Historia

Las montañas de fuego y el río del olvido

Pasar al otro lado conlleva unos peligros convertidos en leyenda que tomamos de los romanos. En Pirineos, Finisterre o Cádiz estaban las fronteras a lo desconocido

«El paso de la laguna Estigia», de Joachim Patinir
«El paso de la laguna Estigia», de Joachim PatinirMuseo del Prado

El paso al otro lado, como sabe el héroe que lo transita, conlleva una serie de pasos, cruces y fronteras, muchas veces grutas excavadas en la roca, cavernas con aguas subterráneas, lagos o ríos. La geografía del más allá es intrincada, y muchas veces es la de la propia España, la tierra antesala del inframundo, cuando no infernal en sí misma. La geografía real se mezcla con la imaginada y, como se cuenta, no solo las minas de Huesca, Huelva o León eran mágicas y encantadas para griegos y romanos, sino una serie de otros accidentes geográficos considerados como lugares de paso. Ya desde los Pirineos se constata ese carácter fronterizo de las Hispanias: Diodoro de Sicilia, erudito griego de época de César que seguramente compuso su gran «Biblioteca Histórica» entre los anaqueles de la de Alejandría, apunta algunas notas respecto de los Pirineos, cuyo nombre tendría que ver con el fuego («Pyr») relacionado con la riqueza metalífera de sus estribaciones. De todos es sabido que en el paso al infierno abundan los metales y piedras preciosas, que jalonan el camino del héroe, y que en este caso habrían provocado intensas humaredas y paisaje quemado desde el país de los Vascones hasta el Mediterráneo. Otras veces se prefiere contar la historia de Pirene, en Silio Itálico y otras fuentes diversas. Ora hija de Bébrice, rey del pueblo bebricio, ora del mítico Túbal, Pirene fue amada por Heracles cuando regresaba tras cumplir su décimo trabajo, hacerse con el ganado de Gerión. Ella alumbró, tras su unión con el héroe, una terrible serpiente y, horrorizada, escapó a las montañas, donde murió de pena. Heracles la enterró en una cueva, acaso la de Lombrives, no lejos de Andorra, en la vertiente francesa, y dio su nombre a estas montañas. Una mujer feérica y serpentina, una gruta subterránea, una montaña de fuego: en suma, el ambiente sobrenatural propicio para el paso al otro. Ciertamente, como en otros lugares de las andanzas de Hércules por España, hay otros mitos que explican los orígenes relacionados con este héroe, uno de los pocos que ha cruzado las puertas del Averno y ha regresado para contarlo. Pero otro día hablaremos de más serpientes femeninas por la geografía hispana, porque esta tierra está plagada de ofidios, otro nombre de la península era Ofiusa, «tierra de serpientes».

También Estrabón da noticias de los lugares extraños, y varias aguas conductoras, de Cádiz a Galicia, en una ruta que también fue de minas y metales, mucho antes de la conquista romana. Sabemos que en el Hades griego existían aguas como la laguna Estigia, el río Aqueronte, el Cocito, el Piriflegetonte y el Leteo, cuyos nombres evocan terror, lamento, fuego y olvido. Para llegar al infierno había que cruzarlos y bebiendo las aguas del Leteo las almas perdían la memoria de sus vidas anteriores. Los otros, previo pago del óbolo a Caronte, marcaban diversos tránsitos del dolor y la muerte. Para los filósofos que creían en la reencarnación beber el agua del olvido era un paso importante: de hecho, otros entendían la filosofía como precisamente la búsqueda de la verdad (a-letheia, literalmente el «des-olvido») y, como Pitágoras y Empédocles, recordaban sus vidas pasadas. Pues bien, cuenta el geógrafo griego que, durante la conquista romana de Galicia a cargo del procónsul Décimo Junio Bruto (c. 137 a.C.), sus soldados se negaron a cruzar el río Lethes (u Oblivio), nada menos que el actual Limia en Orense, por miedo a perder la memoria, pues se contaba que era la frontera con ese Hades que representa el Finis Terrae.

Bruto tuvo que pasar primero y, valientemente, beber sus aguas para quitarles la superstición, romper un tabú o, quizá, un maleficio. Pues, si no al infierno, sí se pasaba a un mundo sobrenatural, el dominio celta de las hadas de las aguas galaico-irlandesas que los pueblos de aquella cultura castreña veneraban: deidades como Navia y otras luego romanizadas como Calpurnia a las que se seguirá rindiendo culto en lugares de termalismo inframundano, desde la laguna de Antela, que se decía ocultaba un submundo sumergido de seres mágicos, o las propias Burgas en Orense. Luego, el general romano llegó al Atlántico, quizá al altar del antiquísimo culto al dios sol de los celtas, para ver al atardecer una terrorífica puesta de sol sobre el Atlántico y allí temió haber roto alguna ley primordial. Pero al día siguiente amaneció de nuevo. Otra vez, el fin del mundo, en esta taxonomía apresurada de las grandes categorías de la mitología hispana, entre montañas y ríos de fuego que conducen al sol del interior del laberinto existencial