Literatura

París

La mística total de Bill Viola

Sus videoinstalaciones dan una nueva vida a «Tristán e Isolda» y dialogan con las obras de Goya, Zurbarán o Pedro de Mena. Un doblete excepcional

Goya, delante de su caballete, junto a «Rendición» (2001)
Goya, delante de su caballete, junto a «Rendición» (2001)larazon

Las salas de la Real Academia de Bellas Artes están a media luz. Invitan al recogimiento. Invitan a que Bill Viola, que es un tipo de buena estatura y más bien delgado, transite por ellas sin un reloj que le marque el tiempo (no sabemos si lo luce en la muñeca; sí, en cambio, lleva una pulsera de cuentas de la que cuelgan un par de borlones, uno en tono albero y otro en granate). Llega al edificio con un notable retraso porque la presentación de «Tristán e Isolda», que el domingo estrena en el Teatro Real, se ha prolongado. Ha aterrizado en Madrid después de un vuelo de doce horas y se nota que su llegada generaba expectación porque las salas del museo no las recordamos nunca tan concurridas, atestadas de cámaras, tanto que en la primera toma de contacto el propio artista casi se empotra contra una de sus videoinstalaciones. Ha colgado cuatro, que forman parte de un programa que responde al título de «Diálogos» y que Jordi Teixidor, comisario de la muestra junto a Idoia Fernández, explica así: «Un diálogo entre el arte clásico y el contemporáneo. El acercamiento a artistas como Goya, Alonso Cano, Zurbarán, Pedro de Mena, El Greco y Ribera, nos introduce en un mundo de espiritualidad y reflexión que nos transporta a niveles apenas perceptibles. Viola trata de generar una emoción a través de una realidad. Yo definiría su obra como la expresión plástica del vacío».

Dos hombres y un destino

A su lado, Antonio Bonet Correa, director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, asiste con los ojos muy abiertos y el espíritu alto, realmente satisfecho con el resultado, que califica de «estupendo».Viola también lo está. Se aplica casi de manera constante ese recogimiento al que aludía Teixidor. Confiesa que el día de ayer fue grande para él, un día completo y una ocasión maravillosa para deambular de nuevo por las salas académicas, que ya conoce, lo mismo que El Prado. Dice que está conmovido y explica la primera de sus obras con detenimiento. «Rendición» (2001) se ha hecho un hueco importante en la sala de Goya, a la vera de su autorretrato con caballete. El vídeo vomita una imagen, dos personas, un hombre arriba con camiseta azul y otro boca abajo, que acabarán por fundirse y diluirse uno en otro: «Sus almas viajarán buscando un nuevo centro y así seguirán hasta que hallen su lugar. Hay muchas cosas en la vida a las que uno tiene que rendirse y abandonarse aunque el resultado sea doloroso». La segunda de las piezas se relaciona con una talla recién restaurada de Pedro de Mena, siglo XVII, imponente. A su lado, una pareja (esa idea suya de contrarios, una vez más) experimenta una situación turbadora que amenaza con destruirlos. «Cuando el polvo se asiente veremos que regresa la calma. Es el ciclo del movimiento y la muerte», explica. Y así es. Él se agita, su cabello se mueve ralentizado, las venas de su cuello están a punto de estallar. Después, la calma regresa. «Sus expresiones nos hablan de lo sucedido», comenta. Al dar paso a «Montaña silenciosa» (2001), Viola se confiesa en voz alta: «Cuando estudiaba siempre pensaba en el futuro. No reconocía a los maestros antiguos ni el lugar que ellos ocupaban. Cuando murió mi madre, mi mundo se volvió del revés, fue terrorífico y desestabilizador y viví un verdadero "shock". Tuve que acostumbrarme a ello. Disponemos de un tiempo limitado que debemos aprender a utilizar para ayudarnos a nosotros y a los demás».

