Janis Joplin: Nacida para perder
El excelente documental «Janis: Little Girl Blue», indaga en la trágica figura de la cantante texana, fallecida a los 27 años por sobredosis.
El excelente documental «Janis: Little Girl Blue», indaga en la trágica figura de la cantante texana, fallecida a los 27 años por sobredosis.
Janis Joplin comenzó a morir el 19 de enero de 1943. Fue cuando nació, en el pueblo texano de Port Arthur. Aquel fue el comienzo de una existencia desdichada, uno de los ejemplos más palmarios de una «muñeca rota» que ha dado el rock and roll, como ahora cuenta el documental «Janis: Little Girl Blue», de Amy Berg. Con un metraje generoso, la cineasta californiana narra la historia de una cantante trágica en sí misma, que pretendió buscar en el blues una redención que era imposible. Su falta de autoestima, la brutal carencia afectiva desarrollada desde su infancia y el hedonismo propio de una insegura estrella del rock and roll formaron un cóctel tan explosivo como la heroína, la cocaína y el whisky consumidos en su final, armas de un homicidio prácticamente voluntario perpetrado contra sí misma.
Amy Berg pone en contexto el tiempo que le tocó vivir a Janis y cómo ella se convirtió en un icono contracultural gracias a su poderosa y personalísima voz. La tragedia estaba cuando se bajaba del escenario. La historia la cuentan algunos familiares, unos pocos amigos que tuvo y músicos como Sam Andrew, Kris Kristofferson o el productor Paul Rothchild. Pero más relevantes que los propios testimonios son las cartas de Joplin, textos descarnados en su propia vulnerabilidad espléndidamente narrados –prácticamente recitados– por la cantante Cat Power.
Desde luego, la de Joplin es una historia para contar y habla de un talento muy especial y en absoluto precoz. Aunque el documental evita meterse en los terrenos cenagosos de su infancia o su sexualidad, diferentes biografías y testimonios sugieren que el comienzo de la inseguridad y carencia afectiva de Joplin aparecen vinculados a su vida en familia. No era guapa, como pretendía, ni popular, como soñaba. No era nadie en realidad. Sólo que a los 16 años cogió una guitarra y se puso a emular a la poderosa cantante de folk-blues Odetta. Ella, junto a Bessie Smith y Billie Holliday, mostraron un horizonte a Joplin. Bob Dylan y su desinhibida forma de cantar y componer terminaron por moldear la aptitud vocal de la texana.
Joplin tomó la extraordinaria decisión de viajar a San Francisco para encontrarse con el epicentro de la revolución contracultural estadounidense. A mediados de los 60, el país era un hervidero. Todo era posible. Gente como el mencionado Dylan, Jimi Hendrix, Beatles, Rolling Stones, The Who, Clapton, Miles Davis o John Coltrane estaban incendiando unas partituras que prenderían en las mentes de una nueva generación que deseaba cambiar el mundo. Y lo quería hacer ahora, no mañana. El rock and roll había perdido toda su inocencia. Mientras, la generación «beat» –Kerouac, Gingsberg, Corso, Felinghetti– llenaba de poesía y prosa las lisérgicas existencias de unos muchachos con la mente más abierta que los cielos californianos. A ese San Francisco es al que llegó Joplin.
Rústica, pero con nervio
El 4 de julio de 1966 se unió a la Big Brother and the Holding Company, una banda rústica pero con nervio, pegada y un toque de contemporaneidad que le iba a Joplin como anillo al dedo. Toda la inseguridad que la muchacha mostraba sobre el alquitrán de la calle o la madera de una barra de taberna se transformaba en arrolladora presencia sobre el escenario. Allí era una semidiosa, una cantante capaz de pasar de la ternura a la histeria en décimas de segundo para regocijo de una audiencia que no había visto nada igual. Tras llamar la atención con su primer disco, titulado como la banda, en 1967 actuaron en el Festival de Monterrey y Joplin se salió con su recreación del viejo «Ball and Chain» de Big Mama Thornton.
En agosto de 1968 se publicó «Chip Thrills», con aquella impresionante portada del dibujante Robert Crumb, un álbum que no vendió tanto como podría pensarse, dado el creciente impacto que tendría con el tiempo. Para entonces, Joplin ya estaba con Albert Grossman, representante de Dylan o The Band, un hombre que forjaba estrellas pero aniquilaba personas. A instancias suyas –«tú serás más grande sin toda esa gente»–, abandonó a los Big Brother para formar su propia banda, la Kozmic Blues Band, con la que tardó en entenderse y por la que desfilaron muchos miembros. «I Got Dem Ol Kozmic Again Mama» fue el tercer álbum de Joplin, marcado por sus dudas. Viajó a Europa de gira y esas inseguridades iniciales concluyeron con un reforzamiento de su seguridad como artista. Triunfó cuando ni ella misma lo esperaba.
Pero Joplin sólo era feliz unas pocas horas al día, muchas veces sólo lo que duraba el concierto. «Hago el amor con 25.000 personas, pero luego me voy sola a casa», contaba con amargura. Detrás de esa arrolladora cantante se escondía una mujer profundamente vulnerable. «Sólo quiero sentirme amada», escribía en sus cartas, convertidas muchas veces en lastimosas plegarias. Su problema es que exigía toneladas de amor a personas que o no podían o no querían. El remate eran sus salvajes adicciones. Primero a la heroína, luego se desenganchaba y pasaba a la cocaína, para después seguir con el alcohol y regresar a la heroína. La eterna rueda del pobre yonqui, una ruleta que araña el físico y devora la mente. Esa fiera la tuvo metida en su cuerpo Janis Joplin hasta el último día.
Siempre sola
Ipanema apareció como un Nirvana para la cantante, que en febrero de 1970 se marchó a Brasil para intentar disfrutar del carnaval y desengancharse de la heroína. Allí conoció a David Niehouse, un hippy beatnik del que se enamoró. Full Tilt Boogie Band sería su nueva banda y Niehouse, su viejo amor. Él decidió seguir su aventurero modo de vida y Joplin se quedó en Los Ángeles con la existencia de la artista, que era la de los discos y las giras. De vuelta a la melancolía, de vuelta a la soledad, de vuelta a las drogas, de vuelta a la muerte. El 4 de octubre de 1970 había sido un buen día de trabajo con varias canciones registradas para su nuevo álbum. Había que celebrarlo. Pero ¿con quién? La realidad es que Joplin estaba sola. Fueron cayendo las copas, los polvos blancos, el aluminio, la cuchara y el mechero. A la 01:40 el forense firmó la defunción de Janis Lyn Joplin. Había acabado su dolor, era el fin de la tragedia, adiós a las lágrimas, que comience la compasión. No pudo escuchar «Pearl», su última grabación, un disco convertido en póstumo.
«Siéntate. / Cuenta tus dedos. / Qué más puedes hacer. / Sé lo que te pasa / y sé que no encuentras / ninguna razón para seguir. / Cariño, ven y siéntate. / Y cuenta tus dedos. / Mi infeliz, mi desafortunada. / Mi pequeña niña triste. / Porque sé cómo te sientes». Es la espléndida «Little Girl Blue», con la que termina el documental, en una desgarradora interpretación de la texana ante las cámaras. Como tantas otras veces, una canción y una voz explican mejor que tantas palabras qué tenía dentro Janis Joplin: puro talento, franca emoción. Y, también, qué le faltaba fuera: alguien en quien apoyar la cabeza. Estaba condenada desde el mismo día en el que abrió los ojos por primera vez porque había nacido para perder.