RE: Selvático Animal

Rebeca Jiménez: «Quiero escribir mejores canciones cada día»

La cantante conmemora el aniversario de su «Todo llegará» por todo lo alto: con una gira que pasará, entre otros bolos, este 15 de junio en la sala Galileo de Madrid

Rebeca Jiménez, artista segoviana reconocida por su dominio del piano
Rebeca Jiménez, artista segoviana reconocida por su dominio del pianoQuique JiménezQuique Jiménez

Rebeca Jiménez, segoviana del mismísimo México lindo y querido, o mexicana de donde el acueducto y la Virgen de la Fuencisla, conmemora el aniversario de su «Todo llegará» por todo lo alto, en la sala Galileo de Madrid, el próximo 15 de junio. Quince de junio y quince de aquel disco, veinte ya en este oficio. Un camino largo, no siempre fácil, pero en el que sigue en pie. Uno que, si echa la vista atrás, allá donde nace su inicio, encuentra una Rebeca, que arrancaba a andar con un piano y un puñado de canciones, de la que esta Rebeca que hoy sigue caminando puede sentirse orgullosa. «Ahora me pongo a pensar en todo ello», dice, «y siento que tengo mucha suerte de poder dedicarme a algo tan bonito, de haber vivido tantas cosas. Y, justo ahora, cuando estoy grabando y trabajando en mi nuevo disco, siento que soy aquella Rebeca y que es como si fuese mi primer trabajo, porque lo encaro con muchísima ilusión, como entonces, pero siendo consciente de que este camino es largo. Nunca se deja de aprender y yo quiero escribir mejores canciones cada día». Y lo hace y lo seguirá haciendo, eso seguro. Porque no ha parado ni siquiera cuando aquella pandemia que ahora apenas recordamos nos paralizó a todos. Lo hizo a través de las redes sociales, para no detenerse ni un segundo, y lo ha hecho siempre en su carrera, «incansable, poniendo todo el corazón y el trabajo a este oficio maravilloso pero que a veces no resulta fácil».

Todo llegará, cantaba entonces, y todo llega. Pero todo, también, está siempre por llegar si uno se empeña. Y este camino que emprendió, Rebeca no se lo acaba: «Siento que sigo. Es verdad que muchas cosas han llegado pero la sensación que tengo es que quedan muchas más por llegar», explica. «Estoy contenta con lo que he hecho hasta ahora y agradecida por las cosas tan bonitas que me ha dado mi trabajo. Como poder abrir los conciertos de Neil Young o John Fogerty, compartir escenario con grandes amigos y compañeros como Miguel Ríos, Carlos Tarque, Rubén Pozo, Leiva, Coque Malla o Quique González. Llevar mis canciones a lugares, China, Nueva York, México». Ese México de sus amores… «Desde que era muy pequeña me gustaba muchísimo Chavela Vargas y me aprendía un montón de rancheras que cantaba a veces en familia y otras se las cantaba a mis amigos cuando salíamos por ahí. La verdad es que siempre me recuerdo cantando», apunta.

La ilusión de México

«No sé qué me pasa con México, pero, para mí, cantar rancheras es algo absolutamente natural y me sale del alma, me conecta con algo muy especial. Pero nunca las cantaba en directo en mis conciertos. Un día decidí incluir una en el repertorio y justo había entre el público una pareja de mexicanos que vinieron después a saludarme y me dijeron que yo tenía que ir a cantar allí. Nada me podía hacer más ilusión porque yo ya me había “hecho mexicana” pero todavía no conocía mi país. Aprovechando que mi hermano Jacobo estaba en ese momento viviendo en México me fui para allá. Me fui sola y me organicé yo sola la primera gira por allí». «México me enamoró», confiesa, «así como su tierra tiembla, a mí se me removió todo por dentro. Cada día era una aventura, siempre pasaban cosas. México me ilusionaba, me inspiraba continuamente y, de hecho, allí escribí la mayor parte de mi disco “Tormenta y Mezcal”. Su gente es tan alegre, tan apasionada. Y les encanta la música. Todo el mundo va a conciertos. Son el público más entregado. Se les sale el corazón cuando se acercan a saludarte. Siempre estoy deseando volver».

