No son pocos 25 años en la música y Quique González, melómano antes que músico y músico por melómano, se sabe afortunado. Ni en sus mejores sueños de entonces podía imaginar el Quique de entonces al de ahora, pese a reconocer este en aquel a un ingenuo e inconsciente que fantaseaba con hacer canciones y discos. «Soñaba y soñaba, mucho», recuerda ahora, «pero sin tener mucho fundamento. Todavía no tenía herramientas ni tampoco canciones lo suficientemente buenas como para ni siquiera imaginar que veinticinco años después iba a estar aquí. Pero si lo miro con la perspectiva del tiempo, veo que aquel chaval fue mejorando, que llegó a grabar un disco con una compañía y que aquello era el principio de algo, no el final».
"Perdía demasiadas energías y me encabronaba con demasiada frecuencia cuando trabajaba con multinacionales"Quique González
Y si en ese desarrollo natural hay un punto de inflexión, algo que marca un antes y un después, es la canción «Aunque tú no lo sepas»: «Esa canción, gracias a que Enrique Urquijo me la encargó y la cantó, logró que la gente empezase a interesarse por mis propias canciones. Por eso mi deuda con Enrique es emocional pero va más allá. Él y Antonio Vega han sido dos personas muy importantes en mi vida. Con ellos tengo una deuda emocional, porque yo quise dedicarme a hacer canciones gracias a que existían referentes como ellos, a que los tenía a ellos. De hecho, me gusta mucho que me metan en ese trío. Me considero un poco, en cierto modo, heredero de una forma de hacer canciones y de expresarse», admite antes de proseguir. «Ellos escribían canciones que a mí me gustaría haber escrito. Por eso intenté llegar a ser capaz de producir en alguien una sensación y una emoción parecida con mis propias canciones. Hay pocas cosas más inspiradoras que ir a un concierto o escuchar un disco que te gusta y soñar con hacer tú también un gran disco o dar un gran concierto. Alimenta las ganas de tocar. Yo soy un gran fan de la música antes que músico. De hecho, yo soy músico por haber sido antes un gran melómano. Y sigo muy interesado en los discos que salen, leyendo sobre mis héroes, y no hay un solo día que no escuche canciones. No recuerdo cuándo fue el último día que estuve sin escuchar una sola canción. Eso me inspira, me da herramientas y me hace crecer. Los músicos que no suelen escuchar música se quedan estancados». Y en esa tradición de la que habla el músico, de esa forma de expresarse de la que bebe y en la que late, son el desamor y la soledad las principales fuentes a la que acude.
«Decía el poeta que se canta a lo que se pierde. Y, Rosendo, que realmente cantamos únicamente sobre cuatro o cinco grandes temas pero intentamos llegar a ellos de otra manera. Y tiene mucho sentido eso que decía. También he escrito canciones de un corte más social, más intimista o más festivo, pero es cierto que me ha interesado mucho escribir sobre el paso del tiempo, sobre la pérdida, sobre la muerte, la amistad. En mi caso, creo que esos serían los grandes temas en los que me he centrado». Y está tranquilo y orgulloso del espacio en el que transita. «Estoy muy en paz con mi lugar en la música. No me gustaría estar en el sitio de nadie, estoy tranquilo y puedo hacer las cosas que quiero y como quiero, que es lo que me gusta. No soy muy ambicioso, pienso más en lo que tengo que en lo que podría tener, no me quita el sueño eso. Yo creo que en un período de dos o tres años uno no sabe muy bien si está en el sitio que merece o no, puede ser un engañoso éxito, uno rápido y efímero.
Pero después de veinticinco años se compensa todo y uno está allí donde merece, para bien y para mal. Con mis buenas decisiones y las no tan buenas que he tomado, estoy en el sitio que me corresponde». No figura entre las peores el alejarse de las multinacionales discográficas y rodearse de pocos y de confianza. «Perdía demasiadas energías y mucho tiempo, y me encabronada con demasiada frecuencia cuando grababa con multinacionales. Quizá fue mala suerte y, por supuesto, no hablo de las personas sino del funcionamiento. El caso es que no me he entendido nunca con ellos y he visto cosas muy feas. Poder hacer las cosas a mi ritmo, con un equipo muy pequeño de gente muy valiosa, me ha permitido ser libre creativamente (que siempre lo he sido), y he ganado en tiempo y tranquilidad. Puedo estar más centrado en lo artístico en lugar de preocuparme de pelear con los tiburones de la industria».
"No he tenido ningún problema en dar mi opinión sobre cualquier cosa"Quique González
Confiesa un par de malas experiencias, sin cometer la inelegancia de dar nombres: «Uno de mis primeros discos se pagó con dinero como adelanto de royalties, o sea, que lo pago yo, pero el máster no es de mi propiedad. Nadie paga por algo que no es suyo. El culpable fui yo, desde luego, por firmar cosas sin leerlas en profundidad y sin darme cuenta de lo que estaba pasando. En otra ocasión, una compañía estuvo distribuyendo uno de los discos con doble contabilidad, es decir, que se quedaban con un porcentaje que me correspondía. Pero ni siquiera estoy encabronado, sé que no me lo han hecho sólo a mí. Lo raro es el que mantiene una relación fluida con su compañía durante mucho tiempo. Lo normal es que en algún momento haya peleas», señala.
