La hipocondria o la vida
Marta Sanz (Madrid, 1967) es uno de los mejores valores de la actual narrativa española. Ha dado sobradas muestras en novelas como «Daniela Astor y la caja negra» (2013), soberbio alegato, en clave de falso documental situado en la época de la Transición, a favor de la condición femenina; o «Farándula» (2015), toda una fábula de la competitividad humana, ambientada entre las luces y sombras del mundillo teatral; sin olvidar «Black, black, black» (2010), una original novela negra de crítico contenido social. Su escritura se caracteriza por una lograda ambición experimental, persiguiendo transgresoras propuestas en el estilo y la estructura de su narrativa, aunque manteniéndose siempre en una clásica apariencia formal, deudora del mejor realismo simbólico. En «Clavícula», intencionadamente subtitulada como «Mi clavícula y otros inmensos desajustes», encontramos una historia de observación del propio cuerpo, una suerte de autobiografismo físico centrado en reales o imaginarias perturbaciones de la salud, en clara metáfora del paso del tiempo y los efectos de la edad. Es una temática que han abordado con fortuna narradores como Manuel Vicent o Millás, y la propia Marta Sanz avanzaba buena parte de esta obsesión en «La lección de anatomía» (2014), una parábola sobre las demoledoras implicaciones sociales de un cuerpo femenino desnudo. Ahora se inicia el relato con las molestias que la protagonista autorial sufre durante un viaje en avión; un indeterminado dolor, una oscura punzada, un insistente aguijoneo bastarán para crear un desasosiego que irá cobrando desnortadas dimensiones existenciales. A partir de aquí, una atmósfera hipocondríaca y neurótica lo impregnará todo, abriendo un camino iniciático hacia la autocontemplación del sufrimiento y la poética del malestar.
Las palabras preliminares de este libro nos sitúan ante el valor cotidiano de lo autorreferencial: «Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya pasado nada es lo que más me estremece».
Derecho a la queja
En ese diario acontecer se suceden amenazantes patologías: fibromialgias, faringitis, depresiones o taquicardias compiten en una asumida decadencia corporal que constituye, también, la esencia de la propia vida. Hallamos aquí una irónica mirada sobre la todopoderosa autoridad de la ciencia, la resolutiva radicalidad de lo quirúrgico, la picaresca de las terapias alternativas o las consecuencias económicas de la falta de salud. Se reivindica, a la vez, el derecho a la queja motivada por la enfermedad, el sentido contestatario del lamento y la desesperación. Y una modalidad tecnológica ha irrumpido en el panorama de las aprensiones achacosas: la febril consulta en internet de los más variados síntomas, oscuros presagios de «inmensos desajustes». El factor psicosomático da protagonismo a la dimensión psicológica de la enfermedad, que reafirma la dualidad «cuerpo/mente», fundamento de la condición humana. Por otro lado, una deprimida realidad tercermundista cobra caracteres de alucinación surrealista: «Niños libres o alquilados, todos prematuramente muertos, corretean por todas partes y se lavan la cara con el agua vieja de charcos oleaginosos donde no se deposita nunca la lluvia».
En una avanzada etapa de su trayectoria literaria Kafka llegaría a asegurar que, por fin, había conseguido su ansiada aspiración: ser él mismo, entera y únicamente, literatura. Manifestaba así la lograda simbiosis entre cuerpo y escritura, estética y visceralidad. Desplegando Marta Sanz sus mejores recursos narrativos, desmitifica terrores y denuncia prejuicios planteando simplemente que, si a uno no le duele nada, acaso sea ya feliz.