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RE: Selvático Animal

Rakel Winchester: "Me cansé de tratar con timadores profesionales"

Llevando por bandera la actitud fuerte y provocadora del punk, esta artista cordobesa, autora de «El marío de la cannisera», habla sin filtros sobre su trayectoria musical

Raquel Riquelme, conocida artísticamente como Rakel Winchester, formó parte de varios grupos de rock
Raquel Riquelme, conocida artísticamente como Rakel Winchester, formó parte de varios grupos de rockArchivo

Rakel Winchester es para los amigos, que somos muchos y afortunados, La Winchi: lengua libre y corazón enorme, tierna y explosiva, sorprendentemente tímida. Cantante, compositora, escritora. Creadora. Salvadora incansable de todo bicho viviente. Se adapta a ella como un guante el topicazo de que su vida podría ser una novela. Yo le haría una serie, una tragicómica: ellos se enamorarían de la Winchi y nosotras querríamos que fuese nuestra mejor amiga. Todos desearíamos abrazarla, llevárnosla a casa, invitarla a cañas, bailar con ella. Cantar a gritos de su mano «el marío de la cannisera».

«Me fui de casa muy joven, con 300 pesetas en el bolsillo», cuenta, y así empezaría la historia: «Me propusieron cantar “algo distinto” en un piano bar, para ampliar la clientela. Yo era punky perdida y solo me sabía tres notas, pero dije que sí. Canté rancheras, con un morrazo que ahora no tengo, durante un par de años. Pero pronto resurgió mi vergüenza y, al mismo tiempo, me salían bolos en otros bares. Así que añadí a mi mejor amiga, Ajo, que se sentaba a mi lado e interpretaba las canciones en idioma de sordos inventado. Luego me propusieron cantar en un grupo, Vida en Rojo, y acepté por el corte de decir que no: me echaron por tímida. Al poco tiempo nos propusieron a Ajo y a mí hacer fiestas en un bar y ahí surgió el Txotxo’la Bennarda, que se basaba en tonterías que nos hacían gracia solo a nosotras. Llevábamos músicas grabadas en cassette y cantábamos en directo letras tontísimas de canciones muy conocidas, con bailes terribles. Nos descojonábamos tanto que contagiábamos la risa. Montamos Rakel Winchester en el 94, donde ya componía yo las letras. Tocamos en muchas ciudades y la primera maqueta se vendía en mercadillos».

Precisamente como Rakel Winchester su canción «El marío de la cannisera» se convierte en un exitazo. La combinación de humor, descaro y desparpajo desprejuiciado resultó infalible. Pero era este un éxito que la Winchi no estaba preparada para manejar, confiesa. «La canción se compuso en el 94 y en 2004, cuando sacamos el disco, yo ya estaba hasta el chirri de cantarla. Pero la discográfica la eligió como single para que luego nos vetaran en todos lados. Manejé muy mal ese éxito debido a mi timidez. Tuve que ir a un psicólogo y todo. Yo siempre he reivindicado mi normalidad y me daba pudor el tema de los fans». A eso hay que sumar algo más: la pretensión de aquellos que mandaban de convertir a Rakel en un producto de consumo. «Yo era sana, educada, amante de los animales… Pero los de arriba pretendían que fingiera ser lo que no era. Pero es que yo soy Rakel Winchester desde que me levanto, no es un papel. Así que acabé huyendo de todo lo que pudiera tener repercusión. Y me alegro. Nadie me ha mandado y he hecho solo lo que me ha dado la gana», dice con orgullo.

Rebeldía musical

Y es que no está hecha la Winchi para que le digan lo que tiene que hacer: ella es libérrima. «Hay que pasar por aros por los que yo no pasaría ni muerta. Los que mueven los hilos no son amantes de la música. Mis primeras ofertas discográficas las rechacé porque no me gustaba que me impusieran lo que tenía que cantar. El primer disco lo grabé y produje con mis amigos porque no tenía dinero; el segundo fue sin discográfica, mediante un préstamo. Y me timaron. Jamás me dieron los discos (que los he visto vendiendo en China y Estados Unidos) y mis canciones están en Spotify sin mi permiso. Alguien lo estará cobrando, supongo. Y, encima, me censuraban en todos los sitios. Las discográficas, además, quieren meterte por huevos un productor. Un tipo que se encarga de hacerte las canciones (para cotizar en SGAE), los arreglos, a dónde tienes que ir a hacer playbacks ridículos e, incluso, lo que tienes que bailar. Y en mi caso, no había producto que inventar porque yo ya estaba inventada. Y no pensaba ni cantar lo que no sentía, ni bailar (ni muerta) bailecitos de verano, ni inventar idilios (a veces lo exigen, te lo juro) ni hacer el memo dirigida por nadie. Porque yo era yo y no había más que añadir».

Y así es como «fui huyendo de las basuras que me proponían, aun estando tiesa y ofreciéndome mucha pasta». Y es que la Winchi es así, una tía honesta y transparente, tan ella misma que desborda, tan sincera que escuece cuando confiesa, sin maquillarlo, que lleva «toda la vida pagando por tocar. Currando como una cerda en bares, en pésimas condiciones, para ahorrar y cubrir gastos y que mis músicos estuviesen bien pagados. Harta de dar benéficos para otros». Y es entonces cuando se cansa. «De tratar con timadores profesionales. Yo no tengo dinero ni energía para batallar en un juzgado. Eso sí», cuenta orgullosa, «mis grandes ídolos me respetan y me sacan a cantar en sus conciertos. Y canto solo si me apetece. Total, como de las barras y no tengo que venderme».

