Historia

Belgrado

«Bajo el techo que se desmorona», el nuevo libro de Goran Petrovic

Prepublicación. LA RAZÓN adelanta las primeras páginas de del último libro de Goran Petrovic.

Goran Petrovic
Goran Petroviclarazon

En una pequeña aldea serbia, durante una tarde dominical del año 1980, alrededor de treinta personajes peculiares se reúnen en el cine Uranija para ver una película. El cine se encuentra en lo que otrora fuera el Gran Hotel Jugoslavija, y su techo está cubierto por un papel tapiz que muestra un cielo estrellado. Tras la Segunda Guerra Mundial y la llegada del comunismo, el hotel es nacionalizado y proyecta únicamente películas yugoslavas y soviéticas.

Sin embargo, desde la ruptura entre Tito y Stalin, en el cine se pueden ver películas occidentales, y esa tarde en particular estará marcada por un dramático anuncio que supuso el fin de una era: la muerte del mariscal Tito.

El noticiero del fondo de la cineteca yugoslava

Botas militares derechas. Botas militares izquierdas

El Hotel Jugoslavija de Kraljevo fue construido en 1932 en el lugar donde antaño se encontraba el mesón «El arado». Lo construyó Laza Jovanovic´, un zapatero originario de Raška. En el invierno de 1926, el tal Laza había comprado en Belgrado un vagón de botas militares desechadas por el ejército. No hubo otros interesados en las botas descartadas, de modo que las consiguió a muy buen precio. En este país, sin embargo, en cuanto uno abre la boca para decir algo, enseguida aparecen otros que afirman que saben más de ello:

–No, ¡más bien Laza Jovanovic´ sobornó a alguien en el Ministerio de Defensa para que desparejaran las botas adrede y las ofrecieran en dos pujas independientes!

Sea lo que fuere, nadie quiso las botas militares derechas sin su par izquierdo. Nadie excepto Laza. Para ahorrarse el hospedaje viajó de noche, zangoloteándose, cansando la vista de la oscuridad mientras atravesaba media Serbia, pensando que jamás iba a amanecer cuando alboreó casi al llegar a Belgrado. Sin embargo, Laza no tenía tiempo para recorrer la capital; todos los que vienen de la provincia comparten el mismo miedo de no llegar tarde. Por lo cual se acurrucó, mucho antes de la subasta, en el fondo de una sala majestuosa. Si le hubieran preguntado en qué calle o en qué edificio, sólo se habría encogido de hombros, ya que no habría sabido decirlo. Y tal vez se habría quedado ahí olvidado para siempre, si no hubiera confirmado el precio de salida levantando su mano. La gente reunida, en su mayoría comerciantes de renombre, peces gordos con abrigos de piel con suaves cuellos de astracán, enseguida volvieron sus cabezas para tomarle la medida al hombrecillo de vestimenta provinciana, dispuesto a despilfarrar el dinero en una mercancía sin valor.

–¡A la de una..., a la de dos..., vendido al señor de la última fila! –anunció el capitán de intendencia; se oyó el golpe del martillo de subasta y se levantó una nubecilla de polvo.

Alguien rio. Pero cuando un mes después en la nueva subasta aparecieron sólo las botas militares izquierdas, únicamente el sagaz Laza contaba con las derechas. Esta vez estaba sentado, con acentuada comodidad, delante del todo, y confirmó el precio de salida seguro de sí mismo. Los comerciantes presentes se inquietaron, asomaron sus cabezas por los cuellos de astracán, estiraron sus pescuezos enrojecidos...

–¡A la de una..., a la de dos..., vendido al señor de la primera fila! –anunció el subastador, el mismo capitán de intendencia, y el golpe del martillo de subasta volvió a provocar una nubecilla de polvo.

