Cargando...
Sección patrocinada por

En solfa

La ópera, ¿un espejismo?

Las salas líricas están permanentemente llenas y los mecenas se han inclinado por el glamur de la ópera

El Teatro Real ha abierto temporada con este 'Otello', de Verdi, en homenaje a William Shakespeare Teatro Real/Javier del RealEFE

En septiembre empiezan las temporadas operísticas en gran parte del mundo, incluida España. Así, por ejemplo, el Teatro Real empezó con el “Otello” verdiano en homenaje a Shakespeare, con 20 funciones y un precio para las butacas del primer día superior a los 600€. ¿Estamos ante un espejismo con la ópera?

Durante las últimas décadas del siglo pasado se vivió en España una fiebre sinfónica. No pararon de construirse auditorios, de nacer ciclos tras ciclos con sus correspondientes abonos y fueron muchas las empresas que se lanzaron al mecenazgo sinfónico. Había hambre de una música que representaba una asignatura pendiente en la cultura de nuestra sociedad. Sin embargo, el panorama ha ido cambiando en nuestro siglo. De aquella fiebre sinfónica se ha pasado a la fiebre operística. Los ciclos consagrados continúan con su público, pero cada vez resulta más problemático conseguir patrocinios y, desde luego, pocos auditorios más se construyen.

Las salas líricas están permanentemente llenas y los mecenas se han inclinado por el glamur de la ópera. Hay quienes, con optimismo, consideran que la fiebre será crónica. Sin embargo, también tendrá su curación. Quizá dure las mismas tres décadas que duró la gripe sinfónica, pero las aguas habrán de volver necesariamente a su cauce e incluso quizá más deprisa que en la otra historia reciente. Basta con echar una mirada a nuestro entorno.

La ópera representa un género carísimo con costes de producción crecientes cada día. Las administraciones públicas, aunque aumenten los impuestos, tienen que reducir cada año los gastos y el déficit y, por tanto, disponen de menos dinero para invertir en cultura. Sobre todo si es “cultura para los ricos”. Pocos teatros en Europa, si alguno como Munich, cuenta cada año con más dinero. Las nuevas tecnologías surgen como un peligro para algunos y como la solución para otros. Los divos son día a día más escasos y están menos disponibles para las salas habituales y más para los macro espectáculos que les llenan los bolsillos. A veces, para pagarles más cuando hay topes en los caches, se recurre a entregarles un concierto entre sus actuaciones en una ópera. Se recurre a encargos a compositores líricos en la esperanza de atraer nuevos públicos, pero en vano la mayoría de las veces. No existen los Verdi, Rossini o Wagner centrados en la lírica y en las voces. Son los autores sinfónicos quienes hacen alguna que otra incursión en la ópera sin tener muy claro si conectan o no con los públicos. Las obras contemporáneas se estrenan y archivan. Son muy escasas las que pasan de ciudad en ciudad y país en país en un corto espacio de tiempo.

Como los públicos no acaban de conectar con la creación contemporánea hay que ofrecerles la ópera de siempre con nuevos envoltorios. Ahí hacen su agosto unas registas venidos de otras artes que pasean por los escenarios su incultura musical. Los gestores de los teatros incrementan constantemente el precio de las localidades, atrayendo un público social de edad madura en el que los muy jóvenes empiezan a ser excepción. Es penoso ver la edad media del público que asiste a la ópera, pero aún más penoso ver la del que asiste a la zarzuela o los conciertos, luchando por no tropezar en las escaleras de los anfiteatros. Los programas de educación de nuevos públicos escasean. Todo porque, una vez más, se piensa más en el día a día que en futuribles cuyas rentabilidades habrían de recoger otros.

¿A dónde va la ópera? ¿A dónde va la música? Esa es la cuestión.