Tiene Rebeca la vista puesta en seguir con la grabación de su próximo disco, «Calaveras y Estrellas». Un primer adelanto, una canción con el mismo nombre con letra de Benjamín Prado, verá la luz en septiembre. Y mientras tanto, lo suyo, no parar: el concierto de la sala Galileo Galilei en Madrid con toda su banda; este sábado, 10 de junio, en La Coruña, en La Disfrutona del Orzán, su gira «Agitado y Mezclado» (con la que ya ha estado en diversos teatros y festivales y con la que volverá el próximo otoño)… «Ahora todo parece hecho en torno a las plataformas digitales», apunta. «Te vas adaptando a los cambios de la industria musical de manera orgánica, no queda otra. Muy poca gente compra ya discos físicos. Quedan algunos románticos que ven en ellos un pequeño tesoro, y se ha vuelto a la fórmula de lanzar “sencillos” o “singles”, y unos cuantos antes de publicar todo el disco, o incluso, a veces, sin que estos formen parte de un trabajo completo. Lo bueno que tienen las plataformas es que cuando lanzas una canción puede ser escuchada en todos los lugares del mundo. Menos bueno es lo que nos llega económicamente por cada escucha. Es vergonzoso e injusto y se está luchando ya por regularlo». Otra cosa son las redes sociales. No es algo que vaya mucho con ella: «No me gustan mucho, pero son necesarias para mi trabajo. Y son un trabajo más. Pero ahora mismo son una gran herramienta de promoción, una ventana al mundo para mostrar lo que haces. Y el poder tener un contacto tan directo con tus seguidores, recibir sus comentarios, está muy bien». Sin injerencias en el trabajo creativo («escribo lo que me sale», confiesa), no siente más límite que aquel que ella misma se impone («No me gusta poner palabras que suenen mal, no me parece poético. Hay palabras que no se pueden cantar», ríe). Y tiene muy clara su postura ante la cultura de la cancelación: «No me he sentido afectada. Pero sí creo que hay canciones que dicen burradas, muy machistas, y es muy fuerte. Lo normal es asustarse. Lo raro es que no nos saltasen todas las alarmas antes».

Quiero la selva

Por Javier Menéndez Flores

La carretera no tiene fin y huele a tequila y a algo que se quema. De fondo, con la determinación de ese martillo que golpea sin piedad un yunque, aúlla una armónica. Y si permites que la fantasía levante el vuelo como un águila imperial, hasta podría ser el resoplido de Dylan en Duluth, Minnesota, cuando aún respondía «presente» si decían Robert Allen Zimmerman y el filo implacable de Nueva York y la pomada del Olimpo quedaban más lejos que la infancia.

Entra Rebeca en sí misma para buscar unas canciones que tienen arquitectura de furia. Entra en su cabeza y en sus entrañas con la boca abierta, tan desnuda como cuando se entrega al amor o se sumerge en el mar de una playa en la que sólo están ella y sus inseparables demonios. Y si de pronto se posan en su pecho la brisa de una melodía y el vendaval de unos versos, con la gracia del halcón sobre la mano del cetrero, sabe que si existen los milagros son ese instante: cuando aquello por lo que te adentraste en la maleza, esa luz, aparece, o, al menos, algo que se le aproxima bastante.

Todas las fiestas son un callejón sin salida si las comparas con el pellizco, la electricidad, la emoción de pisar un escenario y robarle la primera nota a un piano. Pero el rock trasciende los contornos inasibles de una canción y es un modo de reír o de sujetarse las lágrimas. De pensar su nombre, decir «despertarme contigo» o «donde huele a ti». De formar un cuenco con las manos para beber o de cortar en un plato algo que unas semanas antes estuvo vivo. Que respiró y miró el mundo desde un cuerpo que nunca aprendió a erguirse, y esa fue su sentencia de muerte.

Y asume Rebeca que los Reyes Magos no volverán a visitarla, porque la epifanía puede tornar en elegía para siempre, y por eso ha de procurarse su regalo diario, en festivo o laborable, en cualquier estación, bajo la lluvia que ella celebra entregándole el rostro para que ese llanto supremo golpee su sonrisa, o bajo el sol que percute la piel pero ilumina cada detalle de la existencia.

No quiero, no me lo deis, un paraguas ni una caja de preservativos ni esa red que llevan bajo los pies los que aplazan la vida para pasado mañana. Quiero la selva musculosa, que respira verdaderamente, que me abraza como se abrazan los mejores y que me hace llorar porque cuán honda es la dicha que provoca enfrentarte a la belleza sin límites, y cuánto duele.

Antes de que el olvido devore cada centímetro de tierra –porque todo llegará– voy a alimentar los revólveres con mis obsesiones y miedos y voy a avanzar hacia el escenario igual que Gary Cooper, solísima ante el peligro. Y que no esperen de mí ni piedad ni un solo gramo de civilización, porque voy a ser el puto Big Bang y esa heroína que tiene que salvar el planeta aunque no salga con vida de tamaña empresa.

Canta Rebeca y alguien, en alguna parte, sonríe. Canta Rebeca y otro alguien, en algún lugar, canta con ella y, por un momento que es magia exacta, se desprende de todo lo que lastra: el serrín del día a día, las esquinas tenebrosas del alma, la suerte adversa. Canta Rebeca y alguien, en ninguna parte, se rompe como el cristal, desmedidamente. Y grita Rebeca «¡hazlo!» porque quiere volar altísimo, donde no ha llegado nadie, para mirar a Dios a los ojos desde el placer insoportable de un doble incendio.

El mundo ha perdido la cabeza y pronto explotará, pero ya no me importa porque sé que al cabo de todos los escenarios y todas las heridas me aguarda el beso resucitador de la selva, a la que deseo como jamás nunca deseé a nada ni a nadie.