Esta vez alguien tosió. A los participantes de la puja no les importaba tanto la ganancia omitida como la pérdida de su sentimiento de grandeza. A un comerciante no le gusta que ni un solo centavo acabe en el bolsillo ajeno, pero el hecho de que un simple zapatero los hubiera engañado de esa manera dolía en serio. Todos se hicieron a un lado, callados, para dejar pasar a Laza cuanto antes, para que se fuera a su remoto pueblo.

Como dicen: «Que el diablo se lo lleve a cuestas...». Todos se hicieron a un lado, callados; sólo uno no pudo aguantarse, porque habría reventado de resentimiento:

–¡Ten cuidado de no perder la cabeza por andar emparejando

tantas botas!

–¡Señores, tengamos mesura... Sin groserías, por favor... Continuamos... Es el turno de un nuevo artículo, nueve cargas de caballo de la más fina seda provenientes del desmantelado Departamento de Globos! –anunció el subastador.

Dos montones del tamaño de dos montañas Laza Jovanovic´ bregó durante años almorzando en casa tan sólo los domingos o días festivos. Los demás días se iba antes del amanecer a un depósito que había alquilado junto a la estación de ferrocarriles de Kraljevo y emparejaba los miles de botas

militares de dos montones del tamaño de dos montañas...

En realidad, primero recorrió esas montañas durante meses, tropezando, cayéndose, subiéndolas a rastras, revolviendo y clasificando someramente hasta reducirlas a decenas de cúmulos más uniformes, y entonces comenzó a emparejar todas las botas con más facilidad... Hasta bien avanzada la noche remendaba las suelas rotas con la lengüeta hacia fuera, agregaba punteras, pasaba los cordones por los ojales, «sacaba» brillo... para revender el calzado reparado a un precio varias veces mayor. Incluso encontraba fácilmente clientes para las botas que quedaban sin su par –la Primera Guerra Mundial acababa de terminar y había mucha gente con una pierna. Aunque siempre están los que, después de cualquier tragedia, ignoran

a ese tipo de personas y andan disimulando, haciéndose los sorprendidos:

–Disculpe, ¿a qué gente con una pierna se refiere? Por ellos, siempre se tiene que decir:

–Pues discúlpeme usted a mí, a la que le falta una pierna.

Laza, sin embargo, hacía este cálculo: era una pena que los lisiados tuviesen que pagar un par si necesitaban sólo la bota derecha o sólo la izquierda. Que dieran un poco menos que por las dos, pero un poquito más de la mitad del precio completo.

Así se dio a conocer como benefactor de los inválidos de guerra, y a la vez sacaba una ganancia adicional. Así concilió la ley divina con la humana. O por lo menos, a diferencia de otros, trató de hacerlo. Lo cual en sí mismo puede considerarse, todavía hoy, un éxito considerable. Fue un buen negocio. Ciertamente, Laza Jovanovic´ se volvió estrábico de tanto emparejar distintas botas, pero también acumuló una fortuna formidable. Finalmente, se levantó del banquito, se desató su delantal de zapatero, se limpió la mugre de debajo de las uñas con una lezna, salió de su pequeña tienda y se estiró. Ahora podía hacer aquello con lo que soñaba despierto desde hace mucho mucho tiempo. Ese mismo día se atusó el bigote y compró la decaída taberna «El arado». No le interesaba la casa de madera y adobe a punto de caerse, pero no escatimó dinero por el gran terreno, no regateó, ni siquiera preguntó cuánto costaba. Sacaba uno tras otro los billetes de cien dinares y los iba poniendo sin contarlos sobre el mantel manchado de la taberna... El dueño de «El arado» era considerado un hombre honesto, y se fue poniendo rojo y más rojo, hasta que él mismo tuvo que reconocer:

–Es suficiente, amo Laza... ¡Me da vergüenza tomarte más dinero, ya puedes decir que es tuyo, incluso lo que me has dado

es mucho, demasiado!

No obstante, Laza colocó generosamente sobre todo aquello otro billete. Consideraba que tenía que hacerlo, que era justo

que diera una propina, porque lo habían llamado amo.Estos timbres fiscales me matan...

