Lucian Freud, la apoteosis de la carne
El museo Thyssen reúne 55 cuadros en una retrospectiva del artista, donde muestra la evolución de su estilo y algunos de sus más impactantes desnudos con los que desafiaba el canon de la belleza retratando cuerpos poco normativos
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David Dawson sonríe, como si los óleos que hay delante de él fueran viejos conocidos, amistades de toda una vida con las que se ha compartido una larga cadena de vivencias. Deambula por las salas sin dirección alguna, contemplando los cuadros, dejándose atraer por ellos y las diferentes emociones que todavía le traen a la memoria y que revisten su expresión con un gesto de reflexión o alegría. Viste con una elegancia informal muy «british». Una americana y una camisa desprovista de corbata que no resta «punch» a su elegancia. A pesar de la familiaridad que desde hace años mantiene con estas obras, el tiempo no ha hecho mella en la admiración que siente hacia ellas y todavía se rinde a la maestría que desprenden. «Su relación con los modelos era siempre distinta -explica-. No era siempre igual. Conmigo era excelente, muy divertido. Y también con Kate Moss, que ahora prepara una película basada en la relación que mantuvo con él. Pero con otros variaba».
Él era asistente y amigo personal de Lucian Freud. También uno de los modelos que aparece en sus obras. Ahora se acerca a las pinturas que el Museo Thyssen ha reunido con motivo de la retrospectiva que dedica al artista en Madrid, la primera centrada en su figura que se inaugura en nuestro país desde 1994. Una exposición que proviene de la National Gallery y que presenta algunas diferencias respecto a la sede londinense. No está su famoso autorretrato de 1993, los dibujos de su madre, con la que el artista mantuvo una tensa relación, su conocido «The brigadier» ni tampoco el retrato (minúsculo) que hizo a la Reina Isabel II y que no puede abandonar suelo británico por imposición de ley. Para suplir estas carencias se han añadido otros trabajos que añaden perspectiva a esta semblanza, como «El cuarto pintor» (1955) o el desnudo de «Muchacha con perro blanco», que realizó a inicios de los cincuenta.
[[DEST:L|||"Lucian Freud pone de relieve la vulnerabilidad del hombre. Nos recuerda que somos mortales"|||Paloma Alarcó]]
«Este es uno de los retratos que me hizo. Fue su último cuadro. Le interesaba el vínculo que tenía con mi perrita, Eli. De hecho, la última pincelada que dio antes de morir fue en su oreja izquierda. Ella la movió y él la hizo», comenta Dawson delante de «Retrato del lebrel», el cuadro con el que finaliza la muestra. Poco antes ha recorrido otras estancias, observando las telas que penden de las paredes. Se ha acercado a ellas, ha revivido una anécdota o ha mencionado un punto que consideraba oportuno recalcar. En su conversación asoman las historias que hay detrás de las obras. Delante de «Gran interior, Notting Hill», de 1993, detiene sus pasos. Es un óleo de grandes dimensiones con dos figuras. En primer plano, sentado en un sillón, se distingue al escritor Francis Wyndham. Detrás se le reconoce a él dando de amamantar a un bebé. Una imagen inquietante. «El rostro y este lado del cuerpo es mío; el resto pertenece a Jerry Hall». Esta obra iba a pertenecer a Mick Jagger, que por esos años mantenía una relación con esta modelo de pasarela. Pero resultó que ella, que posaba para publicaciones como el «Vogue», no tuvo paciencia para el artista y después de tres o cuatro sesiones, lo dejó tirado. El creador reaccionó sustituyéndola por esta figura ambigua.
Lucian Freud pintaba los retratos por la mañana y los desnudos por la noche. Era un hombre detallista, de pincelada lenta, que siempre comenzaba sus retratos desde el centro del rostro. Convirtió su estudio y los objetos que contenía, la cama, el sillón, las ventanas, las lámparas, en personajes de sus composiciones hasta el punto que cualquier espectador acaba reconociéndolos con facilidad. La ambición artística de formarse una identidad artística propia, lo distanció enseguida de las corrientes vigentes de su época, como la abstracción y el Pop Art, al igual que su amigo Francis Bacon, con el que acabó peleado. Optó entonces por una figuración exagerada.
