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Sabino Méndez: «La izquierda en España mira más a “House of Cards’’ que a Tocqueville»

Con toda una vida marcada por el rock desata sus ambiciones literarias en una novela, «Literatura universal» (Anagrama), sobre un país y una generación y, más que eso, sobre la vitalidad y el poder de la palabra escrita.
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Con toda una vida marcada por el rock desata sus ambiciones literarias en una novela, «Literatura universal» (Anagrama), sobre un país y una generación y, más que eso, sobre la vitalidad y el poder de la palabra escrita.
Sabino Méndez (Barcelona, 1961) soñaba con ser estrella del rock cuando no era más que un chavalín de barrio periférico. Y mira, con 18 años se planta en Madrid con su colega Loquillo a buscarse la vida como dos golfetes en una ciudad enloquecida. Hicieron más fama que fortuna con temas escritos por Méndez y cantados por el Loco y los Trogloditas, y todos los sueños de excesos se hicieron realidad. Demasiada realidad, azufre de la década. Después de unos años perdido, casi ya en los 90, Méndez encontró refugio en los libros. De las lecturas y de su memoria brota su ambiciosa nueva novela (aunque no tanto como sugiere el título, ya que «Literatura universal», que edita Anagrama, es una chanza, la obra es exigente) sobre tres pícaros de Barcelona que aterrizan en el Madrid al comienzo de la Transición. Un hombre de letras de canción que reivindica, en tiempos de banalidad, la letra reposada y el poder de una historia escrita.
–Esta es una novela iniciática, ¿Cree que la clase de personas que somos el resto de nuestras vidas se forja en la edad crítica de la juventud?
–No necesariamente. Por la experiencia que me ha tocado vivir, que incluye la de seis años de toxicómano en mi juventud y luego romper con eso, veo que el ser humano siempre puede cambiar. Pero una esencia de esas edades nos acompañará siempre en el temperamento a lo largo de toda nuestra vida. Algo así como una especie de sentimiento veraniego.
–En la nota al editor anuncia una voluntad de «explicar aquellos tiempos» con intenciones irónicas, me parece percibir. Se ha hablado mucho de los primeros años de la democracia y cada uno tiene su versión. En el libro se cuentan los excesos y la gran decepción. ¿Fueron así aquellos años para usted?
–Irónico y paródico, más bien. Ojo, digo parodia y no sátira. La parodia es una burla más amable y cariñosa. La sátira está muy de moda y es más expresionista. Yo nunca sufrí una gran decepción o desencanto, más bien fue un proceso de suave comprensión del hecho que las cosas y las debilidades humanas iban a ser más complicadas de lo que parecía.
–Las citas literarias que jalonan cada página de la novela funcionan como fogonazos hipertextuales y otras como un flash o una alusión pop. ¿Cuál era su objetivo con ellas?
–Las historias que tienen como tema la escritura terminan siendo narraciones muy librescas. Y se me ocurrió que la manera se sacar lo libresco de la narración era inventarse ese sistema de notas y ejecutarlo de una manera más pop que académica. Así se consigue que haya dos libros paralelos: en uno aparece la peripecia pura sin interferencias y el otro (el que forma las notas todas seguidas) es una biografía intelectual de nuestro tiempo y un viaje por una biblioteca personal.
–¿De qué manera ha trabajado con las citas? ¿Cómo fueron encontrado acomodo en la historia?
–Es difícil explicarlo porque tengo un carácter dócil pero con fogonazos algo lunáticos. Los libros se forman en mi cabeza de una forma casi íntegra y luego se trata de rellenar las lagunas y pasarlos al papel. De tal manera que, con la idea hace tiempo en mente, todo lo que leía me hacía pensar: «Esta frase sería ideal para la escena tal». Y para no volverme loco con ese puzzle, mantenía varios cuadernos de tapas verdes donde iba amontonando las citas en secciones: clásicos latinos, poesía oriental, teoría literaria, drama isabelino, novela decimonónica...
–El estilo de la novela es muy sensorial, una celebración de las percepciones y un festín de imágenes. ¿Quiénes son sus referentes? Muy al principio aparece Bolaño, y la novela tiene un ritmo narrativo y un aroma que recuerda a él.
