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es cuadrada»

larazon

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Decidió escindirse porque con una voz no le bastaba para contar el mundo, que no es otro que el suyo propio, el que siempre ha llevado por dentro. Un novelista es un ser de territorios interiores, opacos, que sólo surgen con la escritura, que es un ejercicio fabril, cargado de lentitudes y exigencias diversas. Un peaje que John Banville percibió como demoras molestas, casi fastidiosas, cuando en el calendario se avecinaban los sesenta años y la edad comenzaba a restarle perspectivas y horizontes. «Sentí el tiempo y que la muerte se acercaba, y quería hacer algo irresponsable, y fue estupendo hacerlo». De ese apremio nació una nueva identidad, una bifurcación del alma literaria, ese negro de sí mismo que es Benjamin Black.
A veces un autor se encuentra en la impostación, en una máscara para el público, como hizo Valle-Inclán, y, en otras ocasiones, en un heterónimo, que es una falsificación libre, pero no menos auténtica, de sí mismo. Ahora esta sombra, que alumbró después de ganar el Booker Prize, amenaza con fagocitar al novelista primero, original. Algo así como si la criatura matara al padre en un rapto edípico. «Benjamin Black siente celos de Banville, algo de furia, pero son creadores muy diferentes, se parecen poco entre ellos. Después de comer, noto cómo se solapan entre ellos y veo que Benjamin Black ha influido en la escritura de Banville y que Banville se introduce en la prosa de Black. Entonces trato de separarlos».
Ayer, en Oviedo, existían severas dudas de cuál de los dos había venido para recibir el Premio Príncipe de Asturias, si el narrador literario o el policiaco; a quién de los dos pertenecía el anecdotario de su conversación locuaz, inusualmente digresiva, y, también, ese desconocido humor irlandés, que es un humor huidizo, que consiste en señalar tras un comentario que eso es una broma. El novelista intentó despejar esta serie de interrogantes, pero sin conseguirlo demasiado, aunque admitió, eso sí, que el álter ego que dedica su talento al relato detectivesco nació de la mera impaciencia y, un poco, de la necesidad de avanzar en la escritura, de continuar trabajando sin la rémora de las autoexigencias. «El idioma es tan difícil... el mundo es circular y el lenguaje cuadrado, y encajar esas dos cosas es muy difícil». Por esa falla intelectual emergió Benjamin Black, «que escribe directamente en ordenador, a gran velocidad: la espontaneidad es lo suyo. Banville, que escribe a mano y es más lento, le señala que ralentice la escritura, pero Black dice que no: él quiere ser rápido».
Todo escritor es un perseguidor de fantasmas, los personajes de los libros. Y Banville y Black comparten una inclinación por crear una atmósfera que defina a los suyos (en eso del clima se adivina su origen). El novelista de ayer, no importa cuál de los dos fuera, si Banville o Black, reconoció su desconocimiento de la naturaleza humana, de los meandros que dominan el espíritu: «No sé nada de la vida. Sé menos de las personas que nadie, pero puedo escribir sobre ellas. Es lo raro. La razón por la que escribo es porque estoy confundido: no entiendo el mundo ni a las personas».
Héroes sobre heridas
Otro rasgo de sus libros es un ligero peso de la melancolía, una razonable «saudade» que comenta sonriendo, con un poso de ironía: «No hay nada como la tristeza para inspirar al artista. Y, por eso, estoy agradecido a la educación católica que me dio una sensación de culpabilidad, de lo trágico». El paso del tiempo es una arista habitual en las novelas de Banville y Black, que construyen a sus héroes sobre las huellas que dejan las heridas. «El pasado me parece fascinante –dice–. ¿Cuándo se convierte en pasado? ¿En una semana? ¿En un mes? Cuando miraba hacia atrás poseía la impresión de que el pasado era luminoso y luego me di cuenta de que era igual de aburrido que el presente y que esa luz existe sólo porque es algo imaginado. El pasado de todo el mundo es su propia obra de arte. Deja una sensación de gran tristeza, pero, a la vez, dulce, a pesar de que sintamos luto por nosotros mismos».
El novelista desafió su doble identidad con «La rubia de los ojos negros», cuando John Banville, como Benjamin Black, escribió, como si fuera Raymond Chandler, una novela de Philip Marlowe. «Pude usar la voz de Chandler y recuperar a Marlowe. Me encantó descubrir esa soledad de este detective, el sentido que tiene de sí mismo. Pertenece a una raza que se muere, que está desapareciendo: es un hombre decente. No estaría mal tener algunos Marlowe en estos tiempos». Sólo Banville, acostumbrado a pugnar con las palabras, es capaz de percibir los acorralamientos del idioma, asegurar que «es una arrogancia que los ingleses no traduzcan ni lean a escritores de otras lenguas. Nos estamos aislando en nuestro propio idioma» y, de paso, revelar con este comentario, de manera inconsciente o no, quién estuvo ayer en Oviedo.