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Lenin, Jruschov: lo peor está detrás

La historiadora Sheila Fitzpatrick analiza, con pretendida distancia, en un libro al grupo de hombres que levantaron las bases del terror en la época de Stalin, arrinconando a los trotskistas e iniciando las Grandes Purgas. Los mismos que, a su muerte, se disputarían el poder.
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La historiadora Sheila Fitzpatrick analiza, con pretendida distancia, en un libro al grupo de hombres que levantaron las bases del terror en la época de Stalin, arrinconando a los trotskistas e iniciando las Grandes Purgas. Los mismos que, a su muerte, se disputarían el poder.
Alberto Garzón, diputado por Unidos Podemos, una formación que pretende ser la alternativa de izquierdas en España, publicó en Twitter el 7 de noviembre pasado: «Hoy es el 99 aniversario de la revolución rusa de 1917; una revolución contra ‘‘El Capital’’. #RevolucionEs Paz, Pan y Tierra». La apología de una dictadura asesina como ésta sólo es posible hoy en Occidente si pertenece al universo izquierdista. La justificación de detenciones arbitrarias, torturas, muertes, y deportaciones de millones de personas no pasa factura política ni social si es relativa al «proyecto socialista». No es concebible el mismo trato hacia el nacionalsocialismo, hermano del comunismo. Y eso que ya señaló el escritor Manuel Chaves Nogales en «Bajo el signo de la esvástica» (1933) que Hitler había copiado las formas de Lenin, impulsor de los campos de trabajo y de las checas para la liquidación social.

Lenin, «santo laico»

En la década de 1970 caló en Occidente la vieja idea trotskista: el estalinismo había traicionado la bondad del proyecto de Lenin, una especie de santo laico, visionario, protector del pueblo, que solo pretendía la justicia social y el bienestar de la gente. Los autores del genocidio habían sido otros, como Stalin. De esta manera, el golpismo bolchevique contra la república democrática y las urnas entre julio de 1917 y enero de 1918, así como los planes leninistas para asesinar a media Rusia, tenían un aire romántico, justiciero y moderno, y quedaban justificados. Pero esto no era suficiente para la Nueva Izquierda, y surgió un revisionismo que, incapaz de defender la realidad política de la URSS, sostuvo que lo importante era el cambio social y cultural que se había producido al otro lado del Telón de Acero. Lo decisivo era la construcción del Hombre Nuevo, el Homo sovieticus. La mayor representante de esa tendencia fue, y es, la historiadora australiana Sheila Fitzpatrick, sovietóloga de fama mundial, de la que ahora la editorial Crítica acaba de verter al español su reciente obra, «El equipo de Stalin. Los años más peligrosos de la Rusia soviética, de Lenin a Jruschov» (2016).
La gran tesis de Fitzpatrick, de corte maoísta, es que Stalin llevó a cabo una «Revolución Cultural» entre 1928 y 1932 que creó una intelligentsia específicamente soviética para dirigir el socialismo. Esa generación eran trabajadores formados durante el primer plan quinquenal estalinista, que permitió su «vydvizhenie», o promoción social hacia la administración y el Partido. Y para ello, Fitzpatrick cita asépticamente tres acontecimientos: la liquidación de ingenieros «burgueses» de Shakhty en 1928 por «poco eficaces», la revuelta de las juventudes comunistas –como luego hicieron en China los Guardias Rojos por orden de Mao–, y la hegemonía cultural marxista –que casualmente, o no, casa con las ideas de Gramsci–. De esta manera, dice la autora, se supera la interpretación del modelo soviético como totalitario, para verlo «desde abajo»; es decir, en lo que supuso de cambio social.
Fitzpatrick sostiene que los impulsores de esa transformación y del establecimiento del socialismo fueron los miembros del «equipo de compañeros» Stalin. El grupo estuvo formado por cerca de una docena de hombres –ni una mujer, señala la autora–. El dictador los reclutó a principios de la década de 1920 para, primero, hacer el trabajo sucio, como luchar contra los grupos de León Trotsky y de Grigori Zinóviev, luego encabezar las Grandes Purgas, y finalmente gobernar lo que quedase. Fueron los protagonistas del paroxismo revolucionario, como indicó el historiador francés François Furet, que les llevó a una espiral de sangre por temor a que la estabilización política les exigiera rendir cuentas. Stalin los eligió entre aquellos hombres que podía dominar con facilidad y que nunca podrían ser sus rivales. Tomó a los que podía chantajear por haber realizado servicios al zar, o supuestos actos de traición o de cobardía.
Stalin quiso un equipo de ejecutores de su política, no de ambiciosos adoradores del líder, que compitieran entre sí, como hizo Adolf Hitler. Aquellos comunistas eran servidores fieles y segundones, como el general Kliment Voroshivov, uno de los peores militares rusos. Este hombre era tan consciente de esta situación que cuando empezaron las purgas dijo: «No me preocupo porque sólo van contra los inteligentes». En la misma línea, Stalin eligió a Vyacheslav Molotov como gran diplomático: fue quien pactó con los nazis el reparto de Polonia en 1938. Y eso a pesar de que no había pisado jamás antes Europa ni sabía ningún idioma. O sentó entre los suyos al judío Lazar Kaganovich, que tragó con los progromos estalinistas contra su pueblo para representar la farsa de que el comunismo era tolerante.