–Ahora que la neurobiología está haciendo descubrimientos sobre nuestro cerebro y la circuitería de nuestros radares exteriores creo que la única manera de innovar en narrativa, después del siglo XX, no es por el camino del experimento formal de lenguaje o estructura, sino por la vía de la redefinición de nuestras percepciones. Así que mis lecturas actuales son cosas como Oliver Sacks y Antonio Damasio, más científicos que narradores. Tengo, eso sí, debilidad por los escritores que llamo de la «generación Shandy» en la que englobo arbitrariamente a Marías, Vila-Matas, Bolaño, Fresán, Villoro... Escritores que, al filo del cambio de siglo borraron las diferencias nacionales y superaron el realismo chato de posguerra y postal. A veces incluyo en ese paquete, de una manera caprichosa, a Marsé cuando se pone estupendo o a Casavella; pero creo que debido a filias cariñosas porque son de mi ciudad. Bolaño era muy bueno. Pero que muy bueno. No sé si nos damos cuenta. Me hizo gracia incluirlo al principio porque intuyo que después de la férrea adoración de los últimos años, por reacción y cansancio va a venir una época de criticarlo y denostarlo. Pero ahora hay gente muy joven que está haciendo cosas interesantes. Como el dinero ha huido de la literatura hay más seriedad de propósito que nunca en jóvenes autores. Pueden equivocarse, pero van en serio. Lástima que ese ímpetu coincida con uno de los peores momentos de la industria cultural. Pan para el que no tiene dientes.
–La juventud de los personajes coincide con la juventud democrática de España. Ahora, en la edad adulta, parece que estamos obligados al desencanto. ¿Pagamos pecados de juventud?
–Yo lo veo como un proceso mucho más extenso, de más largo recorrido. Podríamos decir que aquello fue pre-escolar y ahora estamos en la infancia democrática de nuestro país, pero aún nos falta mucho. Todos esos destripaterrones que aseguran que la Transición está superada y se acerca un amanecer de nueva democracia son mesías populistas que no se enteran de nada. En lugar de estar formándose leyendo a Tocqueville para comprender las complejidades y contradicciones del estado de derecho, tiran de series como «House of cards», «Juego de Tronos» o «V de vendetta» y con eso difícilmente se puede andar por la vida sin derrapar.
–El principal desencanto vino de la izquierda, que siempre tuvo mayores expectativas en el cambio político.
–Todo se reduce a diferentes proyecciones de los dos viejos caminos de la izquierda desde siempre: la izquierda ilustrada y la romántica. La primera es un proyecto, mientras que la segunda es un maniqueísmo mágico en el cual se supone que los ricos son malos por definición.
–La novela trata también del rock & roll y sucede en cambio que hoy en día es menos peligroso y menos amenazante que el de los ochenta. ¿En el caso de la música es también por desencanto? ¿Van las dos cosas –la situación sociopolítica yel rock– relacionadas?
–El rock ya no es una amenaza porque resulta fácil darle la espalda. Cuando era la principal ocupación de la juventud no podía ser ignorado pero ahora los intereses de la juventud están más repartidos. Pero sucede algo curioso: el rock se reduce pero no desaparece. Y una insurgencia, si no es aniquilada, gana en cierta manera sólo por el hecho de perpetuarse y no desaparecer. Siempre estará ahí como un virus peligroso, dispuesto a reactivarse. Y eso es curioso. Al fin y al cabo, el rock, junto con la música electrónica, son las únicas artes que dan cuenta del ruido que nos rodea. De los sonidos desagradables e incómodos. Y la vida es desagradable e incómoda. No siempre es juegos en línea, conversación de twiter y enfados virtuales pero inofensivos.
–¿Qué enseñanzas obtuvo de aquellos salvajes años ochenta? ¿Y qué arrepentimientos?
–Aprendí el miedo que provoca tomar decisiones libres y lo estimulante que es. Y siempre me reprocharé mi volubilidad y mi falta de disciplina por no haberme encerrado antes a leer y escribir, sin permitir que nada me distrajera de la tarea. A esta alturas tendría muchos más libros escritos. Pero es que me encanta todo lo que rueda: los balones de fútbol, las ruedas de motos y coches... desplazarse más rápido de un sitio a otro es como conseguir una victoria sobre el tiempo, ese dictador inexorable.
–¿Sirve para algo más el rock o la literatura? ¿Sirven para lo mismo? ¿No sirven para nada?
–La escritura tengo clarísimo para qué sirve: para recordarnos todo aquello que nos hace ser humanos. La música y el rock aún no lo sé del todo, pero sigo investigando para intentar desentrañarlo. Por ahora, solo sé que el rock sirve seguro para una cosa: para que yo me sienta bien tocándolo. Pero aún no sé porque pasa eso.