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Kendrick Lamar, el Dylan del siglo XXI

Con la publicación de «DAMN.» el rapero de Compton agota los elogios y se consagra como un escritor de altura salido del suburbio. Política, Dios, drogas y existencialismo se dan la mano en su último álbum
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Con la publicación de «DAMN.» el rapero de Compton agota los elogios y se consagra como un escritor de altura salido del suburbio. Política, Dios, drogas y existencialismo se dan la mano en su último álbum
Era difícil imaginar que el rap alcanzaría estas cotas líricas. Dios, la mortalidad, el ADN, la priva, el dinero y por supuesto la expresión de los sentimientos de un hombre cargado de atributos –lean a Wendy Brown–, pegado a la calle, consciente, son los temas que se mezclan en una verbena de sonidos nunca antes escuchada en el hip hop. El autor del milagro es Kendrick Lamar, un artista en estado de gracia que acaba de publicar «DAMN.», disco mitad existencialista, mitad mitológico, como si Zeus exhalase una nube de humo de marihuana desde el monte Olimpo dispuesto a contarnos lo que nos está ocurriendo. Hasta ahora, mientras Drake dominaba el mercado y Kanye West el ruido mediático, Lamar quedaba a la sombra, como un artista para los creyentes del género. Las meteóricas ventas de este álbum y su fuerza lírica le sitúan como el gran cronista de la sociedad americana y una poderosa voz para el futuro. Y, otra vez, un artista negro conquista a la clase media blanca. Todo ello por un disco con una horrible portada, un gran título («Maldita sea») y un contenido difícil de resumir.
w Lo que pasa en la tierra
Sobre la idea de este trabajo, Lamar ha dicho al «New York Times» que «vivimos tiempos en que dejamos de lado un factor esencial de esto que llamamos vida: Dios. Nadie habla de ello porque está en conflicto con casi todo en el mundo, incluyendo la política, el gobierno y el sistema. Es urgente hablar del tema». En los primeros segundos del album, Lamar dialoga con una vieja ciega. Trata de ayudarla. Ésta le dispara y le quita la vida aparentemente. No sabemos si después canta desde el cielo en la transición de un mundo a otro, pero tiene un mensaje que repite varias veces: «Lo que pasa en la tierra, se queda en la tierra». Este es el lugar que nos debe importar.
Cada corte del nuevo álbum lleva por título una palabra en mayúsculas, un concepto terminado en punto. Por ejemplo, sangre, ADN, lealtad, orgullo, humildad, lujuria, amor, miedo, Dios... canciones con las que es explícito y críptico a partes iguales, en las que mezcla la Biblia con bromas de la calle, la genética y la mística. La sola presencia del texto sagrado en sus discos ya supone una poética nueva en un estilo poco dado al tema religioso: en este trabajo, cita el «Deuteronomio». Ya en el monumental «Good Kid, M.A.A.D. City» (2012), Lamar componía una odisea en Compton, el suburbio de Los Ángeles que es la meca del rap de la costa oeste (N.W.A., Dr. Dre, The Game). Un chico que desaparece de casa, sortea a la muerte, se coloca y narra la miseria de sus vecinos mientras su madre le deja mensajes en el buzón de voz pidiéndole que haga lo correcto. Contaba su propia vida, es decir, cómo es crecer en la ciudad más peligrosa de América. En aquel álbum, las alusiones a la sed que padece el narrador son paliadas con agua bendita y en los últimos segundos del trabajo se escuchan las voces de unos pandilleros abrazando a Dios.
w LUCIFER ES EL CAPITALISMO
Dos energías, el bien y el mal, laten en las letras de Lamar. Esas son las dos almas del arquetipo del hip hop desde sus inicios como género hace más de tres décadas, la del pandillero versus el poeta, ahí está el conflicto. En «To Pimp a Butterfly» (2015), el artista se ponía en la piel de uno de sus muchos alter ego. Era Lucy, una mujer que personificaba lo malo del capitalismo y las pasiones humanas, y que no es otra cosa que Lucifer. Y es que uno de los argumentos que hacen de Lamar todo un narrador son sus personajes, las mutaciones de su conciencia. Entidades que él construye y a las que da forma con una entonación o modulación de voz diferente. Pronuncia distinto para dar lugar a Cornrow Kenny, Jimi Kendrix, K-Dot, Kung Fu Kenny y una larga lista de aliados y enemigos de sí mismo. Sobre ese álbum, por cierto, se imparten actualmente cursos en las universidades americanas y se han publicado ensayos tratando de desentrañar el contenido de las letras.
