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Los huevos de Condorcet, o cómo el girondino murió por culpa de una tortilla

El filósofo girondino asistió como aristócrata al terror de los «sans culottes» en París mientras cavilaba sobre la existencia humana y acerca de comer o no una tortilla
Retrato de Nicolás de Condorcet
Retrato de Nicolás de CondorcetArchivo

Madrid Creada:

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«¿Mando al servicio que te haga una tortilla para el viaje, querido Nicolás?», dijo madame Vernet. Condorcet llevaba nueve meses escondido en casa de esta viuda, desde julio de 1793. Se aburría tanto que había escrito un libro sobre el progreso humano. «No, querida. El miedo me ha cerrado el estómago», contestó el girondino. París era una fiesta de sangre. El Terror no tenía piedad con los misericordiosos. Había cometido el error de manifestarse en contra de la pena de muerte para Luis XVI. «Me vestiré de pobre y saldré de la ciudad», dijo Condorcet. «Vale. Pero te irás con una tortilla, ¿no?», preguntó la viuda. «No tengo apetito. Quédate con el manuscrito de mi libro, por favor». La mujer agarró el paquete (de hojas) y le miró a la cara. «Si algo me pasa, que se publique como está aunque sea solo un esbozo», apostilló el filósofo. «Lo haré –dijo la viuda mientras Nicolás se ponía unos harapos–. ¿Y el título?». «Es un borrador», contestó pensativo. «‘‘Es un borrador’’ es un título feo, querido», apuntó la otra. El filósofo suspiró. «Esbozo sobre el progreso humano», aclaró el girondino. Metió unas monedas en su bolsillo y se dispuso a salir de la casa. «Espera», exclamó madame Vernet. «Dime». «¿No quieres llevarte una tortilla?». Condorcet parpadeó y abandonó el refugio.
Las calles estaban mojadas y sucias. Los sans-culottes patrullaban. Con sus gorros frigios parecían gallos. Llegó a la abadía de Saint Germain des Pres. Tomó la primera a la izquierda y bajó por la rue de Sevres. «¡¡Muerte a los traidores!!», oyó. Las invectivas provenían de los jardines de Luxemburgo. Comenzó a andar pegado a la pared para no llamar la atención. Al paso le salió una niña con un canasto. «¿Una tortilla, señor? Están hechas con los mejores huevos de Francia», dijo la vendedora. Condorcet no contestó. «Qué manía con la tortilla», pensó.
Su objetivo era llegar al domicilio de unos amigos en Clamart, cerca de París. «¿Dónde estaba la casa?», se preguntó. Nunca había ido allí sin sus criados y su carruaje. Ensimismado en sus pensamientos jamás había memorizado el camino o algún detalle de la fachada. Además, de noche y atacado por los nervios era imposible encontrar aquella mansión. «Nada. He dado mil vueltas a estas cuatro casas. No sé. Quizá un poco más allá –barruntó mirando al bosque de Meudon–, pero quién sabe».
Arrastraba los pies y el cansancio. Afortunadamente en aquel abril de 1794 no hacía frío. Pasó la noche al raso. Toda una experiencia para un aristócrata. Según se despertó comenzó el hambre. «Me vendría bien una tortilla. Ahora sí», se dijo al encaminarse a una posada. Entró en el local. En la taberna había cien lámparas. Una en el techo y las otras noventa y nueve en el delantal del posadero. Las moscas habían desplegado una maniobra de demostración aérea en formación de grupos de ocho. Un rata le saludó antes de meterse en su casa de la pared. Al fondo, tres tipejos tocados con gorro frigio, sin afeitar y con manchas de sangre en las blusas, discutían con pasión. Uno decía que Kant lo había clavado en «Crítica de la razón pura», otro que Rousseau se había equivocado en la epistemología, y un tercero que en la Ciudad de San Agustín no había atascos.
«Posadero», dijo Condorcet. Vio entonces que había una tranca en la pared con un cartel que decía «Si vous ne payez pas, je m’en tirerai» (Si no pagas, me descuelgo). Era todo de un tipismo digno de un ensayo meta-social. Nicolás se enfrascó en sus pensamientos. «Este es el pueblo al que hemos entregado los derechos y la soberanía», pensó. Un escupitajo del defensor de Kant le sacó de su reflexión. «¿Qué?», dijo el amable restaurador. «Tengo hambre», confesó Nicolás. «Y yo un tío en Nantes. Aunque me parece que le han montado en una barcaza en el Loira, y no precisamente para hacer un crucero», dijo el posadero vomitando una risa.
«¿Qué quieres, compadre?», preguntó al fin. «Pues, no sé». El filósofo girondino, con todo el progreso metido en la cabeza, no tuvo más que una imagen en su mente. «Una tortilla». «¿De cuántos huevos?”. Condorcet no había tocado un perol en su vida. Nunca había cocinado. Eso eran cosas del servicio. «Doce». «¿Doce?», exclamó el rufián. «Sí, una docena. Seis más seis. Tres por cuatro», explicó el académico. «¿Tienes con qué pagar?», inquirió el posadero. El girondino sacó entonces un luis de oro que alumbró el local. Los tres cuates dejaron de discutir sobre la hermenéutica fractal. Se levantaron de golpe. Tenían ante sus ojos a un traidor a la República. Detuvieron a Condorcet y lo llevaron a prisión. Murió tres días después. Dicen que sus últimas palabras fueron «No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos».

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