Libertad de pensamiento por bandera
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Las dos Españas, un país polarizado. El tópico que ya puso en versos Antonio Machado define el mismo tiempo que también le tocó vivir a Miguel de Unamuno. ¿Cuál era la ideología del escritor? La que buscaba la libertad de pensamiento, simplemente. La aprendida en los pensadores grecolatinos, la que impele al hombre a dirigirse a sí mismo, sin sumisiones ante quien surge amparado por un puñado de votos electorales. Por eso, insistía en que su práctica política era facilitar a sus conciudadanos criterios para valorar las situaciones sociales, rechazando la idea de alistarse en un partido político. Alguien que ahondó tanto en el interior del ser humano, en obras como «Del sentimiento trágico de la vida», no podía sino ser un francotirador de toda postura emitida desde el Parlamento.
Así como hiciera, a mediados del siglo XIX, H. D. Thoreau, con su acto de desobediencia civil al negarse a pagar un impuesto que a sus ojos servía para que Estados Unidos guerreara contra México; de la misma manera que el autor de «Walden», con sus conferencias y artículos, criticó sin piedad a las instituciones, llenas de advenedizos sólo pendientes de su propio interés, pero también al ciudadano que admitía leyes injustas sin rebelarse, Unamuno fomentó la iniciativa de negarse a lo impuesto desde el Poder. Éste podía estar representado por un rey, Alfonso XIII, o por el «botarate de Primo de Rivera, patente mentecato» (como dice en un artículo en 1927), al que criticó tanto que, siendo rector de la Universidad de Salamanca, fue condenado a exiliarse en la isla de Fuerteventura durante seis meses, yéndose a continuación de manera voluntaria a Francia.
Con todo, antes de verse defraudado por la República, a su regreso a Salamanca saldría elegido concejal en abril de 1931. Era imposible estar de acuerdo con sus colegas, el individualismo constituía la política mayor que debía emprender cualquiera. Y el otro bando, comandado por Franco, tampoco podía ser la solución en 1936 a la eterna España dividida. Cómo aceptar que un general, Millán Astray, en un discurso contra vascos y catalanes, dijera aquello de «Muera la intelectualidad traidora, viva la muerte». Unamuno no podía quedarse al margen: estar callado hubiera sido mentir; someterse, obedecer. Y entonces dijo, en otras memorables palabras: «Venceréis, pero no convenceréis».