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Rusia: la guerra en el campo de juego

Putin ha entendido la vertiente identitaria del deporte como mecanismo de popularidad y no duda en utilizarla ante el inminente Mundial de Fútbol, pero esta no es ni mucho menos la primera vez que se hace en su país.
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Putin ha entendido la vertiente identitaria del deporte como mecanismo de popularidad y no duda en utilizarla ante el inminente Mundial de Fútbol, pero esta no es ni mucho menos la primera vez que se hace en su país.
La celebración del Mundial de Fútbol en Rusia trae al primer plano el uso del deporte en la política. La resurrección del viejo Imperio ha puesto en marcha una versión nueva de la Guerra Fría, suspendida desde la caída de la URSS, de la mano de Vladimir Putin, quien rige los destinos rusos desde diciembre de 1999. En su proyecto de vincular su persona con el engrandecimiento de Rusia no se limita a una reinterpretación gloriosa del pasado para reanimar el orgullo nacional, ni a un mero fortalecimiento militar y al expansionismo territorial. Putin pretende aumentar la presencia mediática positiva de los rusos, y el deporte es la forma más sencilla y popular.
El deporte puesto al servicio de la política fue propio de la sociedad de masas que despuntaba con el siglo XX. Mientras en los países liberales y democráticas se veía en las actividades deportivas un espectáculo, y muchos un negocio, los totalitarismos las utilizaron como una muestra de la superioridad de su nación, su pueblo o su raza sobre las demás. Era la demostración del poder de un Estado y de su comunidad sobre las demás. Por esta razón, el boicot y el uso político estuvieron en todos los torneos internacionales desde su inicio.
Juegos burgueses y obreros
Esa politización no era solo nacionalista, sino también socialista. La socialdemocracia europea fundó en 1913 la Internacional Deportiva Obrera para organizar una competición alternativa a los Juegos Olímpicos, recuperados por el aristócrata Pierre de Coubertin, a los que veían como una exaltación de los ideales burgueses. Tras la Gran Guerra, los socialistas la refundaron en Suiza con el nombre Internacional del Deporte de los Trabajadores Socialistas. Los rusos quedaron al margen, por lo que quisieron tener protagonismo creando en 1921 la Sportintern. En el comité ejecutivo hubo comunistas rusos, alemanes, checos, franceses, suecos e italianos. La Sportintern organizó hasta cuatro «Espartaquiadas» en las que no había banderas nacionales, sino la comunista, ni himnos salvo «La Internacional». No obstante, al tiempo los socialdemócratas celebraban sus Olimpiadas Obreras. Esa división disgustó a Stalin, por lo que forzó su unificación en 1936 como resultado del pacto del Frente Popular en Europa.
Tomaron entonces el nombre de «Olimpiada Popular», cuyo estreno se programó para Barcelona entre el 19 y el 26 de julio de 1936, quince días antes de que empezaran los Juegos de Berlín, también manipulados por los nacionalsocialistas. Se inscribieron 6.000 atletas, la mayoría miembros de organizaciones de izquierdas, no de comités deportivos. El golpe de Estado del 18 de julio, un día antes de que se iniciaran los juegos, provocó que se suspendieran la Olimpiada Popular y la Olimpiada Cultural.
La gimnasia se introdujo en el Ejército Rojo en la década de 1920 como parte de su formación básica, lo que dio como resultado un carácter especial en sus equipos y atletas. Eran deportistas-soldado, lo que era visible incluso en las mujeres. Stalin dejó la organización deportiva en manos de la Oficina Central de Entrenamiento Militar y las Juventudes Comunistas. La URSS declinó participar en los Juegos de Verano de Londres, en 1948, llamados «Juegos de la Austeridad» por la pobreza de las instalaciones, pero envió una comisión de observadores. Su conclusión fue evidente: la URSS habría quedado segunda en el medallero, tras EEUU. Esa «superioridad» del gimnasta comunista debía formar parte de la guerra de propaganda de la Guerra Fría, por lo que el Comité Olímpico Soviético se integró en el Comité Internacional en 1951. Así, el Sóviet Supremo ordenó la celebración de pruebas propagandísticas llamadas «Juegos de los Pueblos Soviéticos», que se producían antes de las Olimpiadas y a las que acudían los países satélites de la URSS.
Si bien los graves incidentes en México en 1968 tiñeron de sangre y política los Juegos, y los de Munich en 1972 por el atentado terrorista del grupo palestino Septiembre Negro contra el equipo israelí, no fue hasta los de Montreal en 1976 cuando la Guerra Fría no se manifestó. 23 países africanos se negaron a participar como protesta porque Nueva Zelanda había jugado un partido de rugby en Sudáfrica en pleno apartheid, y la China comunista porque el COI reconoció a Taiwán como país.
