«Tubular Bells»: El superventas improbable cumple medio siglo
El disco de Mike Oldfield, enteramente instrumental, se convirtió en un fenómeno de ventas con una combinación de estilos todavía hoy sorprendente
Madrid Creada:
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Era un muchacho bastante raro. Estaba obsesionado con la música y carecía de habilidades sociales. Mike Oldfield llevaba una existencia un tanto atormentada y socialmente esquiva. Su mayor tesoro era un magnetofón en el que iba registrando fragmentos musicales que iba alumbrando en extáticos momentos de inspiración. Tenía solo 17 años cuando empezó a registrar aquellas piezas breves grabadas con varios instrumentos que tocaba en su cuarto y que, aunque deslavazadas, por momentos parecían entrelazarse. De aquellas partes nació el éxito comercial más improbable de la historia de la música: 49 minutos de música netamente instrumental, de sonido indefinible y con un solo corte por cara (eran los tiempos del LP) en los que intervienen 20 instrumentos incluidas las inverosímiles campanas tubulares que dieron forma y un espíritu único a «Tubular Bells», el disco que cumple medio siglo y que ha vendido 15 millones de copias impulsado por su papel protagonista en la película de William Friedkin «El exorcista».
Oldfield, no hay que discutirlo, creía en sí mismo: llevó aquella cinta más bien marciana a los grandes sellos. Inasequible al desaliento, se presentó en EMI, CBS y todas las discográficas de renombre sin dejarse desanimar por las caras de incredulidad de sus interlocutores. El joven, que ya había trabajado como músico de sesión en diversas ocasiones, tuvo que volver a aceptar el trabajo de comparsa ante el desinterés sobre sus canciones propias. Sin embargo, adquirió una valiosa experiencia que fue clave para el desarrollo de su obra de debut: el dominio de todos los géneros posibles. Le contrató Arthur Louis un artista británico que pasaba del blues al rock o al reggae nacido en Jamaica y criado en Brooklyn que tenía contacto con un joven empresario del mundo del disco, Richard Branson, que aspiraba a tener su propio sello discográfico. Branson había inclñuso creado un estudio de grabación artesanal en The Manor, una mansión de campo de Oxfordshire donde trabajaba Tom Newman como productor. Cuando Mike Oldfield supo lo que allí se proponían hacer, se presentó con su inseparable cinta. Era 1972 y solo tenía 19 años.
«No eran más que fragmentos, piezas cortas... pero había pasajes hermosísimos. Me recordaban a Sibelius, Debussy...», recuerda Newman en el reciente documental «Tubular Bells 50th Anniversary» que versa sobre la adaptación del disco a un espectáculo escénico y circense. Newman recuerda la particular psicología de Oldfield, marcado por la enfermedad mental de su madre: «No soportaba la idea de ser un ser humano, lleno de vísceras, carne y huesos», recuerda sobre aquel alienígena de mirada torva y larga melena. El caso es que el productor vio algo en aquellas piezas y se empeñó en ayudar a ese chico raro a cumplir su sueño de publicar el trabajo.
Sobre el sonido tan particular, Newman ofrece un secreto: “No hay tantos loops (partes grabadas que se repiten), sino que está tocado a mano. Porque si repites partes grabadas y repetitivas, el cerebro deja de oírlas. Pero si lo haces a mano, al cabo de un minutos, fallas una nota o cambias el tempo. Y de esa manera, el cerebro del oyente no se desengancha, sigue atento a la pieza», explica el productor del trabajo. Cuando el trabajo estaba bastante avanzado, se lo enseñaron a Richard Branson. Este insistió en que el disco tenía que incluir voces. «Michael se enfureció. Se puso a gritar, se volvió loco: ‘‘¡Que le jodan!’’, iba diciendo. Y nos fuimos al pub. Bebimos bastantes Guiness. Y así fue como tuvo la idea. ¿Quería voces? Pues metimos unos gruñidos como de cavernícola. Una forma de dejar claro que no iba a permitir a nadie que se inmiscuyese», ríe Newman.
