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Montaigne: las pasiones explicadas a un político de hoy
Este libro explora cómo entendió el famoso escritor asuntos relacionados con el mundo de las emociones
De haber una carrera universitaria para llegar a ser político, sin duda una de las lecturas obligatorias tendría que ser los «Ensayos» de Michel de Montaigne, ese libro lleno de erudición grecolatina, inteligente y pragmático sentido común y reflexiones sobre asuntos que bien pueden servirnos para actuar a diario en cualquier ambiente. No en vano, como alcalde de Burdeos, se dice que Montaigne fue un ejemplar mediador que buscó la armonía entre los que pensaban de diferente manera, y su axioma preferido: «Qué sé yo», debería ser un ejemplo de humildad para nuestros representantes, conciudadanos, vecinos, uno mismo.
Es en torno a la amistad, no obstante, donde encontramos al Montaigne más emocional en comparación con mil y un detalles de su vida con los que fue recreando sus observaciones y con los que se expresaba en términos más moderados. Y es que si alguna pasión asaltó al de Saint-Michel-de-Montaigne fue la relación con uno de sus colegas. A este respecto, Sarah Bakewell, en un maravilloso libro sobre cómo Montaigne puede ayudarnos en nuestra cotidianidad, dedicaba unas páginas a cómo sobrevivir al amor y a la pérdida centrándose en los dos amigos: «Montaigne tenía veintitantos años cuando conoció a Étienne de la Boétie. Ambos trabajaban en el “parlement” de Burdeos, y cada uno había oído hablar mucho del otro antes de conocerse. La Boétie sabía que Montaigne era un joven directo y precoz. Montaigne sabía que La Boétie era el prometedor autor de un manuscrito controvertido que circulaba por la localidad, titulado “De la Servitude volontaire”». Era el inicio de una amistad que en su día exploró Jean-Luc Hennig.
Montaigne y La Boétie sólo pudieron estrechar lazos durante seis años, y de estos unos dos no pudieron verse a causa de viajes por motivos de trabajo, pero, como dice Hennig, aquí la duración del tiempo no tiene importancia alguna.
Porque en «esa aparición del amor en la amistad» lo que cuenta es el grado de intensidad: «¿Qué hace que exista una amistad tan intensa entre dos hombres aparentemente heterosexuales? ¿Hasta dónde es posible eso? ¿Es soportable, incluso?», se preguntaba el autor, que diferenciaba el concepto actual de amistad con aquella amistad de hace cuatro siglos y medio que, además, fue pública y notoria: «Su fuerza está en la separación, en la libertad, en la libertad extrema, en la ruptura en cualquier momento, en el acercamiento irresistible, en la fuerza de no poder vivir sin él, ni él sin mí, en el impulso hacia lo que nos hace vivir y nos arrastra».
El amor de una amistad
Visto así, semejante amistad tendría un componente amoroso indudable, que es el que quería intuir Hennig, pero es necesario no olvidar lo que explica Bakewell alrededor de la forma de hablar del todo convencional con los patrones de la época: «El Renacimiento fue un periodo en el que, aunque cualquier atisbo de homosexualidad era contemplado con horror, los hombres se escribían unos a otros habitualmente como adolescentes enamorados». Y aquí viene la gran precisión: «No se amaban tanto los unos a los otros como al elevado ideal de la amistad, absorbido de la literatura griega y latina». Sería la filosofía el vínculo mayor entre esos modelos de hombre letrado, inspirado en la relación entre Sócrates y el joven y bello Alcibíades, una analogía que empleó el propio La Boétie en un soneto comparándose con Montaigne.
Montaigne se encargó de editar póstumamente los poemas de su amigo, primero en 1571, y esto tuvo tamaña importancia que «le reveló a sí mismo, por entero. Montaigne nació de La Boétie, ni más ni menos», decía Hennig. Suena exagerado, pero en realidad «De la servidumbre voluntaria» –sobre la libertad y la sociedad de las costumbres– era un escrito que hubiera podido firmar el mismo Montaigne de tanta conexión que sintió con lo que proponía. Para La Boétie, por su parte, encontrar a Montaigne llenaría el vacío de un matrimonio sin pasión alguna. Todo había empezado con un libro y daría lugar a otro, pues tras la muerte del joven, Montaigne comprende que sólo puede hallar consuelo en la escritura. Como dice Hennig hacia el final de su libro: «Sin la muerte de La Boétie, posiblemente no tendríamos los “Ensayos” y sin duda tampoco la amistad sublime que nos describe».
De ser esto cierto, bien merece la pena conocer al «amigo más dulce, el más exquisito y el más íntimo» que fue La Boétie, lo que se puede complementar ahora con el estudio de un profesor universitario de filosofía, Vicente Raga Rosaleny, que en «Una casa fundada en el mar. Michel de Montaigne y las pasiones», indaga en cómo el autor francés abordó todo un abanico de afectos y emociones: la tristeza, la cobardía, la crueldad, la ira, el miedo, la melancolía, la risa y, por supuesto, la amistad. Llevado al terreno político: todo un manual para conocer lo que nuestros gobernantes propenden a hacer, esto es, manipular las emociones del pueblo para sus fines partidistas.
Animales y hombres
No es su propósito, indica Raga, una teoría de las pasiones y su papel en la obra de Montaigne, pero sí examinarlas a la luz de lo que significaron para él los pensadores griegos y latinos, como Plutarco o Séneca. Surge así la dimensión humanista, psicológica y corporal de los afectos, con un faro de influencia inexcusable como Aristóteles, pero también la del ámbito de la medicina, pues Montaigne tenía conocimientos de ciencia, en una época aún marcada por las ideas de los humores y temperamentos de Galeno. De ahí que Raga destaque, entre los «Ensayos», aquellos que estudian la comparación entre los seres humanos y los animales, por ejemplo, el pulpo o el camaleón, que cambian su color frente a lo que tienen delante, ya que, al decir de Montaigne, «nosotros experimentamos algunas mutaciones de color con el miedo, la cólera, la vergüenza y otras pasiones que modifican el tinte de nuestro semblante». ¿No dijo Aristóteles que los humanos somos animales políticos?
Pero lo más interesante de las tesis de Raga es que contrasta el «legado clásico de la concepción pasional que el ensayista refleja en sus textos» yendo más allá al provocarle «un juicio, una selección y reformulación de dicha herencia». Así, refiere el autor, Montaigne rechaza «la valoración usualmente negativa de las pasiones por parte de los estoicos, para los que toda afección desmedida era contraria a la naturaleza, por lo que cabía eliminarla y así poder gozar de la serenidad ideal del sabio». Muy diferente perspectiva tendría nuestro ensayista, para quien «las pasiones forman parte de nuestra “naturaleza”, por desconocida que esta sea, y eliminarlas, además de constituir un proyecto condenado al fracaso, supondría el fin del ser humano tal y como lo conocemos, en el improbable caso de culminar con éxito tan desaforada tentativa». ¿La solución ante tales extremos? La de siempre: la aristotélica, aquella que defendía que la virtud, cómo no, está en el término medio, con el añadido de la visión de un Montaigne pare el que el ser humano era «una inextricable unión de alma y cuerpo», en virtud de lo cual, como apunta Raga, «las pasiones no serían rechazables, en tanto que naturales, pero requerirían de un esfuerzo, de una sabiduría novedosa, que impidiese que se nos impusieran de manera puramente pasiva, en lugar de contribuir a nuestras acciones y reflexiones».