despertar sexual y la misoginia intrínseca y freudiana del relato homoerótico que es en realidad el libro, pero también hay espacio para que Campion vuelva a las tesis de «El piano» (1993), a la que esta disputará el título de obra maestra en su filmografía, y brille como esa narradora arisca y psicológica en la que se ha convertido. No se trata tanto de subvertir la novela, sino de barnizarla de una sensibilidad femenina (pidiendo perdón por el manido adjetivo) que más que política se vuelve ética; Campion juzga a sus personajes, los expone y construye una especie de teogonía de los miserables para versar una película incontestable.
Un perfecto cretino
«A la hora de abordar la masculinidad tóxica debes entenderla primero. No puedes simplemente oponerte de manera frontal, porque es como echarle gasolina al fuego», explicaba Cumberbatch en el Festival de Venecia sobre su personaje, un vaquero y perfecto cretino que hará la vida imposible a su cuñada (Dunst) y al hijo de esta (extraordinario y lúgubre, Kodi Smit-McPhee) a su llegada al rancho de la familia. Y el británico, que está en todas las quinielas para ser nominado al Oscar por su papel, no se frenó al hablar de su personaje: «No se puede encerrar a los monstruos y tirar la llave de la celda. Hay que entender este tipo de comportamientos y ofrecer una solución, porque se trata también de gente perjudicada», añadía Cumberbatch sobre la hombría tan dañina de «El poder del perro».
Si bien el gancho de Campion va directo a la empatía del espectador, que puede verse en la vulnerabilidad de la mujer alienada, del niño acosado o del homosexual reprimido, lo cierto es que sus tiempos de batalla dan a entender que la película busca epatar precisamente en la otra esquina del cuadrilátero, donde se cruzan la rabia y la desesperación más violenta.
Casi corrigiéndose, y en un notable ejercicio de reflexión fílmica, Campion pone un espejo para boxear contra su misma filmografía: la revisión, que aquí no es contextual pero si histórica, se vuelve quirúrgica si comparamos este filme con «Retrato de una dama» (1996), en la que también abordaba las consecuencias de un matrimonio precipitado. Allí Nicole Kidman y aquí Kirsten Dunst son proyecciones de feminidad totalmente ajenas a la directora pero que consigue que las entendamos, que suframos y que las acompañemos. La catarsis, a contracorriente en los tiempos de la maldita «autoficción», se vuelve orgánica.
Sí, «El poder del perro» es una película sobre los extremos hasta lo que llega lo podrido (literalmente) de la condición humana, sus vicios y sus constructos como prisiones de la moral, pero es también un ejercicio de ética para iniciados. Abanderada del #MeToo (llegó a comparar la situación de la mujer en la industria con el «apartheid») y sin nada que negociarle al viejo Hollywood, Campion se las apaña para contar una historia del ayer, de los hombres maltratados, dañados y reprimidos sobre los que se ha construido la Historia, pero también del hoy, de los que deciden subirse al caballo de lo pérfido y quieren desentenderse de las consecuencias. Decía Ford que «ante la duda, se hace un “western”», y Campion aquí parece refrendarle, lanzar el último puñetazo de un género infinito y responder, con voz honda en mitad de Montana: «Ante el “western”, hay que plantear una duda».