RE: Selvático animal

Anglada y Cerezuela: "Somos dos mitades perfectas que forman un todo indefinible"

Ni ella es la típica y gélida rubia cañón, ni él es el tostón prototipo de cantautor atormentado. Ni son una versión «cool» y sofisticada de escenas de matrimonio, ni un dúo precocinado para reventar las listas de éxitos. Ni esquivan preguntas (ni siquiera las más incómodas), ni las imponen. Ella no podría ser más ella de lo que es; él tampoco

Anglada y Cerezuela
Anglada y CerezuelaLa Razón

Por separado, ni ella es la típica y gélida rubia cañón, ni él es el tostón prototipo de cantautor atormentado. Juntos, ni son una versión cool y sofisticada de escenas de matrimonio, ni un dúo precocinado para reventar las listas de éxitos. Ni esquivan preguntas (ni siquiera las más incómodas o las que apenas se insinúan), ni las imponen (ni fechas de conciertos ni próximo álbum). Ella no podría ser más ella de lo que es, él tampoco. Y, siendo tan diferentes, no podrían ser, cuando están juntos, más ellos mismos de lo que son. Anglada y Cerezuela son Jaime y Carolina, sin artificio ni tramoya. A puerta gayola, a pecho descubierto, a cuerpo gentil. No busquen la bolita, señores.

«Una de las dudas que surgió cuando empezábamos a cantar juntos y buscábamos nuestro estilo», explica Carolina, «fue precisamente eso, cómo nos íbamos a llamar. Para nosotros fue sencilla la respuesta: Anglada y Cerezuela. Somos nosotros y nuestro nombre es un síntoma de nuestra relación con la música. No teníamos ninguna pretensión de ser ni el sexo de los ángeles, ni nubes doradas, ni carreteras secundarias. No queríamos un nombre abstracto. Queríamos los nuestros reales porque es nuestra música, es nuestro estilo y somos nosotros dos. Nada más. Desde el principio nuestra pretensión ha sido la de disfrutar de lo que hacemos, no era irrumpir en la industria dando un golpe. Y esto es lo que hacemos: música». Él, con una carrera de veinte años a las espaldas (desde la parte más purista de cantautor, con su guitarra y en una carretera, de concierto en concierto); ella, con la mirada fresca y creativa, de cantar para sí misma («Siempre ha cantado pero nunca profesionalmente, ni siquiera he recibido clases nunca»).

Incluso así, aun con sus dispares listas de Spotify, tenían algo claro: «Sabíamos qué tipo de música queríamos hacer», explica Carolina. «Jaime me invita a conocer esa parte interior, de circuito de cantautores, desde la sala más grande a la más pequeña. Yo la música la vivo directamente desde el escenario, desde ese pico y pala, de esas horas de carretera, de ese contacto directo con nuestro público. Él llevaba escribiendo sus canciones muchos años ya, con su estilo propio y él solo, y yo vengo condicionándole un poco, con ese oído fresco y ese otro tipo de música, de autor pero más pop. Y es ahí donde tenemos que esforzarnos que buscar un punto de encuentro, donde confluyan esa parte más fresca y más actual, que represento yo, y esa otra más de cantautor profundo, más rock, que representa él. Pero lo que hacemos no deja de ser las canciones de Jaime Anglada que interpretadas por mí. Eso es una maravilla, estar directamente con el compositor. Es como si me hiciese siempre un traje a medida un gran diseñador».

Sigue Jaime en paralelo su carrera musical, y Carolina la suya en la interpretación. Pero en la música no imagina Carolina una Cerezuela sin Anglada. «Me echaría de menos», ríe Jaime para añadir enseguida «y yo también la echo mucho de menos cuando no estoy con ella. La llamo todos los días». «Somos dos mitades perfectas que juntas forman un todo que todavía no consigo definir», añade ella. «Compartimos familia, amigos, deporte, música, trabajo. Pero al mismo tiempo somos muy diferentes en muchas cosas. Eso hace que siempre haya una negociación en marcha, pero los dos queremos que negociar porque los dos queremos que funcione y que haya un punto de encuentro. Su estilo musical es muy marcado, el mío también; él es muy emocional, yo soy más práctica. No siempre es fácil encontrar ese punto. Pero llevamos nueve años juntos y seguimos».

Y eso que esa negociación no siempre es fácil: «A mí siempre me ha gustado escribir y me animé y escribí una canción. Se la pasé a Jaime, él la cambió de arriba a abajo, salió una cosa que no tenía nada que ver y yo dije “pues hasta aquí”. Y nunca más. Fue la primera y la última canción que escribí». Ríen ambos y la complicidad y el cariño que se tienen es evidente. «Lucho mucho con él», cuenta Cerezuela, «porque él escribe las canciones de una manera muy emocional, muy suya, pero yo necesito hacerla mía también y tengo que hacer algunos cambios para lograrlo. No siempre es fácil. Algunas canciones se han quedado fuera». «Para nosotros», apunta Jaime, «el trabajo de creación es muy artesanal. Y cuando trabajas un álbum lo haces de una manera narrativa. Un álbum es lo más parecido a un libro: tiene un inicio, un nudo y un desenlace. De la misma manera que tienen un sentido concreto la composición, la producción, el sonido…, también lo tiene el orden. Las canciones no se escogen al azar, para nosotros un álbum está contando una historia. Una de once, doce capítulos, que son las canciones».