Al día siguiente, su contrato fue recibido en el tribunal correspondientepor el escribano Sv. R. Mališic´, también llamado el Estado. Su apellido era ni fu ni fa, sonaba modesto, pero el sobrenombre era poderoso a más no poder.

El funcionario lamió medio pliego de timbres fiscales e imprimió un sello. Es decir, todo habría durado tanto como aquí, cuestión de nada, si en la realidad no hubiese transcurrido con mucha más lentitud. Mališic´, el Estado, era conocido por lo que sabía hacer con la mayor rapidez, esto es, cansarse. Examinaba cada acta con detenimiento. En caso de que encontrara sus gafas, que siempre se le extraviaban. Y en caso de que, en lugar de las gafas en su cajón, lo que encontrara fuera la carpeta con la etiqueta que decía: «¡Urgente! ¡Resolver sin aplazamientos!», justamente aquella que había estado buscando durante meses por todas partes..., en tal caso, Mališic´ posponía cualquier otra tarea y pedía a los desafortunados clientes que vinieran en otra ocasión:

–¡¿Cuándo?! Acaso no ves que ni siquiera sé por dónde

empezar, por dónde desatar las cintas... ¡Eh, si hubiera sabido que iba a encontrarla tan fácilmente, no habría perdido tanto tiempo antes buscándola!

De otra manera, en circunstancias normales, si tenía alguna objeción respecto del acta en cuestión, el Estado meneaba la cabeza repitiendo de manera significativa: «¡Ts-ts-ts!», mientras el temor invadía al interesado. Sin embargo, si no tenía objeciones, Sv. R. Mališic´ se quedaba mucho tiempo callado, elucubrando alguna para poder lucirse.

No obstante, todo aquello no era nada en comparación con el cierre: pegar los timbres fiscales. Mališic´ solía emitir un fuerte ronquido, de algún modo lograba humedecer el primer timbre, hasta tenía el ánimo para fijarlo con su puño, pero para los que seguían se le secaba la garganta, juntaba los labios gruesos, los dejaba caer, los sacaba hacia delante mientras el que estaba esperando y esperando daba con la idea:

–¿Señor Mališic´, le apetecería una cervecita?

–Pues... –Mališic´ le echaba una mirada por encima de sus gafas–. La verdad es que no estaría mal. Estos timbres fiscales me matan, hago todo lo que puedo, pero me han dejado reseco, el pegamento me llega hasta la garganta... Anda, tráeme una fría, como mucho dos, para que el trabajo no se vea afectado...

Tráete otra para ti, y si no puedes tomártela entera, yo me la termino... Y eso se repetía unas cuantas veces. Concluía con la cerveza,

que le daba a Mališic´, el Estado, suficiente humedad corporal para pegar el sello y suficiente fuerza para, por fin, levantar el brazo y sellar el documento triunfalmente. ¡Zas! Con lo cual el Estado se expresaba de la manera más sucinta posible. Pero Laza Jovanovic´ no quería perder el tiempo con la cerveza.

Tenía planes, tenía prisa.

–¿Tiene prisa? –preguntó Sv. R. Mališic´ buscando sus gafas.

–Bastante –contestó Laza ingenuamente.

–Espérese a que encuentre mis gafas... Considérelo un hecho... –comenzó el Estado brioso, pero de tanto brío pronto se cansó.

Así que, por eso duró tanto. Y por eso aquí se necesitó más tiempo para describir lo que de otra manera se hubiese reducido a: «El mismo día en que se selló y registró el contrato, en cuanto salió del tribunal correspondiente, Laza Jovanovic´ ordenó demoler el mesón "El arado"para que en su lugar, en la calle principal de Kraljevo, se construyera el hotel que esa ciudad jamás había tenido».

Puntitos y fisuras titilantes...

Quedará sin esclarecer si Laza Jovanovic´, como otra gente de nuestros lares, no supo moderarse o si sólo era testarudo por naturaleza.

–¡No supo moderarse! ¡Eso no tiene