Lleva 42 años poniéndole voz y fachada a Danza Invisible, además de escribir las letras y componer con otros miembros la música, labor que compagina desde 1999 con su carrera en solitario. El grupo malagueño, que ha dejado algunos clásicos del pop español como «Sabor de amor», «Reina del Caribe» y «A este lado de la carretera» (versión de «Bright side of the road», de Van Morrison), se retira, y lo hace con la Medalla de Andalucía bajo el brazo («un orgullo muy grande») y con una gira de despedida –12 conciertos– que arrancará el 23 de marzo y con la que recorrerán España. Se anuncian a menudo las «últimas» giras de grupos y solistas, y al año siguiente aparece un nuevo disco. ¿Ocurrirá eso con
Danza Invisible? «Jajaja -ríe
Javier Ojeda-. Los músicos tenemos mucha cara, mentimos mucho. Pero en nuestro caso es verdad. Puede ocurrir algo que nos obligue a juntarnos puntualmente, para una gala, por ejemplo, pero grabar un disco nuevo seguro que no». Aclara en este punto que todos los integrantes se llevan bien, pero que han tocado fondo:
«La relación es fantástica, es más una cuestión de cansancio. Habíamos entrado en la dinámica de muchos grupos de nuestra generación, que tocan casi lo mismo. Una rutina que no venía nada bien. Antonio Gil, que es con quien he compuesto la música de todas las canciones de Danza desde los noventa, me llamó y me dijo que abandonaba, que estaba muy cansado. Tiene 68 años, ha pasado algún problema de salud, se ha jubilado y no le apetecía seguir en la carretera. Y entonces le dije que hiciéramos algunas actuaciones para cerrar esto a lo grande». Javier llegó a renegar de «Sabor de amor», la canción más popular del grupo. Algo similar a lo que le pasó a
Antonio Vega con «Chica de ayer», pero ese sentimiento ha quedado atrás: «He pasado esa fase de estar saturado de “Sabor de amor”. Digamos que ahora la cosa me ha dado la vuelta y siempre digo que gracias, en parte, a esa canción sigo haciendo lo que me gusta. Ahora hay artistas que tienen mucho talento pero que no acaban de arrancar, y siempre les digo que les hace falta un puñetero “Sabor de amor” porque eso te permite vivir de esto una década». Javier simultaneará la última gira de Danza Invisible con una en solitario, que tiene la novedad de tres canciones con un fuerte contenido de denuncia social que acaba de publicar en un EP, y en el que participan sus dos hijos, Jassy, que ha empezado como músico y tiene algunos temas publicados, y Javier Ojeda:
«De los tres temas, uno habla de los inmigrantes y otro de los voluntarios que los atienden. Y el tercero nunca se había publicado en plataformas y se hizo para apoyar a la población de Lorca cuando el desastre del terremoto de 2011».
Pese a ser un grupo malagueño, de Torremolinos, siempre se les ha asociado a la Movida. ¿Cuánto vivió Javier el Madrid de los ochenta, el territorio en el que se concretó aquel estallido de libertad? «Lo viví poco. Por supuesto que he estado en Rock-Ola y en el Rastro de la época, y conocí a mucha gente de entonces, pero como visitante. Lo que sí viví fue la Movida de Málaga, que fue un fenómeno de generación espontánea. También tenía sus bares, su música, sus diseñadores, sus cineastas… Y es curioso que mucha de la gente de entonces, de Málaga, ahora ocupa cargos importantes en distintos ámbitos, un poco lo que ocurrió en Madrid. Y la mayor diferencia es que aquí no llegó el “caballo”, que fue lo que se cargó la Movida de Madrid. Aquí éramos más costasoleños y respecto a las drogas no éramos tan “hardcore”. Lo que había eran anfetaminas y hachís, que es la marca de fábrica sureña». Recuerda esos años como de subversión y muchas ínfulas: «Había una especie de espíritu general de transgredir muchísimo. Lo que molaba era epatar, drogarse. Y la cultura: te gustase o no, tenías que ser culto porque era lo que se llevaba. Y si eras músico y no tenías ni idea de literatura ni de cine ni de cómic, eras un cateto. Por un lado había una cosa fantástica, pero también un punto de pedantería general. El espíritu de los tiempos. Yo, en esa época, me creía que era la polla. Y que nadie quiera ver la Movida como un montón de gente que eran amigos, qué va. Nos puteábamos los unos a los otros lo más grande. Con el paso de los años me he hecho muy amigo de gente de esa época que entonces pensaba que eran gilipollas y ellos, seguramente, pensaban que yo también lo era, y es posible que lo fuese», asegura.