Ninguno de los dos es esclavo de las redes sociales e, insólito en una profesión como la suya, se mantienen al margen de las polémicas. «Los dos tenemos familia, vivimos los problemas del día a día, tenemos las movidas reales de la vida diaria. No podemos meternos en polémicas porque no nos da para más», dice Cerezuela. «Y las redes para nosotros no son más que una herramienta de trabajo», explica Anglada. «Nos sirve para anunciar nuestros conciertos y promocionar nuestro trabajo, pero nada más. Somos un poco perezosos y además no nos gusta la saturación de tener que estar siempre pendientes. A mí me gusta más preocuparme por Carol, y saber que Carol se preocupa por mí, que estar mostrando eso a todos los demás». «Es que hace falta dedicarle mucho tiempo, y yo prefiero invertir ese tiempo en disfrutar. Sí me gusta la parte de hacer la foto, pero luego olvido subirla. Y luego lo que sí hago son álbumes de fotos pero en papel». «Y gracias a eso», apunta Jaime, «tengo recuerdos yo también, que no hago la foto». «Eso es algo que nos ha regalado la música», afirma Carolina, «el fabricar recuerdos y generar emociones en la gente. Para mí, que alguien me diga lo que ha disfrutado viéndonos, lo que se ha reído, no tiene precio. La vida es eso: momentos, experiencias. Y la música nos las aporta». «Somos afortunados», concluye Anglada. «Nos sentimos muy queridos. El público que tenemos es muy fiel, hay una cercanía brutal, y eso es algo muy bonito. Saber que cuentas con ese cariño de tanta gente es increíble».

ESTE INSTANTE

Por Javier Menéndez Flores

Hay canciones a las que sólo es posible acceder a través del mar y sus constantes, como a las calas en las que nacieron. La música y las palabras danzan a tu alrededor y la sal, tiránica, se apodera de tu boca, y por un segundo temes morir de sed. Porque quien las creó se emborrachó de azules pero también de las homicidas tardes de domingo, cuando la vida es un niño que se asoma a un precipicio y la tragedia puede irrumpir como una de esas visitas inesperadas y letales.

Jaime y Carolina, Anglada y Cerezuela, no son dos sino uno más uno, porque en una de esas locas madrugadas con mucho vino y risas, en las que las ideas surgen de un modo insensato, decidieron fundirse, sin llegar a tocarse, para vivir del cuento del canto, que es tan noble oficio como cualquier otro. Y empezaron a navegar y se cruzaron con manzanas de caramelo, exigencias en la noche, venenos que resucitan, un dolor inexplicable que reside en casi todas las cosas y que, extrañamente, nos mantiene vivos.

Aquel que busca la inspiración debe radiografiar cada lugar que pisa y a cada persona con la que habla. Y aunque has conocido las risas enlatadas del Passeig del Born y el abrazo desnudo de Na Burguesa, que es una jungla en miniatura en donde te puedes ocultar en mil agujeros, y sabes que la belleza es una mariposa muy pagada de sí misma que desconoce que no verá otro amanecer, has de asumir que de nada sirve llorar sobre la carne derramada.

Puedo ver en Carol a Julieta, porque de eso trata esta vaina: bajo los adoquines hay una playa. Entonces, si yo soy el febril Romeo, déjame que te diga que la tramontana es una caricia al lado del viento colérico de tus pasos cuando se alejan de mí, y que mientras corro descalzo por la garriga, porque salvaje soy desde antes de nacer, le pido a la Moreneta que no me suelte la mano y me conceda el milagro de tu vuelta. Y quizá en eso consista escribir, cantar, soñar, en tratar de retener a quienes ya nos han abandonado para siempre.

La música puede brotar en cualquier parte, como los genios y los asesinos en serie, como los malos hijos o aquellos otros que deciden acompañar a sus padres en el momento en que se despiden de cada fotograma memorable de su vida. Y entra en nosotros sin piedad, porque el arte jamás pide permiso para invadir una cabeza o un corazón, es un okupa al que no hay forma de desalojar. Y aunque ahora mismo estoy contemplando el Parc de la Mar, donde me escapo tantas veces para huir de mí y encontrarme, si estuviera en Madrid no extrañaría nada, porque he sabido ver en ella esa playa que dicen no tiene.

Aquí somos demasiados, pero es que una sola persona más allá de ti me parece una multitud. Y en esta pausa en la que los dos estamos instalados, inmunes a la zarpa del mundo implacable, a las fieras que se despellejan fuera de tan mágica cápsula, quiero darle una vuelta más al rizo y que todo discurra aún más quedamente. Congelar tus movimientos en el instante justo –este– en el que abandonas el agua y caminas hacia mí y me sonríes con el cuerpo entero. Y juro que te retiraré el pelo de la cara como si fueses una estatua de carne y apoyaré mis labios en los tuyos con una suavidad inédita en la historia de la humanidad. Igual que si te curase una herida o te estuviera respirando o te bebiera. Para que ese beso, a diferencia de todos los anteriores, de ese millón de besos que nos dimos y han quedado atrás como ese surco de cortísimo aliento que va dejando un barco en la piel del agua, no se acabe jamás.