A regañadientes
La invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979 fue la razón del boicot de EEUU y sus aliados a los Juegos de Moscú de 1980. El presidente Jimmy Carter dijo «o retiran los tanques, o retiro los juegos», a lo que el soviético Brezhnev contestó que aquello era una «violación de los derechos humanos». No asistieron 58 países. España, a regañadientes, pero impulsado por Samaranch, envió a 156 deportistas, quienes desfilaron en el Estadio Lenin portando la bandera olímpica como símbolo de protesta. La URSS devolvió el boicot de los Juegos de Los Ángeles en 1984 promoviendo la ausencia de sus países satélites, salvo Rumanía. Chernenko, líder soviético, dijo que los EE UU de Reagan no garantizaban el «respeto a los derechos y la dignidad humana». Su Comité Olímpico denunció una supuesta «campaña antisoviética» lanzada por «círculos reaccionarios de EE UU».
La distensión de la Guerra Fría por el fracaso del modelo comunista, la incipiente rebelión en la Europa del Este y el papel de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II, se trasladó a los juegos de 1988, donde estuvieron todos los grandes países, como ha ocurrido desde entonces. La desaparición del bloque soviético apagó la Guerra Fría. La transición a la democracia en Rusia supuso también una reordenación de su papel y presencia internacional. Putin cultivó desde su llegada al poder su imagen de atleta, lo que le granjea simpatía entre el pueblo ruso según las encuestas, y el apoyo de famosos deportistas que juegan en el extranjero. El líder de la nueva Rusia ha entendido la vertiente política e identitaria del deporte y por ello la necesidad de incentivar por cualquier vía la presencia de su país en competiciones internacionales.
El fracaso de la participación rusa en los Juegos de Vancouver en 2010, sin embargo, contradijo los planes de Putin para mostrar su supremacía mundial. De esta manera, cambió la política deportiva: las mejores instalaciones con los atletas más preparados. En los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014 en Sochi (Rusia), Putin gastó cinco veces lo presupuestado e hizo en la inauguración una exaltación de la Gran Rusia, de sus personajes históricos, como Tolstoi y Tchaikovsky, del imperio soviético y de la conquista del espacio. Para aquel proyecto se expropió, se cambió el litoral y se dañó de forma irreversible la ribera del río Mzymta. Obama, Merkel, Hollande y Cameron faltaron al acto para no ser cómplices de aquello.
En Sochi, los rusos de Putin encabezaron el medallero, pero no sin polémica. El COI denunció a sus atletas por un dopaje orquestado por sus autoridades. El castigo fue suspender la participación de Rusia en los Juegos Olímpicos de Pyeongchang (Corea del Sur) de febrero de 2018. Putin, en lugar de optar por el boicot, el arma de otros tiempos, buscó una salida legal: la participación de sus atletas bajo bandera neutral. De esta manera se saltó la prohibición, y el logro de las 17 medallas fue presentado a la sociedad rusa como una doble victoria, la deportiva y la política, que querrá repetir con el Mundial de fútbol.
BAÑO DE SANGRE EN LA PISCINA DE MELBOURNE
En mitad de la invasión soviética de Hungría en 1956, con sus calles llenas de tanques y soldados, con miles de muertos y más de 200.000 húngaros exiliados, se jugó un partido de waterpolo entre ese país y la URSS. Ha pasado a la Historia como el más violento de los Juegos Olímpicos, celebrados en Melbourne en noviembre y diciembre, en el verano australiano. El equipo húngaro no supo de la importancia de los acontecimientos en su país hasta que no estuvo en Australia, lo que encendió los ánimos. El 6 de diciembre se celebró el encuentro. «Sentíamos que estábamos jugando no solo por nosotros, sino por todo el país», declaró Ervin Zádor, la estrella húngara. Bajo el agua se sucedían los golpes y patadas hasta que Valentín Prokopov dio un codazo en la cara al magiar Zádor. Salió sangrando de la piscina. El público se echó encima del banquillo ruso entre insultos y escupitajos. Por miedo, los árbitros suspendieron el partido y la policía ocupó el recinto. Hungría ganó por 4-0, y luego a Yugoslavia por 2-1, logrando el oro. Los húngaros se exiliaron. La mayoría fue a EE UU. La prensa denunció que la Guerra Fría había explotado y llamó al incidente «El baño sangriento de Melbourne». Quentin Tarantino y Lucy Liu produjeron un filme, «Freedom's Fury» sobre aquel dia.