En su juventud, emprendió la búsqueda de su estilo de mano de los clásicos de la pintura, de los que jamás se distanció. De hecho, se convirtió en un «flâneur» de los grandes museos internacionales: el Louvre, el Prado y la National Gallery, que llegó a dispensarle un carné especial para que pudiera visitar la colección de noche. Su primera época es un pulso con los maestros del Renacimiento alemán, una huella que se reconoce en «Muchacha con rosas» (1947-48) o «Mujer con tulipán» (1945).
Aunque la muestra, comisariada por Paloma Alarcó, es un preclaro intento de renovar la mirada sobre su legado, poniendo en valor su obra y dejando a un lado la leyenda de su vida, salpicada de turbulentas relaciones, como fue el caso de Jacquetta Eliot, en su evolución resulta crucial mencionar el nombre de la escritora Caroline Blackwood. La novelista supuso un antes y un después. Inteligente y de un evidente magnetismo, ella decidió abandonar al pintor y aquella ruptura quedó reflejada en un cuadro de melancólica atmósfera: «Habitación de hotel» (1954). Fue a partir de este autorretrato físico y emocional cuando Freud decidió comenzar a pintar de pie (hasta ese momento lo hacía sentado) y sus obras adquirieron una pincelada más resuelta, cargada de una enorme materialidad y con un empastado característico que el que hoy todos identificamos con él.
«Empieza a moverse mientras pinta. Eso le permite acercarse y alejarse de sus modelos, por eso sus cuadros pierden el hieratismo anterior. Repara en cada uno de los detalles de la piel. No ahorra ni una sola protuberancia y, al hacerlo, pone de relieve la vulnerabilidad del hombre y el paso del tiempo. Nos recuerda que somos mortales. Y lo hace mediante estos cuadros excesivos, que son una apoteosis de la carne, que nos fascinan y que a la vez nos perturban a la vez», subraya Paloma Alarcó.
Ella ha dispuesto el recorrido de una manera distinta a como estaban en Inglaterra. Aunque es cronológico, ha agrupado las obras por temas: el poder, la carne, la intimidad, el retrato o el estudio. «Quería que se le viera anclado a la tradición, pero con un lenguaje moderno. Él, más que desnudos, pinta desvestidos», comenta Alarcó. A través de los desnudos de las personas que le rodean (amigos, parejas o hijas, como Bella), Lucian Freud explora la intimidad, las emociones y las cicatrices que deja el calendario. Sus retratos, individuales o en pareja, aluden a la amistad, al amor homosexual y los vínculos emocionales.
Cuando decidía pintar a alguien lo convertía de manera inmediata en un objeto pictórico. En ese instante solo le interesaba su materialidad, no su identidad. Esta, sin embargo, acababa aflorando. La obtenía a través de la acumulación de pintura (solo hay que comparar sus autorretratos del inicio con los de su última etapa para ver el efecto). En un momento de su carrera se cruzó con dos personas: Leigh Bowery, un artista queer, y Sue Telly, una funcionaria de correos. Sus cuerpos no eran normativos, desafiaban el canon de belleza occidental y él no pudo resistirse. Los pintó con todos sus excesos, creando unos retratos impactantes, donde la carne, con sus diferentes tonalidades, eran la auténtica materia pictórica. Freud era más Freud que nunca.
FRANCESA THYSSEN DONA EL RETRATO DE SU PADRE AL MUSEO THYSSEN
A partir de ahora la pinacoteca madrileña tendrá en su colección cinco obras de Lucian Freud en propiedad
Francesca Thyssen sorprendió ayer a todos con un anuncio inesperado. Ella había cedido al Museo Thyssen en depósito uno de los retratos que Lucian Freud había hecho al barón Thyssen, titulado «Hombre en una silla» (1985). «Es una obra con la que hemos convivido durante años. Pero al ver cómo crecía el precio de las obras de este artista en el mercado, lo cedí en depósito». Pero ayer, después de ver esta pieza en el contexto de la retrospectiva de este artista británico, resolvió donarlo a la pinacoteca. Su decisión pilló por sorpresa a todos, o eso se dijo. A partir de ahora, el Museo Thyssen es propietario de cinco lienzos de este maestro contemporáneo.