La pederastia aflige a la Berlinale
Sergi Sánchez- El chileno Pablo Larraín presenta la polémica «El club», un duro alegato contra el horror sobre esta lacra que no deja paz para el espectador.
«Hay tres tipos de religiosos», sentencia Pablo Larraín. «Los que son hombres de Dios y se entregan a su misión con dedicación y esmero. Los que están en manos de la Justicia, o encerrados en la cárcel. Y luego los que nadie sabe dónde están, que se esconden de la vista de la gente». A ellos está consagrada «El club», que la Prensa recibió con entusiasmo ayer en la Berlinale. Hacer visible lo invisible es uno de los objetivos del cine, aunque, en el caso de la excelente película de Pablo Larraín, la expresión correcta no sería «sacar a la luz» sino «a la sombra». Envueltos en una permanente penumbra, un grupo de sacerdotes acusados de pederastia o tráfico de niños viven en tranquilo y armónico retiro en una casa en la costa chilena, protegidos por una monja que hace las veces de carcelera y que también fue maltratadora. Una pistola, una víctima con ganas de confesarse a voz en grito y un repentino suicidio detonan la llegada de un joven jesuita que quiere cerrar la casa.
La película no aclara la época en que se desarrollan los hechos, pero la candente actualidad de lo que cuenta nos impulsa a situarlos en el aquí y ahora. Podríamos caer en la tentación de situarlos en el régimen de Pinochet, teniendo en cuenta que las tres películas anteriores de Larraín –«Tony Manero», la excelente «Post Mortem» y «No», con la que fue nominado al Oscar a la Mejor Película Extranjera– abordan la dictadura desde distintos puntos de vista (sórdido y austero, en los dos primeros casos; cínico y didáctico en el tercero). Pero probablemente erraríamos el tiro, porque aquí las bombas tienen una sola diana: la indiferencia de la institución eclesiástica ante el horror que acoge en su seno.
Sin personajes positivos
«En mi país, como en otros lugares del mundo, la Iglesia no pasa cuentas con la justicia civil», afirma el cineasta chileno. «Lava su mala conciencia con el sacramento de la confesión. Son ustedes, los periodistas, los que dan la señal de alarma para que el Vaticano tome medidas». Es obvio, la película no generaliza, pero la falta de personajes positivos (en este caso, arrepentidos o con intenciones de ventilar el escándalo) nos hace pensar que ni siquiera el Papa Francisco, tan concienciado con el tema, le daría la bendición.
Los que temían que el cine de Larraín se acomodara después del éxito internacional de «No» estarán contentos. Si aquella estaba rodada en rugoso Umatic, ésta dificulta la visión de sus siniestros personajes, filmados a contraluz o directamente bajo las tinieblas de una especie de eclipse de sol permanente. No es la única decisión que toma el chileno para incomodar al espectador. De hecho, toda la película coge el toro por los cuernos y no deja asidero al que agarrarse. No se ve nada, pero se cuenta todo, y la imperturbabilidad de los verdugos, que han vivido en su retiro cantando, paseando y entrenando a un galgo que gana en las carreras locales, es puro cine de terror. Ni una sola nota tranquilizadora existe en este filme valiente y hostil, desagradable hasta decir basta, y que tiene un final desgarrador.
En un país tan profundamente católico como Polonia, ¿cómo será recibida «El club»? «Body», la película de Malgorzata Skumowska que ayer también competía en la Berlinale, demuestra que, incluso en la patria del Papa Juan Pablo II, el descreimiento campa a sus anchas. Los tres protagonistas –una chica anoréxica; el padre de ésta, de profesión forense; y la terapeuta que intenta reconciliarla con el mundo, y que está convencida de que puede hablar con los muertos– tienen, de un modo u otro, una relación conflictiva con el cuerpo. La chica quiere librarse de él, no lo soporta, lo percibe como reflejo de su ira cósmica. El padre está tan acostumbrado a ver cadáveres que es incapaz de sensibilizarse ante el problema de su hija. Y la terapeuta ha decidido escapar a su cruda realidad poniendo su energía al servicio del espíritu y renunciando a una sexualidad que parece echar de menos.
El retrato de la sociedad polaca es implacable. «Body» transcurre en la actualidad, pero podría suceder en la Polonia comunista, decorada con edificios-colmena y habitada por enfermeras fumadoras, vecinos fisgones y médicos burócratas. Recorrida por un extraño sentido del humor, a la vez marciano e hiperrealista, y con una atmósfera bastante perturbadora, la película describe el proceso de acercamiento de dos personajes que tienen que aprender a creer. ¿Y el tercero? Ahí es donde Skumowska pierde pie, con la instrumentalización de la terapeuta, que funciona como auténtica catalizadora de la acción para luego convertirse en poco más que un gag andante. La ambigüedad que «Body» muestra hacia lo invisible es algo tramposa, como lo es alguien que te obliga a creer en fantasmas para, poco después, decirte que no existen.