Delante de su cuarta videoinstalación, dice en voz baja que quiere quedarse aquí, «en este museo que me resulta verdaderamente increíble. Nos hemos equivocado al trazar una línea que separa el arte clásico del contemporáneo. Todo es arte. Goya estuvo aquí y Rubens, y nosotros ahora. Y cuando nos vayamos, ellos seguirán aquí». Mientras, Bonet Correa, sentado delante de «El quinteto de los silenciosos» (2000), mira la videoinstalación una y otra vez. Es una sala recogida, recoleta y maravillosa y es entonces cuando el creador, que ya ha tenido bastantes focos en la mañana, despide a la prensa, que se le pega como una lapa y decide disfrutar de su momento. Así lo anuncia y así lo pide. Y así lo hace. El hervidero que era a media mañana la Real Academia de Bellas Artes parece que se ha calmado. Los focos se van apagando, aunque los primeros que se encendieron ayer fueron los del Teatro Real. ¿Casan, nos preguntamos, bien Wagner y Viola? A tenor de la explicación del segundo, perfectamente. Su visión de «Tristán e Isolda» encuadra perfectamente con la idea de arte total, sin límites. «Me he dedicado al vídeo casi desde su nacimiento por eso me resulta algo natural. Me ayuda a entender el lado dinámico de las cosas. El mundo es una esfera, lo que nos permite comprender lo que tenemos delante con independencia del ángulo en el que lo miremos».

Un televisor pequeño

Está agradecido a Mortier (que deja su hueco en la mesa, pues su delicado estado de salud le ha impedido estar cerca de uno de sus creadores de cabecera) y también a ese profesor que cuando estudiaba le enseñó la pantalla de un pequeño televisor «y desde ese momento supe que me quería dedicar a esto». Dice que siempre piensa dos veces lo que tiene que hacer y que no se lanza a la piscina sin una reflexión previa, por eso le dio vueltas a Wagner, porque ésta es su primera ópera. La estrenó en 2005 en La Bastilla en París. Y no la ha tocado desde entonces: «Ha sido una experiencia extraordinaria poder introducir la idea de la imagen que nunca se detiene porque la vida es un continuo y así es como creo que se va a entender la experiencia en nuestro planeta». ¿Qué quería lograr con su trabajo? «Es una historia que se basa en un mito y que está fuera del tiempo, no sale de la cabeza, sino del sentimiento. Transcurre en tiempo real, pero no va hacia un desenlace determinado. Es como cuando nos enamoramos o nos perdemos dentro de nosotros mismos», explica y expone la idea de la unión de los opuestos, tan presente en su obra: luz frente a oscuridad, fuego frente a agua, vida frente a muerte. Y Bill Viola, el místico del arte, frente a todos.

Un mentor espiritual llamado San Juan de la Cruz

Bill Viola habla muy despacio, sonríe a veces, más de lo que pueda parecernos la primera impresión, y predica con el ejemplo. En el diálogo que mantiene en el Teatro Real hay una palabra que se repite: místico. La sorpresa, o quizá no lo sea tanto, llega cuando descubre quién ha sido uno de sus mentores. Lo hace después de explicar que «tenemos que ser capaces de romper las reglas, «uno de los conceptos en los que insisto, romper las normas establecidas y ser capaz de infringir los principios porque si no es así nuestra cultura no será nada. Si no rompes la norma, ni hay revolución ni existe verdadero amor», dice. Y es en ese punto, cuando se detiene y habla de San Juan de la Cruz, «mi guía durante años». Lee en voz alta sus versos, que trae escritos en un folio: «Sólo el que ha pasado por ello sabrá lo que es, aunque no hay palabras que lo expresen ni que existan para describirlo». Se le encienden las pupilas. Y es en ese momento cuando toma la palabra su ayudante, verdadera mano derecha, su otro yo, la mitad misma de Viola, Kira Parov. Y por si él se nos antojaba demasiado místico (dicho sea con todo el respeto) es ella la que habla de cómo ha sido la producción, muy costosa en tiempo y económicamente: «El coste era tres veces superior a lo que cualquier institución se habría podido permitir y por ello contamos con la ayuda de las galerías», dice. Algunos fragmentos han formado parte de videoinstalaciones para ayudar al sufragar el coste. Durante meses estuvieron inmersos en Wagner, «dejamos a un lado la música para trabajar las imágenes y dedicarnos al mundo visual. Sentíamos que vivíamos en un mundo intemporal en el que no había día ni noche». Rodaron bajo el agua de una piscina y montaron columnas de llamas de 25 pies de altura «porque no utilizábamos imágenes digitales, sólo filmadas a tiempo real. Los actores no actuaban sino que experimentaban. Por eso cada representación es diferente».