La cruz del diablo de Cuenca
Es fama que las huellas de las zarpas del diablo quedaron impresas para siempre en la cruz de piedra de la Ermita de las Angustias


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El ángel caído sobrevuela por todas las comarcas de la geografía mítica de España sembrando de leyendas inolvidables cada rincón de ciudades, pueblos o accidentes geográficos. Son legión los lugares marcados por la huella del maligno en nuestro país, que desde la Antigüedad tardía tiene vocación de tierra de santos y de apariciones marianas pero, a la par, ha sido pródigo en cuentos y leyendas sobre el demonio: desde el puente del diablo de Lumbier, sobre el Irati, al de Llobregat, desde las obras de arte que hacen referencia a él en catedrales o relieves hasta las diversas huellas de su presencia en la literatura, como ese diablo cojuelo que sobrevuela a grandes zancadas la geografía hispánica. Y es que casi no hay lugar de la España mítica que no haya sido marcado de forma indeleble por Satán, Luzbel, Belial, Belcebú, Mefistófeles... y así uno tras otro de los muchos nombres que adquiere el príncipe de las tinieblas en la tradición cristiana.
En esta ocasión me gustaría seguir sus siempre inquietantes y tenebrosas huellas en las leyendas de trasfondo moral, y, en concreto, referirme a la historia sobre la cruz del diablo en la ciudad de Cuenca. Ciudad encantada donde las haya, está surcada de diversas leyendas que atestiguan una rica tradición popular y culta a la par que se va superponiendo en diversos niveles que han dejado huellas artísticas y literarias en los estratos cronológicos más diversos. Si nos ceñimos a la tradición popular más o menos piadosa o moralizante, hay que hablar de la Ermita de las Angustias, donde está situada una cruz que quiere la tradición que fuera tocada por el propio ángel caído. En el marco de las historias sobre persecución de las almas incautas de pecadores que caen en las redes de su fatal seducción hay que contar la historia de un joven de Cuenca, el hijo del oidor, que era famoso por sus hazañas amorosas, de modo que todos los corazones de la ciudad estaban rotos por él. Este caso entronca obviamente con la tradición donjuanesca hispánica, en la que el diablo aparece personificado como el seductor de malas acciones desde el punto de vista de la moral sexual. El propio motivo mítico de don Juan, que hunde sus raíces en la tradición mítica anterior a Tirso de Molina, aparece como un burlador burlado y al final caído en las redes diabólicas que acaban con la perdición de su alma.
Pues bien, este famoso y anónimo seductor de Cuenca puede que hubiera presumido de ser capaz de seducir a cualquier muchacha y de ser superior al diablo en esas artes. El castigo no se haría esperar, por supuesto. Apareció una hermosa forastera en la ciudad, de nombre Diana, que atraía todas las miradas. El joven quiso seducirla, pero ella se mostró inmune a sus encantos pese a los continuos asedios. Todo fue así hasta el día de la víspera de Todos los Santos, cuando una misteriosa carta le invitó al chico a citarse con su deseada Diana en la Ermita de las Angustias. Allí, decía, ella se entregaría a su lujuria. El tema de la unión sexual ilícita en en suelo sagrado recuerda a varios mitos que hunden sus raíces en el mundo clásico, como una de las más terribles transgresiones (recordemos el caso de Medusa, que precipita su transformación en monstruo, aunque mediara una violación, o el de Atalanta e Hipomenes).
Un castigo para el seductor
Aquella noche, cuando llegó a la ermita, apareció la hermosa Diana vestida de forma seductora, como una princesa de cuento de hadas que fuera al baile. El joven le fue quitando la ropa y llegó el momento culminante de levantarle la falda y descubrirle la ropa interior. Entonces, al destapar sus hermosas piernas, bajo los ropajes poco a poco fue tomando forma la silueta de unas horribles extremidades inferiores, no ya femeninas, sino más bien unas espantosas patas de cabra. Algunas leyendas del norte de España hablan de la «dama pata de cabra», una bruja, un alter ego del diablo o un súcubo malvado. Al fin, se transformó en un monstruoso macho cabrío, en la pura efigie del diablo, ante el horror del joven, que huyó despavorido de la ermita. Al salir pudo agarrarse con todas sus fuerzas a la cruz que había frente al recinto sagrado mientras el diablo intentaba arrancarle de ahí. El chico se arrepintió y acabó por sobrevivir al ataque gracias a la protección de la cruz, pero es fama que las huellas de las zarpas del diablo quedaron impresas para siempre allí. Un nuevo ejemplo de la geografía de la España mítica y legendaria en el acervo de los cuentos populares, en este caso, de la fabulosa ciudad de Cuenca.