Coetzee va al psicólogo
Después de leer este libro, un hipotético lector (y un lector con formación psicoanalítica, además) puede llegar a la conclusión de que J. M. Coetzee, que ha ganado un Premio Nobel de Literatura y que es el escritor surafricano más importante de los últimos años, sabe poco y nada de psicoanálisis. O dicho de otra manera: que lo poco que sabe de psicoanálisis el autor de «Desgracia» se basa en unas cuantas ideas preconcebidas respecto a lo que él cree que es la teoría freudiana y sus conceptos principales. Conceptos que, por otro lado, después de Freud, y gracias a Lacan (a quien, curiosamente, no se menciona en ningún momento), fueron revisados una y otra vez en el seno mismo de la comunidad psicoanalítica y que la interlocutora de Coetzee, Arabella Kurtz, catedrática de psicología clínica en Leicester, sigue utilizando en un sentido más bien clásico y tradicional.
«A mí no me ampara ninguna experiencia, ni a un lado ni al otro del diálogo clínico», aclara sin embargo Coetzee al comienzo de «El buen relato», donde aborda, a través de unos diálogos con Kurtz, cuestiones que no sólo tienen que ver, por suerte, con lo estrictamente psicoanalítico, sino con una actividad tan ancestral como es el hecho de contar historias, ya sea en una hoja de papel o en la soledad de un consultorio. Así, en este libro, estructurado como si se tratara de un conjunto de diálogos platónicos alrededor de un tema, Coetzee se interroga, fundamentalmente, por una cosa: qué función cumplen los escritores y los terapeutas en una sociedad en la que la gente busca, desesperadamente, contarse su propia historia.
«Pensar en la historia de una vida como compendio de recuerdos que uno es libre de interpretar desde el presente en base a las exigencias y deseos del presente me parece algo característico de la forma de pensar de un escritor», apunta Coetzee, que se nutre de la obra de Dostoievski, de Hawthorne, de Sebald y de la suya propia para indagar en la manera en que los seres humanos procuran relatar sus vidas. Una tarea que, según él, realiza en la más absoluta soledad y que un terapeuta, en cambio, no puede hacer si no llega antes a una especie de acuerdo con su paciente para, como afirma Kurtz, «liberar la narrativa o la imaginación autobiográficas» y encontrar, en lo posible, un margen de libertad donde la verdad de cada ser humano sea siempre dinámica, provisional y, también, un poco sospechosa.