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Pimpinela: "El arte es como el sexo: salvaje, primitivo, instintivo"

Los hermanos Galán cumplen 40 años siendo, además de Lucía y Joaquín, Pimpinela; y lo celebran con una gira que es una fiesta
Lucía y Joaquín Galán, Pimpinela, vuelven con nueva gira
Lucía y Joaquín Galán, Pimpinela, vuelven con nueva giraAlberto R. RoldánLa Razón

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Quien no haya cantado nunca a voz en grito «por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa y pega la vuelta» que lance la primera piedra. Los hermanos Lucía y Joaquín Galán cumplen cuarenta años siendo, además de Lucía y Joaquín, Pimpinela. Y lo celebran con una gira que es toda una celebración. «El nombre era obvio», ríe Joaquín. «La “Gira 40 Aniversario”. Pero además generó una sensación no solo de cumpleaños, sino de fiesta. En nosotros y en el público. Yo creo que ha influido que la postpandemia trajo consigo un deseo de todos de salir, de volver a vivir. Y que coincidiera con esa vuelta a las calles, a los teatros y los conciertos, reforzó esa sensación. Son quince los países que hemos recorrido y acabaremos aquí en España en octubre. Está siendo una gran fiesta de cumpleaños de la familia completa».
«Siempre hemos tenido esa sensación familiar», explica Lucía. «De que lo nuestro era más producto del boca a boca, algo familiar, que producto de las radios y las promociones. Y ahora tenemos de nuevo esa sensación, de que las nuevas generaciones, chicos de 16, 17, 18, nos están descubriendo y que, gracias a las nuevas canciones, que escuchan en casa a sus familias, están llegando a las antiguas, redescubriéndonos, porque han ido a buscarnos al pasado». Unas canciones estas, teatralizadas, que han sido marca de la casa desde el principio. «Nuestra inspiración al principio», cuenta Joaquín, «fueron, por el clima que generaban con su música, José Luis Perales, Manuel Alejandro, Juan Carlos Calderón... Esa era nuestra inspiración. La decisión de cantar juntos vino por la insistencia de nuestra madre de que lo hiciésemos. “Tenéis que cantar juntos, como los Carpenters”, nos decía, poniendo mal el acento al hacerlo. Y lo que hicimos fue unir aquello que tanto le gustaba a Lucía, que era aprender teatro, y lo que me gustaba a mí, que a esa hora ya tenía un grupo musical con el que imitábamos a The Beatles. Esa fusión nos pareció algo innovador y nos divertía. Era muy divertido ver la reacción de nuestros amigos al principio ante esa teatralidad cantada. No era algo que hiciesen otros dúos o que hubiésemos visto reflejada la imagen, el tipo de canción, de público. La gente nos veía y se preguntaba de dónde salíamos, qué coño hacíamos. Hasta que un día a Silvio Rodríguez, en una entrevista, le preguntaron quién era el artista más popular en Cuba y dijo: Pimpinela. Y fue como si en ese momento nos pusieran el sello de validez».
«A la gente le gusta», añade Lucía. «De hecho, cuando por lo que sea le ponemos menos intensidad al actuarlas, la reacción del público también es proporcional a esa intensidad. El personaje que me toca a mí, que es la mujer que pone el cierre a muchos conflictos machistas latinos… es increíble ver cómo reaccionan. Les encanta, es una reacción inmediata». Pero a Lucía, al bajarse del escenario, esos conflictos le sobran. «Yo no soy feminista», afirma. «Defiendo los derechos de la mujer, claro, pero no soy fundamentalista de la cuestión. Creo que cada uno tiene su lugar y me encanta y me halaga que un hombre me abra la puerta del auto, me traiga flores, me invite a una cena… No está reñido que me guste que un hombre sea un caballero con los derechos de la mujer. Pero ahora se está en los extremos. Hasta que volvamos de nuevo a los medios, y las mujeres sientan de nuevo que esto es una caricia y no una agresión».
Y encontraron su estilo. Uno muy bien definido. Y sigue siendo «Olvídame y pega la vuelta» la canción que les identifica. «Es una canción que nos resume muy bien», dice Lucía. «Luego hemos hecho canciones mejores», interviene Joaquín, «pero esta resume muy bien lo que somos y sigue siendo un tema importante para nosotros». Uno que, cuarenta años después, siguen cantando hasta esas nuevas generaciones que ahora les descubren. Cuarenta años fingiendo en sus canciones ser pareja sentimental. «El no serlo nos ha alargado la vida artística», ríen. «Si en lugar de hermanos hubiésemos sido pareja, hubiésemos durado cuatro meses en lugar de cuarenta años». «Entre nosotros no hay desconfianzas ni celos», afirma Lucía. «Es posible que las problemáticas que provocan las separaciones en los grupos sean este tipo de cosas, que van minando la confianza. Eso y la cama». «A veces en los conciertos preguntamos a ver cuántos hermanos hay», tercia Joaquín, «y levantan la mano. Y luego preguntamos quién lleva tiempo sin hablarse con hermanos, y también los hay. Tampoco es fácil mantener la relación entre hermanos durante cuarenta años. Ha sido un trabajo también de aprender a conocernos y respetarnos. Somos muy perfeccionistas, muy disciplinados, muy de controlarnos el uno al otro, de decirnos lo que tenemos que mejorar. Y a veces no nos lo decimos de la mejor de las maneras. Pero luego te dicen que estamos mejor ahora que antes, y es muy halagador. El público lo valora, nos lo dice y eso nos motiva. Hacemos lo posible, no sale de casualidad. Ahora una parte de la juventud no cree que en el esfuerzo haya virtud, cree en una especie de realismo mágico porque todo es una red social y suben algo y ya está, se obtuvo el éxito».