La «revolución cultural»

Los miembros del equipo de Stalin, dice Fitzpatrick, se contentaban con «ser compañeros de armas de Stalin en la gran obra de la construcción del socialismo». Es más, el dictador les espetaba con frecuencia algo muy inquietante: «Sin mí estaríais perdidos». Ese grupo llevó a cabo una «Revolución Cultural», afirma la autora, que supuso un cambio social; lo que es cierto, pero fue un cambio a peor: envió a los mejores científicos, literatos, profesionales, militares, y artistas a los gulags. Incluso el escritor socialista H. G. Wells, al entrevistarse con Stalin en 1934, le recriminó que en la URSS sólo había una forma de escribir. «Hicimos todo lo que pudimos para integrar (a los no comunistas) pero no fue posible hasta que pasó mucho tiempo»; o muchas muertes, habría que decir.
Durante los años del estalinismo el equipo forjó dos ideas que parecen ahora resucitar: Stalin fue el «Gran Patriota» que venció a los nacionalsocialistas –sin el concurso de Estados Unidos–, y que fue el «Gran Director» de un país desordenado. La muerte del dictador en 1953 puso en marcha el plan que tenía preparado su equipo: el liderazgo colectivo, y que ya habían practicado entre agosto de 1951 y febrero de 1952, cuando Stalin se desentendió del gobierno. Aquí Fitzpatrick dice sin reparos que «la transición fue exitosa, costó un número mínimo de vidas (para lo habitual en la Unión Soviética), y dio paso a un programa reformista notablemente amplio y radical». Ya; como si hubieran establecido una democracia liberal. La verdad es que Beria, ejecutor máximo de las purgas ordenadas por Stalin, pederasta reconocido, cuya policía, la NKVD, había colaborado con la Gestapo en el control de Polonia, y que ordenó la muerte de 20.000 polacos en Katyn, tomó el poder tras el fallecimiento del «Padrecito». A los tres meses fue detenido por mandato de sus compañeros del «equipo», condenado por una traición al socialismo que nunca cometió, y ejecutado.
El acierto del libro de Fitzpatrick es la descripción de la forma de trabajar de Stalin, las maneras de ejercer el poder. No lo hizo solo, sino con un equipo; es decir, que no hubo un dictador solitario, sino colectivo, y que actuó, lógicamente, no por las vías formales, sino por procedimientos informales. La descripción parcelada, bien documentada, de «la corte del zar rojo», como escribió Simbon Sebag Montefiore, es esclarecedora del método dictatorial soviético. Ese trabajo en equipo puso las bases del liderazgo colectivo que señaló el modo de repartirse y ejercer el poder tras la muerte de Stalin, un personaje del que Fitzpatrick dice: «Podía ser cruel, pero también encantador», y que sabía «subordinar los intereses personales a los intereses de la revolución».
El equipo se desmanteló en 1957, cuando uno de sus miembros, Nikita Jruschov, se erigió en el nuevo líder de la URSS y separó a los demás. El conductor era uno de los productos de la «Revolución Cultural»: un campesino con inteligencia natural que había llegado al poder. Jruschov separó a sus adversarios del «equipo» llamándolos «Grupo Antipartido» y, con gran cinismo, condenó el estalinismo del que había sido protagonista. Fue entonces cuando, según Fitzpatrick, acabaron los «años más peligrosos» porque los vencedores no eliminaron a los vencidos, como Mólotov, Kaganóvich, y Malenkov. Así, a la jefatura de Jruschov le siguió la de Brézhnev por decisión colectiva. Fitzpatrick afirma en su obra que en sus estudios se separa de aquellos que analizan la URSS con «indignación sostenida», y que ella prefiere hacerlo con distancia. El problema es que esa «distancia» acaba siendo el soporte discursivo de los apologetas del comunismo.

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