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Saura, el director que no cedió a la censura

Durante el tardofranquismo, Carlos Saura fue la imagen de una España que se sacaba la piel muerta de la represión para enseñarle al mundo un cuerpo renovado, abierto a la Transición
Pese a su avanzada edad, Carlos Saura mantuvo vivo su fiel espíritu creativo hasta el final de sus díaslarazonLa Razón
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

Madrid Creada:

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Hollywood le dio la espalda, pero hubo un tiempo en que el cine español tenía su nombre y apellidos. Por ejemplo: con perdón del tsunami Almodóvar, nadie, ni siquiera Buñuel, ha alcanzado su récord de participación en la sección oficial en Cannes (ocho ocasiones, tres premios). Durante el tardofranquismo, Carlos Saura fue la imagen de una España que se sacaba la piel muerta de la represión para enseñarle al mundo un cuerpo renovado, abierto a la Transición. Pocos cineastas en España pueden colgarse la medalla de haber abofeteado la tradición populista de un cine que creció aplastado por la dictadura para mirarse cara a cara con la revolución estética y política que estaba ocurriendo más allá de nuestras apolilladas fronteras.
Su evolución como cineasta desde su ópera prima, “Los golfos” (1960), hasta “Cría Cuervos” (1976), su primer filme estrenado tras la muerte de Franco y una de las grandes obras maestras de la historia de nuestro cine, explica con claridad la transformación de la tradición de una imagen realista, casi documental (así definía Saura “La caza” (1966): “un documental de una situación límite”), de una textura telúrica, rugosa, en el cultivo de un cine metafórico, que invocaba los fantasmas del pasado para enfrentar al país con su vieja, turbulenta memoria.
Saura -que fue alumno, pero también profesor, de la Escuela Oficial de Cinematografía en la época en que el Nuevo Cine Español se estaba cocinando, amparado por la gestión de José María García Escudero en la Dirección General de Cine- lidió con la censura sin ceder un paso. En 1974, el estreno de “La prima Angélica”, que había ganado el premio del jurado en Cannes, fue boicoteado por grupos de extrema derecha, que llegaron a incendiar el cine Balmes barcelonés, donde se proyectaba. Aquella película, en la que aparecía un personaje con un brazo escayolado que le obligaba a mantener un impertérrito y ridículo saludo franquista, suponía la culminación de un periodo de su cine altamente politizado (completado por “El jardín de las delicias” (1970) y “Ana y los lobos” (1973)), donde los recuerdos de un pasado castrador, instalado en las emponzoñadas reliquias de la familia franquista, luchaban por abrirse camino en un presente que estaba enterrando al dictador.
Esa obsesión por el pasado se filtró por todos los poros del cine de Saura desde “La caza”. Uno de los elementos más fascinantes de sus películas en esa época fue el modo en que colaboró con los actores más representativos del cine franquista para reinterpretar su imagen. Fue Alfredo Mayo, el protagonista de “Raza, el espíritu de Franco”, el que, entusiasmado, le ayudó a encontrar productor para “La caza”, con la promesa de que iba a ser uno de sus protagonistas. Fue Saura quien convirtió a José Luis López Vázquez en un actor dramático en “Peppermint Frappé” (1967), subvirtiendo por completo el arquetipo de secundario que el actor de “La cabina” había convertido en su marca registrada en decenas de comedias de los sesenta. La convivencia de la herencia de ese cine popular con la presencia de una actriz como Geraldine Chaplin, que representaba el aliento de una modernidad que hablaba con acento extranjero, tensionaba el discurso político de los filmes de Saura de un modo tan hermético como provocativo.
Antes hablábamos de “Cría Cuervos”: ¡qué película! En ella Saura filmó el reverso oscuro de “El espíritu de la colmena”. La mirada de Ana Torrent las unía, pero allí donde la sensibilidad de Víctor Erice se sumergía en una especie de melancolía amarilla, cálida, Saura enfrentaba a la infancia con los cadáveres nada exquisitos del franquismo con la dureza, la aridez y el misterio de un poema escrito con sangre. Los ojos de Torrent, dos expresivos y penetrantes agujeros negros, eran los de una España que tenía toda la vida por delante, y que observaba con estupefacción lo que dejaba atrás: las piscinas vacías, la hipocresía de la alta burguesía conservadora, la tristeza de una canción (el “¿Por qué te vas?”, de Jeanette) que se transformaba en el contagioso leitmotiv pop de toda una época. “Cría cuervos” ganó el Premio Especial del Jurado en Cannes. Para aquel entonces, Saura había recogido el testigo de su amado Buñuel y había situado, casi en solitario, al cine español donde se merecía. Allí afuera, en el mundo.