«Lo grabamos y nadie en la compañía nos tomaba en serio. Nos miraban como a bichos raros. Nadie imaginó lo que iba a pasar», explica el productor, que logró una proeza haciendo de la necesidad, virtud: grabaron todo en una sola toma. El resultado no convencía realmente a nadie y los primeros escépticos estaban dentro de Virgin. Sin embargo, había algo en ese disco que era difícil de explicar. Sonaba accesible, pero grandilocuente; disfrutable, aunque pretencioso; simple, pero pomposo. Era rock progresivo pero sonaba a electrónico. Incluso tenía un punto de música clásica inglesa del siglo XX, de ese estilo pastoral tan anglosajón. Para unos era chill out y para otros era incluso trash metal antes de que esos nombres se hubieran inventado. Era un sonido nunca antes escuchado. Hoy, quizá, aburra más que espante, pero sus admiradores le siguen siendo fieles como a una gran obra sinfónica del siglo XX.
Sin embargo, mirado de cerca, su éxito se hace más inexplicable. Era tan bizarro que incluso un cómico hacía las presentaciones, en mitad de la cara A, de los instrumentistas, algo que se hace en los discos en directo, pero nunca en los de estudio. Vivian Stanshall era un poco desastre. «Era un inútil hasta que se tomaba media botella de brandy, y entonces se soltaba», cuenta Newman. Tardó un número incontable de tomas en acertar los instrumentos que debía presentar y su músico correspondiente. En realidad, casi todos los tocaba Oldfield (incluidos un flageolet, órgano farfisa, mandolina, carillón, y muchos otros), pero la batería, bajo y la flauta requirieron de otros instrumentistas, incluida la hermana de Mike Oldfield, Sally.
El disco salió al mercado sin la menor fe por parte de Virgin. Era su primera referencia y contaban con fracasar orgullosamente. Habían estimado unas ventas de 4.000 copias, una cifra mucho más que modesta en el año 1973. Sin embargo, seguramente por ese acorde inicial que ya es inmortal, el disco sedujo a John Peel, legendario locutor radiofónico de la BBC, toda una institución en el mundo musical, que decidió pinchar las canciones, de 23 y 25 minutos, completas. De alguna manera, parece ser que el disco llegó a las manos de Ahmet Ertegün, jefe de Atlantic Records e íntimo amigo del director de cine William Friedkin, quien estaba a punto de terminar el montaje de su nueva película, «El exorcista». Friedkin había tenido problemas con la banda sonora del filme, que había terminado componiendo a base de piezas de Kryzstof Penderecki, de corte clásico, pero buscaba algo más inquietante, algo así como una canción de cuna espeluznante, como la niña del exorcista. Ertegun le enseñó «Tubular Bells» y el director le dio todo el protagonismo. La canción se convirtió en un éxito en Estados Unidos. Alcanzó el número uno y logró 279 semanas consecutivas en las listas británicas.
Obtuvieron un éxito tan inesperado y colosal que Virgin mintió en repetidas ocasiones a la hacienda británica –y también a Oldfield– sobre las ventas reales del disco. Tampoco es que al músico británico le importase demasiado: grabó 29 álbumes de estudio, incluidos un «Tubular Bells II» y «III», y diez de ellos lograron posicionarse en el Top Ten británico. Oldfield logró grandes cimas artísticas como «Ommadawn» y comerciales como el superéxito de «Moonlight Shadow» y mantuvo una relación muy intensa con España (Ibiza fue la portada de «Voyager» y en la isla grabó la tercera entrega de las campanas tubulares) hasta que se retiró a Bahamas, apartado del mundo.
Lo anunció en algunas entrevistas, incluso. Coincidiendo con el 50 aniversario del disco, Mike Oldfield iba a trabajar en una cuarta parte de la saga. De hecho, incluso se atrevió con lo más difícil: recrear el tema de apertura del álbum, la icónica pieza que le dio la fama y la gloria. Y lo había conseguido: ya tenía un tema de 8 minutos para enseñar a su casa de discos como apertura del nuevo trabajo, pero... el proyecto se desvaneció. Quizá perdió las ganas o no supo por dónde continuar, pero canceló el proyecto y ese corte ha pasado a formar parte de la edición de aniversario que acaba de ver la luz como una especie de eco de lo que aquello fue. Y es que Oldfield se fue a vivir al Pacífico y parece que no piensa volver nunca más.