En los ochenta casi era más importante escandalizar, provocar, que hacer buenas canciones. Hoy, en cambio, vivimos bajo la severa lupa de la corrección política: «Me parece fantástico que corran nuevos tiempos –afirma–, por ejemplo para temas como el feminismo. Ahora, lo de la corrección política la verdad es que me toca mucho las narices. En el arte tú no tienes que estar completamente de acuerdo con la personalidad del artista, sólo tienes que degustar su obra. A mí me encanta Héctor Lavoe, el cantante puertorriqueño, y tiene una canción, “Bandolera”, que el coro empieza a improvisar y a decir que le va a pegar una hostia. Y dices, Dios mío, es la apología de un maltratador... Pero es que hay que ver esa canción en sus circunstancias. Puerto Rico o el Bronx de Nueva York en los años setenta, la educación recibida, etcétera. Curiosamente, y desgraciadamente, el tema censor está viniendo, a veces, por el lado de la izquierda, cosa que de verdad me sorprende. A mí me puede parecer una postura política o social de alguien una aberración, pero nunca se debe censurar a un artista. Jamás. Puedo decir esta canción me parece una mierda y el tipo un gilipollas, pero prohibirle es darle mayor popularidad». "Algo que vaya contra mis principios, sepultado a la nave del olvido. Y ya está. ¿Woody Allen? Tú sabes que en las relaciones con las mujeres no es el ejemplo que muestra en las películas, pero a mí me da igual: yo no lo conozco en persona, conozco al cineasta".
Sonaba en bucle «Psycho killer» –benditos Talking Heads– y aquel quinceañero pensó en lo fácil que sería permanecer así el resto de su vida: atrincherado en su leonera y alimentándose tan sólo de una canción en cuya letra podía intuirse la danza macabra de una motosierra. La gente cree que la adolescencia es el reino de los brazos caídos y la falta de empatía, la dimisión en bloque de las neuronas, pero lo cierto es que se parece más a una versión reducida de «Apocalypse Now»: sobrevivir a ella es una gesta similar a la de llegar a fin de mes con mil euros.
En la barriada de La Paz, periferia amable de Málaga, los chavales daban tremenda guerra desgastando las cintas casete a un volumen que indignaba a sus abuelas. Y a medida que las extremidades de Javier se iban estirando, crecía en él un deseo cada vez mayor de pertenecer a ese mundo liderado por capitanes intrépidos que se hacían llamar Sting o Bono. Y cuando en Torremolinos, donde puedes ligar un bronceado que ya les gustaría catar a las niñas pijas de Palm Beach, Ricardo le dijo «ven», ¿cómo no iba a dejarlo todo de inmediato? Y así fue como ambos, junto a Chris, Antonio y Manolo, despegaron y al poco tomaron contacto con el interior.
(¿Arte? ¿A mí me vais a hablar de arte? Aquí tenemos a Pablo, a Antonio, a Marisol. Y también una catedral con uno de sus dos cuellos inacabados, pero con la belleza única que da la asimetría. Y alguien me contó, o quizá lo leí, que un todavía desconocido Robert Redford anduvo buscándose a sí mismo por Mijas, allí donde las casas recuerdan a terrones de azúcar, poco antes de compartir destino con la mirada más azul que ha dado el cine. Sí, hombre, sí, a mí me vais a hablar de arte…).
Veníais, Javier, de un fatigoso maratón y de trapichear con la música, y en esas que el éxito se puso a vuestro alcance y lo agarrasteis con tanta fuerza que os dañó. Y aunque los labios de fresa y el sabor de amor llegaron a abrasarte, benditos sean un billón de veces. Jamás un cunnilingus dio tanto beneficio y sigue proporcionando tanto placer.
Cada vez que recorres tu ciudad, maldices a la madre que parió a la gentrificación. El centro, tan cercano en los años en los que soñabas con pagar las facturas con tu música, parece hoy Beverly Hills y no hay nativo, salvo el faraón Banderas, que pueda permitirse un balcón que mire a la calle Larios. Málaga ya no es virgen, en fin, qué pena, penita, pena. Pero pónganos otra botella de eso que usted ya sabe, jefe, y puede que sigamos creyendo en el bello cuento de nunca acabar.
Y estabas escuchando «One by one», aquel himno de Woody Guthrie en la versión de Wilco y Billy Bragg, y alguien te preguntó si acaso ese brillo que tenías en la mirada eran lágrimas. Y respondiste más rápido que una flecha que tal vez, pero sería porque acababas de rebanarle el pescuezo a una cebolla.
Si piensas en el joven que fuiste te alegras inmensamente de estar donde estás, porque nada sabías y caminabas, en cambio, tres palmos por encima del suelo. Pero fue entonces cuando la música te iluminó y te marcó un camino que no has abandonado nunca, ni siquiera en los días más inciertos. Que dancen ellos, venga, que lo hagan visible, y tú les cantas.