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Despedida

Carlos Saura: "papá" no cumplirá cien años

El fallecimiento del cineasta justo antes de recibir el Goya honorífico nos obliga a repasar su inigualable e imprescindible obra

Si un director merecía el Goya a toda una carrera, ese era Carlos Saura. No sólo dedicó una película al pintor, "Goya en Burdeos" (1999), sino que ya en su segundo largometraje, "Llanto por un bandido" (1964), recreaba con singular impacto icónico la célebre pintura “negra” del artista conocida como "Duelo a garrotazos" o "La riña". No deja de ser triste que, poco antes de recibirlo, el premio se haya convertido en reconocimiento póstumo.

Resulta fácil señalar paralelismos entre Saura y Goya, en una filmografía que, a menudo, exploró los aspectos más negros y sórdidos de la sociedad española con títulos como "Los golfos" (1960), bajo la influencia del neorrealismo italiano; la citada "Llanto por un bandido"; la magistral y violenta "La caza" (1966), favorita de Peckinpah; su visión del género quinqui, "Deprisa, deprisa" (1981); la tragicómica "¡Ay, Carmela!" (1990), con sus desastres de otra guerra; o la recreación de los asesinatos de Puerto Urraco en "El 7º día" (2004). Por no hablar de la pasión de ambos por la fiesta popular, su música y sus folclóricos caprichos.

Pero aquí nos interesa subrayar que Saura fue uno de los más atrevidos directores de una época, la tardofranquista, de mediados de los años sesenta a mediados de los setenta del pasado siglo, en los que su incómodo cine autoral, metagenérico, de inquietante sobriedad formal, casi bergmaniana en lo exterior, pero escondiendo en su interior poderosos melodramas psicológicos siempre a punto de estallar, plagados de perversidad, tensión emocional y crueldad, consiguió sobrevivir a los estragos de la censura, para resultar internacionalmente reconocido y admirado.

Poética belleza

Tanto con la complicidad del guionista Angelino Fons, en "La caza", "Peppermint frappé" (1967) y "Stress-es tres-tres" (1968), como con la de Rafael Azcona, también en "Peppermint frappé", en "La madriguera" (1969), "El jardín de las delicias" (1970), "Ana y los lobos" (1973) y "La prima Angélica" (1974); como después en solitario, con "Cría cuervos" (1976), "Elisa, vida mía" (1977) o "Los ojos vendados" (1978), casi siempre en íntima complicidad con su musa Geraldine Chaplin, Saura, pese a críticos que despreciaban su sesgo autoral, que se miraba en el espejo de los realizadores de los Nuevos Cines, enamoró a la crítica internacional de los grandes festivales, y las fuerzas vivas no dudaron nunca en convertirle en embajador del cine español, como Japón hiciera con Kurosawa, Suecia con Bergman, Alemania con Herzog o Polonia con Wajda.

Pese a que el gran público le diera a menudo la espalda, incapaz de penetrar en su hermético universo preñado de emociones oscuras, Saura construyó una obra coherente, intensa, ambigua y perturbadora, capaz de inesperados momentos de poética belleza, que penetra como pocas, en alas del silencio o del genial empleo de la música intradiegética (y había que ser atrevido para echar mano de Jeanette y su “Por qué te vas” en una película de “arte y ensayo”), en el interior de sus personajes extrañados e introvertidos, especialmente en los femeninos y con inusual sutileza a la hora de captar la psicología infantil, convirtiéndolos en mucho más que símbolos o alegorías (que también) del carácter, la historia y la sociedad españolas del final del franquismo.

Ana Torrent en "Cría cuervos"
Ana Torrent en "Cría cuervos"Imdb

Los filmes de Saura en estos años son, junto a los primeros títulos de Gonzalo Suárez, Vicente Aranda, Pedro Olea o Jaime de Armiñán, testimonio imborrable de las alturas formales, artísticas e intelectuales a las que un día llegara el cine español de autor, a veces en las peores circunstancias sociopolíticas. Con la Transición y la apertura, y con la entrañable Mamá cumple cien años (1979), todo cambió, Saura pasó de autor de prestigio impopular, a querido clásico del cine español. Llegarían pronto sus filmes musicales y folclóricos, personales pero de esteticismo asequible y éxito masivo. Su genio dio algún un repunte -la infravalorada "¡Dispara!" (1993)-, aunque cayó también en la mediocridad -"Taxi" (1996), "Buñuel y la mesa del rey Salomón" (2001)-. Se dedicó tanto o más a la fotografía que al cine, pero no paró un instante de fraguar proyectos (ahí queda su "Bach", en plena producción a la hora de su muerte).

Sufrió, cómo no, hasta los embates de la corrección política y las redes antisociales cuando, precisamente en los Goya de 2018, se atrevió a decir que Penélope Cruz era guapa, crimen micromachista imperdonable. La última vez que tuve ocasión de verle fue poco después de aquello, en Filmoteca Española, presentando su fascinante Cría cuervos, sin atinar todavía a explicarse qué había dicho o hecho mal. Al menos, en los de este año, no tendrá que pedir disculpas por nada.