Es la Winchi una grande, no solo por su arte, sino por su corazón. Y aunque le da un pudor horrible (esa tímida patológica) contarlo, ya lo cuento yo: fue durante muchos años voluntaria en oncología infantil. Además, su amor por los animales es enorme. No hay bicho en apuros en kilómetros a la redonda que no encuentre amparo y cuidados entre las manos de Rakel. «Mi padre nos enseñó el amor por los animales desde pequeños», comenta. «La gente me trae todo lo que se encuentra y yo soy incapaz de decir que no. Hasta me llevo a los pájaros al trabajo porque hay que alimentarlos a cada momento. La mayoría de los que tengo adoptados tienen problemas. Gracias a las redes he notado que la gente se conciencia. Me llegan muchos mensajes para que les oriente. He salvado animales grandes pero también insectos, salamanquesas.... Y como mi vida es trabajar, son como pequeños retos que me ayudan a tener una responsabilidad». Le digo que es para comérsela y me dice ella: «Exijo que pongas ahí que te quiero». Y yo, a la Winchi, soy incapaz de negarle nada.

Rakel cogió su fusil

Por Javier Menéndez Flores

Dijiste que no me iba a atrever y no sólo me atreví, es que me lancé al frente con todo. Igual que Manolete entrando a matar, y muriendo, en la plaza de Linares. Recuerda que me subí de un salto a aquel escenario, como si llevara turbopropulsores en los pies, y que empecé a repartir a un lado y al otro, pim, pam, toma Lacasitos. Un John Wayne al límite no lo habría hecho mejor, al lorito con lo que te digo. Y si miras hondo a Rakel sabes que siempre dice la verdad, pues no es posible contar trolas desde el territorio sin ley del exceso. Y ahí están para corroborarlo los niños y los borrachos, dueños absolutos de la franqueza más hiriente. Porque no necesitan medirse ni aparentar ni convencer, tan solo escupir aquello que les abrasa la garganta.

Cada vez que Rakel despierta, amanece a una nueva noche y tarda apenas unos segundos en estar como una moto de carreras. Ni Terminator tiene semejante poder de activación, óyeme. Y por mucho que los agoreros y los alicortos sostengan que en Córdoba no hay (ay) playa, si Rakel se empeña nos bañamos todos, niños y ancianos, damas y caballeros, perros y gatos. Porque el punk cordobés lo reinventó ella con su seseo venido de la calle profunda y sus letras de napalm y sus faldas muy cortas y sus medias muy rotas y sus botas muy altas. Y no es cierto que tenga el pelo rojo, eso sois vosotros, amores, que me miráis desde el fuego. Pero mentiría si dijese que no me gustan esos ojos con los que recibís mis balas con carga explosiva. A pesar de ello, se os quiere.

Anda, siquillo, ponme cuarto y mitad de hip hop y pícame ese trozo de rocanrol de la cárcel, que ya lo aderezo yo con el latigazo del rap de mi locura sin freno. Y camina rechula la reina de la Judería y de Lavapiés, entre mendigos y príncipes, encantadores de serpientes y psicópatas, mientras le pega tragos generosos a una petaca en cuyo interior se ahogan los Sex Pistols, Lola Flores, María Jiménez y María La Talegona. Y de ahí no puede salir nada que no sea excelente.

Atrás quedó la sucesión de madrugadas del Txotxo’la Bernarda, cuando la música tenía más de broma que de veras y la vida apretaba menos que unas mallas de mercadillo. Pero nos hacemos mayores, socia, y pocas tragedias hay como la de la rutina matrimonial, por eso me solazo contemplando al «marío de la cannisera» (ay, que «“me se” sale “er” támpax sólo de pensarlo»). ¿Pornopop andaluz lo mío? ¿Pero qué idiotez es esa? Yo escribo con un dedo untado en barro igual que como sin cubiertos y camino descalza y bebo a morro, porque soy tan salvaje como los tigres y las águilas y los indios de la Amazonia, y al que le ofenda que se tape ojos y oídos y le vayan dando. Y si escribo «obeja», con be, es porque como fuera del redil en ningún sitio, prima, y porque detesto las normas y mi forma de vengarme de ellas es abofeteándolas con fuerza.

Harta de la vida sin sal, de la existencia 0,0, de los bañistas con flotador, Rakel dijo hasta aquí hemos llegado y cogió su fusil. Como Johnny. Como Clint. Como Fosforito. Y aterrizó en la arena del Coliseo con la vena del cuello gordísima y toda la guasa de su cuerpo fibroso. Y lo único cierto a día de hoy es que no le debe nada a nadie, que camina ligerísima de equipaje, porque sobrevive cantando en los bares, fuera de una industria que la maltrató y la ignora.

Si Wittgenstein levantara la cabeza, Rakel lo agarraría del brazo y se lo llevaría de cañas. Y créanme: lo volvería aún más loco.