Defienden además el arte como algo «totalmente libre. Es como el sexo, la búsqueda de cada uno. La libertad: salvaje, primitivo, instintivo. Eso no amerita ningún cambio cultural ni ninguna tendencia en determinada época de la historia. Estamos absolutamente en contra de cercenar cualquier tipo de expresión artística». «Al que no le guste», asiente Lucía «que no vaya, que no lo vea, que no lo escuche. Pero esta cosa extrema y fundamentalista de ahora, de no poder disentir o ya te han tachado de machista, de racista, de pañuelo verde... No. Hay otras posibilidades de pensar y de crear».
Por Javier Menéndez Flores
Sobre un escenario, una mujer y un hombre andan a la greña. Se amaron tanto, tantísimo... Pero él la traicionó, no supo ver que el tesoro que salió a buscar ya lo tenía, y cuando vuelve a llamar a esa puerta se encuentra con que ella no le perdonará jamás: «Vete, olvida mis ojos, mis manos, mis labios / que no te desean». Porque eso es lo que tienen las canciones, que son espacios cerrados y en ellas se gana y, sobre todo, se pierde para siempre. No cabe la clemencia de un «continuará». Pimpinela triunfó con aquella propuesta musical teatralizada, histriónica, loquísima. Con ese sainete o vodevil donde todo gira en torno al amor y sus ruinas, el desamor. Puesto que, estrictamente, los demás aspectos de la vida no son más que simples trámites prosaicos que no precisan del fuego de la saliva y la piel.
Apenas enfilados los ochenta, Argentina se desasía de una dictadura ominosa, y en ese contexto de primavera deslumbrante y ganas de comerse la vida los hermanos Galán, Lucía y Joaquín, se hincharon a vender discos. Su acierto fue relajar el entrecejo, soltar como si fuera lastre hasta el último gramo de solemnidad y trasladar a la música el pulso real de la calle. Porque si a la gente le tocas el corazón mirándole a los ojos y hablándole de tú a tú, te la ganas de por vida. Y qué mejor lenguaje común que el de las broncas conyugales, un universo en el que los reproches, los celos, los cuernos, el dolor y la culpa van royendo a los enamorados hasta dejarlos en los huesos. El drama, en suma. La guerra. Aquello tan argentino –y tan español, claro– de la sangre que quema, de la navaja de la pasión, de los amores que matan.
Y aunque los rostros de aquel binomio de cantantes/actores pronto se enmarcaron en neón, y en sus cuentas corrientes entraron como un río los pesos argentinos, primero, y los australes después, aquello tuvo una cara b: algunos de sus colegas, que demostraron no serlo tanto, torcieron el morro ante ese éxito colosal y la bilis se les subió a la boca. Ellos, tan exquisitos, tan excelsos, no conseguían vender ni la cuarta parte de lo que despachaban esos hermanos que cada vez que salían a escena incurrían en el incesto. No entendieron algo elemental, que el regate bonito y el toreo de salón, por mucho arte que tengan, nunca podrán competir con el gol ni con la faena culminada como mandan los cánones: el toro boqueando en la arena y el matador vertical como un mástil.
Pero la perseverancia se acaba imponiendo. Y Pimpinela logró ganarse el respeto en pleno de la profesión al demostrar que tras esas canciones dialogadas que recrean cortometrajes protagonizados por parejas mal avenidas, había dos trabajadores indesmayables. Dos profesionales para quienes aquello que hacían era igual de importante que un paciente para un cirujano.
Ahora, cuarenta años después de que todo comenzara, con una larga cola de millones de discos vendidos y las vitrinas preñadas de trofeos, toca salir de nuevo a la carretera y reivindicar su cancionero. Porque sí, porque les apetece, porque la cifra bien lo merece. Joaquín y Lucía, con hambre de España, la tierra de sus padres y su segunda patria, volverán a recitar en nuestro país sus tragedias domésticas con la misma pasión, aseguran, que cuando empezaron.
Puede que el mundo sea hoy otro, muy distinto al de aquellos comienzos inciertos aunque palpitantes. Pero si en mitad de un concierto les da por levantar el rostro, tal vez avisten aquellas luminosas primeras golondrinas. «Adiós», «¿por qué?», «porque ahora soy yo la que quiere estar sin ti». La vida, amigos.