«Nadie reza por mí, nadie reza por mí», se duele Lamar a lo largo de «FEEL.», el tema que es la piedra de toque del disco. «Me siento como mis pensamientos en el sótano. Siento que mis amigos han sido sobrevalorados y mi familia, un engaño. Siento que me elimino a mí mismo, ningún sentimiento», canta en ese corte en el que pasa de compararse a Michael Jordan con no poder dormir por las noches por el peso de la responsabilidad. Con el paso de los álbumes y su creciente fama, Lamar ha ido tomando conciencia de ser un representante de la comunidad negra. Ya hizo suya la causa de «Black Lives Matter» cuando una epidemia de policías blancos de gatillo fácil acabó con la vida de hombres negros desarmados. Ya lanzó versos de esperanza a los suyos en un estribillo que después fue empleado en las manifestaciones como grito de protesta. «We’re gonna be allright» (Vamos a estar bien) se convirtió, en los tiempos en que todo es efímero, en una consigna duradera: lo más cerca que su país ha estado en las últimas décadas de tener una canción protesta. «Es el Bob Dylan de esta generación», dijo de él Pharrell Williams. En «FEEL.», Lamar es consciente de que cada vez está más lejos de los suyos. Se siente culpable, su moralidad es su propia maldición y él mismo envenena su mente. No es que sienta rencor, es que él es la causa del rencor contra sí mismo.
En lo musical, frente a pasajes oscuros y atmosféricos, hay cañonazos. Como los graves de «DNA.» que pueden hacer temblar cimientos, la exitosa «HUMBLE.» (humilde) y «LOYALTY.» (lealtad), en la que rapea Rihanna, por ejemplo, contrastan con fases más deslavazadas y oscuras en el sentido musical y lírico. Momentos ralentizados, extraños pero poderosos en los que la música envuelve a los textos. Algo debe tener el joven de Compton cuando puede lograr que hasta Bono de U2, con el que firma “XXX.”, sea digerible. Por último, sobre «DUCKWORTH.», el corte final, Lamar ha reconocido que las teorías de algunos fans que circulaban por la red eran exactas. Duckworth es el apellido del artista y el apodo de su padre, al que todos llaman «Ducky». Según narra en el tema, Ducky trabajaba en un Kentucky Fried Chicken (KFC), donde desayunaba a diario Anthony «Top Dawg» Tiffith, el fundador de TDE, un sello emblemático del rap. Los orígenes de Top Dawg son los mismos que de los raperos: trapicheo y persecución policial. Incluso atracó el establecimiento donde trabajaba Ducky. Más tarde, tras librarse de una condena por asesinato, dirigió su vida a la música. ¿Saben quién insufló vida al sello TDE en su peor momento? Exacto, Kendrick Lamar. En ese corte, el rapero fantasea con la posibilidad del asesinato de su padre biológico a manos de su padre artístico.
Por historias como éstas, los últimos trabajos de Lamar y el de Kate Tempest («Let Eat Them Chaos») han demostrado que el rap es el género más vivo, el mejor caldo de cultivo para que aparezcan discos relevantes, y, desde luego, donde más riesgo e innovación existe en la música actual debido a la autoexigencia y un fuerte sentimiento de competición. Con el lanzamiento del último trabajo, la madre de Lamar le enviaba un mensaje por redes sociales. «Hijo, tu padre dice que sales preocupado en la fotografía de la portada. Yo le he dicho que esa es la intención, que siempre te hemos estresado nosotros. Pero ya desde pequeño le dabas muchas vueltas a las cosas, hijo mío». Parece que Kendrick lleva sobre sus hombros el peso de todo el mundo, pero nadie reza por él. Así se ha sentido toda su vida.