Pasado mítico

Axis Mundi: el monte sacro en la Península

La antigua geografía española tenía especial predilección por las montañas sagradas, que hoy siguen transmitiendo imponentes leyendas de nuestra historia

Símbolo del Axis Mundi, que representa la comunicación entre tres mundos
Símbolo del Axis Mundi, que representa la comunicación entre tres mundosWikimedia

Hay un viejo motivo mítico-religioso, que es el del «axis mundi», que representa un punto de unión de diversos planos ontológicos: sobre todo, el mundo nuestro y el de los dioses, la realidad y el submundo, el cielo y la tierra, lo divino y lo humano. En diversas culturas este «ombligo del mundo» de poder y veneración, como estudió Eliade, está a menudo representado por un monte sacro: el Fuji en Japón, el Kilimanjaro en África, el Sumeru en los Urales, el Kailas en Tibet, o el Meru en India, el Tabor o el Gólgota en el judeocristianismo. Estas sacras pirámides representan un eje espaciotemporal: el Parnaso, donde estaba el oráculo délfico, fue designado centro del mundo por Zeus tras dejar volar dos aves desde los extremos de la tierra y cruzarse allá. En este lugar simbólico Apolo, dios celeste, derrota a la serpiente profetisa de la tierra, fundiendo los diversos planos en el monte sagrado por excelencia de la mitología griega –con permiso del Olimpo– donde se daba culto a la piedra sagrada –el «omphalos» u ombligo– dedicada a Zeus. En el Calvario, la sangre de Cristo empapa la calavera enterrada de Adán y redime a la humanidad. Igual que el árbol santo (la cruz), la montaña es un eje imprescindible para la humanidad. Miren la narrativa, desde la más clásica, como «La montaña mágica», de Thomas Mann, hasta la más heterodoxa, como «El monte análogo» de René Daumal.

Pues bien, la antigua península ibérica también tenía especial predilección por los montes sagrados que siguen hoy erigiendo sus figuras solitarias e imponentes en las leyendas de nuestra geografía. La prehistoria del arte, el mundo rupestre, se arracima en torno a grandes moles sagradas como centros de veneración. Véanse si no los Picos de Europa y Peñalba, donde habría personificados diversos dioses atávicos. Muchos son los montes sagrados en nuestra geografía: el Moncayo, el Gorbea, el Pindo, Montejurra… También la colina es sagrada, como epicentro del cosmos de la Celtiberia.

Piensen en Numancia, en la ciudad sagrada como Mediolanum, eje de culto, rito y vida social. Las fuentes romanas, desde Pomponio Mela a Avieno o Justino, nos hablan de unos cuantos más: por ejemplo, el Montgó, en Alicante, de figura singular que domina la comarca, o el Matas, junto al Besós. Destacan las sierras sagradas que hay que transitar. Por ejemplo, la de La Demanda, entre la Rioja y Burgos, con las alturas del monte más visible, el San Lorenzo. Los romanos hablan también de la Sierra de Balaguer y del Pico Sacro o Mons Illicinus, en La Coruña.

De Marte a Thor

En la historia de la Edad de Hierro, el noroeste de la Península parece dominado por el culto al monte sobrecogedor que hay que cruzar: para los galos y los celtas hay todo un mundo feérico bajo los montes, el pueblo de las hadas, y sobre sus cumbres, desde el Norte de Castilla a Asturias y Galicia, recibe culto un gran dios al que hay que apaciguar, entre mito y folclore. La clave etimológica, como en Grecia, es el «brillo» o el «verse desde lejos» de la montaña suprema.

Aquí, en toponimia, abunda la raíz «kand-», marca de la montaña brillante desde lejos. Hay aras dedicadas a Júpiter «Candamio» en Candanedo, en la zona montañesa entre León y Asturias. Otro ejemplo es otro altar quizá procedente de Candedo o de La Canda, no lejos de la zona fronteriza entre Zamora y Orense. Y muchos lugares del norte de Portugal y sur de Galicia muestran honores a estos dioses guardianes de pasos montaraces, no ya a los lares viales, sino a grandes dioses de trasfondo indoeuropeo. A veces se pueden asociar al gran dios de la primera función, al Júpiter galo o a Odín o Dagda, en identificaciones que fomentaron los romanos. Aunque en el culto indígena se mezclan a menudo con otro tipo divino, semejante a Marte o a Thor.

Y en la posteridad medieval, sin entrar en las muchas apariciones marianas y episodios hagiográficos en montañas de toda Europa, ¿cómo no recordar la leyenda del castillo del Grial, entre paganismo celta, cristianismo y alquimia orientalizante? Predomina el simbolismo del monte sacro. De los muchos lugares de la geografía europea que se disputan ser el escarpado castillo del rey pescador, de Amfortas o de las damas –el castillo de Dinas Bran en Gales, el cátaro Montsegur en el Pirineo francés o algún castillo cruzado de ultramar–, pocos lugares pueden presentar mayor pedigrí como montaña santa que Montserrat, acaso el Montsalvat de Eschenbach. Estremece mirar a ciertas cumbres.