Con lo que jamás ha tenido problemas es con la corrección política ni la autocensura. Admite que «no he tenido ningún problema en dar mi opinión sobre cualquier cosa siempre que lo he querido hacer. Entiendo que habrá gente a la que le guste mi opinión y gente a la que no. Y no tengo la sensación de haberme autocensurado, pero es posible que ahora tenga más cuidado del que habría tenido antes. Me preocupa mucho que la gente no pueda opinar libremente, que se tengan que decir cosas camufladas para no ofender a nadie. No se puede meter en la cárcel a alguien por una canción, por muy burra que sea esta y aunque no estés de acuerdo. Me da mucho miedo que eso ocurra y creo que es muy peligroso». Y añade: «La libertad de expresión es un pilar de la democracia, eso nadie puede ponerlo en duda. Y en el arte es obligada, el arte es libérrimo. Nos habríamos perdido verdaderas joyas si no lo fuera».
En las botas de la tristeza
Por Javier Menéndez Flores
Entre Madrid y Cantabria hay un mar, aunque tú no lo sepas. Quique se ha sumergido en él un millón de veces; siempre que regresa a su ciudad con una guitarra al hombro o al volver, con nuevas heridas de guerra y sin lastre en los bolsillos, a los cuarteles de invierno, donde tintinea el hielo en los ojos de quienes le ven llegar. Lo ha hecho, incluso, en días de fiera lluvia o viento huracanado, cuando allí solo, conversando con las olas en una lengua ya extinta, no cuesta nada imaginar que eres el último habitante de la Tierra.
Veinticinco años cuentan muchas cosas de un hombre, pero son un parpadeo si piensas en la gente que ya no está o en lo jóvenes que eran los sueños o en las noches que se negaban a morir y te mataban después de besarte. No es nada personal, sólo música que brota de una cabeza y entra en miles de corazones. Arte, dicen. Cuerpos que sienten el pellizco de otra inteligencia, de otra biografía, de alguien que busca el fuego.
Sostiene la leyenda que una madrugada en la que Quique agotó el salitre de su petaca, se encontró unas botas, gastadas pero enteras, y no dudó en ponérselas. De pronto, el paisaje que tenía ante sí era un rostro afligido y una historia de amor que, como las de los libros mejores, acabó mal. Lo demás es fácil deducirlo: la mirada se enturbia, la saliva se congela en la boca, las yemas de los dedos redoblan su sensibilidad y todos los pájaros que se cruzan contigo están calados hasta el tuétano. Porque el amor no es más que el medio para conocer al desamor, motor de toda canción que aspira a perpetuarse. Y sólo cuando da un concierto de esos que se te incrustan en el paladar como aquella noche en la que el tequila y los daiquiris asolaron todas las luces, repara en su colección de cicatrices.
He sabido que hubo un cónclave de demonios y que se debatió hasta el alba acerca de mi suerte. Pero un hombre debajo de un foco, solo como un presidiario en la madrugada profunda, es un alejandrino o una espada forjada en Anatolia hace cinco mil años, y no se puede juzgar dos veces por el mismo delito.
Viajé de Dallas a Memphis como un kamikaze enamorado y aprendí algunas cosas. Que Dylan tiene el pelo de un negro y camina como un príncipe, por más que vista como un mendigo. Y que sus pupilas son dos gotas de arsénico que refulgen en la noche. Que Stacy Keach y Jeff Bridges perdieron todos los trenes y John Huston fue el titiritero que movía los hilos como un estilista del horror. Y que a veces no queda otro remedio que entrar en los problemas igual que Robert de Niro entró en aquella guarida del infierno y derrumbó a todo aquel que se le puso por delante. Porque ese y ningún otro es el cometido sagrado del artista, un héroe frente a los monstruos con una espada de fuego.
Las botas de la tristeza llevan dentro unos pies inquietos. Las botas de la tristeza pisan fuerte porque temen el ruido del silencio. En las botas de la tristeza entra la desolación como entra un cuerpo desnudo en el agua desnuda. (Dile a Fito que me espere donde quiera, porque si la vista se le nubla y pierde la fe, tardaré un segundo en darle aliento).
Vamos, Charo, incéndiame la boca. Esta noche traigo lenguas en vez de dedos y todo el entusiasmo que permite la desilusión. Y aunque no es posible acariciar una estrella fugaz, qué perdemos por intentarlo. Me agarraste por dentro, fuerte. Y lo sabes: me hubiera pegado con todos por ti. Pero ahora es demasiado tarde, princesa. Más allá de los confines de las párvulas manos de Nora no hay nada.